Radicalidad en el seguimiento
Domingo XIII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
El Señor inicia el camino de Jerusalén, un itinerario que conduce a la cruz. El rechazo de los samaritanos, como, antes, el rechazo de los de Nazaret (cf Lc 4,16-30), muestra la dificultad de su tarea: “No lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén” (Lc 9,53). La repulsa de los samaritanos se convierte, de algún modo, en un preludio de la repulsa de la cruz.
La respuesta de Jesús ante el rechazo es la paciencia y la mansedumbre. Una actitud que debemos hacer nuestra, cuando, también hoy, la Buena Noticia del Evangelio, la novedad que proviene de Dios, es rechazada en la medida en que se contrapone a la lógica de este mundo. El Evangelio, como un visitante inoportuno, no es recibido, ya que la dirección a la que apunta – la entrega absoluta de la cruz – contrasta con el impulso dominante de la búsqueda de uno mismo, con la instalación cómoda en el egoísmo y la autosatisfacción.
En un discurso dirigido a los jóvenes en Malta, el Papa Benedicto XVI mostraba, en continuidad con la respuesta que Jesús dio a Santiago y a Juan, partidarios de mandar bajar “fuego del cielo”, la necesidad de no asustarse ante el rechazo y la urgencia de no dejarse arrastrar por un espíritu de venganza: “Encontraréis ciertamente oposición al mensaje del Evangelio. La cultura de hoy, como cualquier cultura, promueve ideas y valores que contrastan en ocasiones con las que vivía y predicaba nuestro Señor Jesucristo. A veces, estas ideas son presentadas con un gran poder de persuasión, reforzadas por los medios y por las presiones sociales de grupos hostiles a la fe cristiana”.
Pero este rechazo del mundo no encuentra un eco en el corazón de Dios, ni tampoco ha de encontrarlo en el corazón de la Iglesia, que no es otro que el amor: “Dios no rechaza a nadie, y la Iglesia tampoco rechaza a nadie. Más aún, en su gran amor, Dios nos reta a cada uno para que cambiemos y seamos mejores” (Malta, 18.IV.2010).
En realidad, el discípulo ha de preocuparse, sobre todo, por seguir a Jesús, con todas las consecuencias, dejando, o colocando en un segundo plano, aquello que pueda suponer un estorbo: La obsesión por la estabilidad de un hogar, la excesiva dependencia de los vínculos familiares, la tentación de seguir mirando hacia un pasado en el que todavía Cristo no contaba en nuestras vidas.