La última lección de Benedicto XVI
Dr. Pere Montagut Piquet,
Director del Instituto de Teología Espiritual de Barcelona
Inesperada pero ciertamente anunciada. Tras la elección de Joseph Ratzinger como Obispo de Roma y, por consiguiente, como Papa, teníamos fundamentos suficientes para intuir que dada su personalidad humana así como su trayectoria eclesiástica las novedades respecto al pontificado de su inmediato predecesor, Juan Pablo II, serían notorias. El hecho de permanecer como fiel colaborador de Karol Wojtyla e incluso pertenecer a los que no dudaron en enaltecer su consumación final en el ministerio petrino, no ha sido óbice para causar en la Iglesia una honda conmoción tras su renuncia a la sede de Pedro hecha pública el 11 de febrero de 2013. Quizá sea el momento de exponer algunas consideraciones que, a modo de una “lectio divina” vital, puedan aportar una actitud receptiva y reflexiva de lo que Dios nos dice en este momento tan crucial de la historia de la Iglesia.
Impresiones humanas
Sea como fuere, unos Papas tan unidos como Juan Pablo II y Benedicto XVI, cuando se ponen en relación, arrojan la luz suficiente para que el signo de la Providencia divina sea detectado sin muchas complicaciones. Pero las impresiones humanas, siendo inevitables, son también necesarias para observar de cerca de qué modo la acción de Dios, en sus mediaciones, no camina siempre con los raciocinios propios de nuestra ingenuidad apegada a lo carnal. Categorías como la timidez, el saber tratar a las masas, el comunicador o el sabio, el intelectual o el pastoral, el profesor y el misionero, han sido, a lo largo de estos años, términos muy recurrentes para definir los “estados de vida” desde los cuales casi preveer, en el uno y el otro, todos sus movimientos al estilo de la prensa del corazón. Pero la decisión de Benedicto XVI, si bien ha roto moldes, ha gustado por su modernidad… A primera vista parece corroborar aquel mito de la juventud como “divino tesoro” al que recurrir como condición básica para ejercer con competencia las exigencias acordes con las grandes responsabilidades de nuestro mundo. Pero… salgamos de las simplezas.
Si volvemos a nuestro propósito, tenemos el derecho a retener como dos impresiones fundamentales a través de las cuales poder “ver” algo más tras haber creído en el designio de Dios. Y no son otras que la libertad y la madurez. Reproducir los misterios de Cristo es asignatura obligatoria especialmente en aquellos que ejercen, de algún modo, el ministerio de su visibilidad. Dos Papas, pues, que se han mostrado ante todo libres: “La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza” (CIC 1731). Es el Espíritu Santo quien nos conduce con su gracia a la libertad espiritual, para hacernos libres colaboradores suyos en la Iglesia y en el mundo (Cfr.CIC 1742). Y he aquí la finalidad impresa en la cima de una vida humana llena de gracia: el ser “colaboradores” no es tan solo un lema o una motivación psicológica sino una realidad percibida desde los mismos cimientos de la existencia cristiana y ministerial (Cfr. 1 Co 3:12-16). Si no hay otro fundamento que Cristo, la roca sobre la que edificar, el colaborador se implica a fondo en una edificación que sea digna de pasar a la eternidad: “Lo que hacéis hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres” (Col 3:23). La meta es la morada de Dios en nosotros y la razón última el día en que quedará patente la obra de cada uno.
En ambos servidores del ministerio petrino ha quedado sobradamente demostrado que no son tanto las acciones sino las reacciones lo que demuestra lo que hay en el corazón. Desde el correcto concepto de uno mismo, a la vez que reconociendo la propia insuficiencia y necesidad de Dios (Cfr. 1 Cor 3:18:20), se puede tener la conciencia de hacer algo grande con la vida: “nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente” (Jn 10,18). En este sentido, para que la renuncia de Benedicto XVI, comparada con la trayectoria final de Juan Pablo II, no de la impresión humana de fracaso, de huida, cobardía o pusilanimidad, tendremos que acercarnos al sello divino que, por lo imprevisto del momento, no deja de relucir en los mejores hijos de la Iglesia.
El sello divino
Recordemos lo que vimos la noche del 2 de abril de 2005. La muerte de Juan Pablo II fue el respiro de propios y extraños que suspiraban un papado no apto para ancianos. No pocos denunciaban, día sí día también, lo inconcebible de una situación de gobierno eclesial en la cual la parálisis y la decrepitud se añadían a la valoración negativa de una institución tan denostada como la Iglesia Católica. Junto a ello, no faltaron bienintencionados argumentos para esgrimir que un padre de familia no se cambia, para resaltar el valor redentor de su sufrimiento o para recalcar que la Iglesia es de Cristo y que el Espíritu Santo la conduce sabiamente también a través de un Papa minusválido.
Pero más allá de conjeturas, el pontificado de Juan Pablo II fue sellado divinamente por la libertad y la madurez. Libre para reconocer la oportunidad y hondura mística de su providencial visión del papado. Maduro para exponer, primero, una fuerza arrolladora sin miedo al populismo para más tarde exponer públicamente sus dolencias exentas del humano rechazo de quien las sufre. La mística sacrificial fue rápidamente comprendida por el pueblo fiel: se vio en ella una identificación con Cristo crucificado, el riesgo del activismo quedó mitigado por el sufrimiento que Dios permite en los que más quiere, y el silencio elocuente de un papa predicador fue la palabra suprema de una fe inquebrantable en fidelidad perpetua a lo que Dios le confió. Vimos el heroísmo de la fe, una vida entregada y expuesta a ojos de todos junto a la conciencia serena de que la Iglesia recibiría, de su mano, un bien inmenso. En un itinerario papal como el suyo encajan bien las palabras de renuncia de Benedicto XVI cuando asegura que este ministerio se puede llevar a cabo no sólo “en obras y palabras” sin también “sufriendo y rezando".
Recordemos ahora lo sucedido el 11 de febrero de 2013. Benedicto XVI renuncia al ministerio de obispo de Roma, sucesor de San Pedro. Y establece un día y hora, como si de su fallecimiento se tratase, para desaparecer de la escena pública y consumir el resto de sus días en silencio y oración. Al cobijo de una clausura contemplativa, dispondrá del espacio vital en el que entender y vivir plenamente la vida escondida en el secreto del Padre. Allí permanecerá seguro de su misericordia y recompensa. Una vez tomada la decisión, rápidamente toman posición las posibles interpretaciones: los muros insalvables, los problemas abrumadores, la enfermedad que repliega, demasiado peso por la edad, la tristeza de los escándalos, las traiciones de los cercanos, la rebelión de los colaboradores, en definitiva, superado por la coyuntura.
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