InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Febrero 2013

20.02.13

Redes sociales? Prudencia, prudencia, prudencia

No tengo nada en contra de las redes sociales. Como cualquier otro medio – el teléfono o el e-mail – las redes sociales pueden tener su utilidad. Pero creo que si quien usa esas redes es un sacerdote, o un seminarista, ha de extremar la prudencia. Prudencia que se debe pedir a cualquier católico, y hasta a cualquier persona de bien.

Yo no tengo cuenta de “Facebook”. Sí tengo blog y me gusta tenerlo. Y valoro las posibilidades que ofrece Internet. Pero, con las redes sociales, lo lamento. No acabo de verlo. Ni el “Facebook” ni el “Twitter”. No “para mí”, lo cual no significa nada más de lo que literalmente afirmo: pueden ser interesantes, pero “a mí”, y eso es muy personal, no me convencen.

Hasta el papa ha entrado en “Twitter”. Con loable intención, sin duda; pero, por lo que me cuentan mis amigos, a cada “tweet” del papa sigue, con enorme frecuencia, una lista de otros “tweets” engrosada por comentarios irrespetuosos.

Pero vayamos al “Facebook”. Si un sacerdote abre un perfil en ese “libro de caras” no debe olvidar que, a un sacerdote – y también al que aspira a serlo – ,se le pide un mínimo de gravedad, de compostura, de circunspección.

Hacer un perfil de “Facebook” para fotografiarse como el más “in”; publicitar una foto privada – en la playa, con los amigos, tomando una cerveza – , no es un pecado, pero no es lo más oportuno. Esas fotos, sacadas de contexto, dan, con parte de razón, una imagen de frivolidad que en nada favorece el sacerdocio.

Mi crítica no proviene de un ataque de mojigatería, de alguien que hace escrúpulo de todo. No es mi estilo. Ni soy mojigato ni creo que deba serlo. Pienso que, también los sacerdotes, podemos llevar, en lo que sea conforme con nuestras obligaciones, una vida normal.

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18.02.13

¿A qué renuncia un papa?

“Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”, dice el “Código de Derecho Canónico” (c. 332,2).

Es curioso que, cuando el “Código de Derecho Canónico” se refiere al papa, hable de “oficio”. Un “oficio” tiene que ver más con la potestad de jurisdicción que con la potestad de orden. Si nos atenemos al “orden” – al plano sacramental – uno puede ser diácono, presbítero u obispo. El orden va más allá de la función; es una realidad que capacita para una función. Pero esa capacitación entra, por así decirlo, en el campo ontológico – lo que uno es – y no solo en el plano funcional – lo que uno hace, capacitado, eso sí, por lo que uno es - .

Pongamos un ejemplo: un sacerdote válidamente ordenado es un sacerdote. Ese es su “orden”, aunque su “función” – su “oficio” – puede ser muy diferente: puede ser un vicario parroquial, un párroco, un canónigo… La función supone – en línea de principio – el orden; pero el orden no equivale, sin más, a una función.

El papa necesita para ser papa, para ejercer ese “oficio”, esa “función”, ser obispo. Y lo que se es jamás se pierde. Un papa nunca dejará de ser obispo. Pero un papa sí puede dejar de ejercer “la función”, el “oficio”, de papa.

¿En qué consiste ser papa? En ejercitar el “ministerio petrino”; ministerio en el que se unen orden y función, ya que ese ministerio exige que un obispo – alguien ordenado de obispo – ejerza el oficio de obispo de Roma y, en consecuencia, de pastor de la Iglesia Universal.

¿Por qué? Porque, desde el principio, se vio que en la Iglesia de Roma se guardó la tradición, la regla de fe de Pedro; porque Roma fue una Iglesia eminente, “a causa de su origen más excelente”, a causa de su vinculación con Pedro, el príncipe de los apóstoles (Mt 16,16-19; Lc 22,31-32; Jn 21,15-17).

Esta certeza ha sido algo más que una opinión teológica. Las existencia del primado papal fue afirmada por el II concilio de Lyon, en la bula “Unan Sanctam” de Bonifacio VIII, en el concilio de Florencia y en el concilio Laterano V. El Vaticano I, en la constitución “Pastor aeternus” definió dogmáticamente la naturaleza de este primado. Y, en plena continuidad, se ha expresado el concilio Vaticano II.

¿Puede Benedicto XVI dejar de ser obispo? No, no puede. Eso forma parte del “orden”, y eso es inamovible. ¿Puede dejar su “oficio”? Sí, su oficio de obispo de Roma puede dejarlo. Basta, para que lo haga válidamente, que su renuncia sea libre y que se manifieste formalmente.

¿Por qué Benedicto XVI ha anunciado su renuncia al “ministerio petrino”, al “oficio” de papa, de obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal? ¿Por un capricho? No lo creo. ¿Por una complicación extraordinaria en el ejercicio de su ministerio? Tampoco. Todo lo que se dice sobre el “Vatileaks “, sobre la filtración a los medios de documentos del despacho papal, o sobre la adaptación del IOR – el llamado “Banco Vaticano”- a los protocolos de transparencia que hoy se exigen para un banco honrado no dejan de ser, vistos desde la perspectiva de la milenaria historia de la Iglesia, “asuntos menores”.

¿Por qué entonces? Porque la persona en cuestión, Joseph Ratzinger, después de haberlo considerado muy en serio; es decir, en conciencia, no se ve capacitado para seguir desempeñando su “oficio”. Yo, a eso, le llamo responsabilidad. Si hubiese determinado otra cosa, sería igualmente válido. Pero él, que es quien tiene que decidir, ha decidido dejarlo. No creo que sea por inconsciencia, ni por miedo. Creo que es por que a él – y eso es personal e intransferible – le ha parecido que es lo mejor que puede hacer.

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16.02.13

P. Montagut: "La última lección de Benedicto XVI"

La última lección de Benedicto XVI


Dr. Pere Montagut Piquet,
Director del Instituto de Teología Espiritual de Barcelona

Inesperada pero ciertamente anunciada. Tras la elección de Joseph Ratzinger como Obispo de Roma y, por consiguiente, como Papa, teníamos fundamentos suficientes para intuir que dada su personalidad humana así como su trayectoria eclesiástica las novedades respecto al pontificado de su inmediato predecesor, Juan Pablo II, serían notorias. El hecho de permanecer como fiel colaborador de Karol Wojtyla e incluso pertenecer a los que no dudaron en enaltecer su consumación final en el ministerio petrino, no ha sido óbice para causar en la Iglesia una honda conmoción tras su renuncia a la sede de Pedro hecha pública el 11 de febrero de 2013. Quizá sea el momento de exponer algunas consideraciones que, a modo de una “lectio divina” vital, puedan aportar una actitud receptiva y reflexiva de lo que Dios nos dice en este momento tan crucial de la historia de la Iglesia.

Impresiones humanas

Sea como fuere, unos Papas tan unidos como Juan Pablo II y Benedicto XVI, cuando se ponen en relación, arrojan la luz suficiente para que el signo de la Providencia divina sea detectado sin muchas complicaciones. Pero las impresiones humanas, siendo inevitables, son también necesarias para observar de cerca de qué modo la acción de Dios, en sus mediaciones, no camina siempre con los raciocinios propios de nuestra ingenuidad apegada a lo carnal. Categorías como la timidez, el saber tratar a las masas, el comunicador o el sabio, el intelectual o el pastoral, el profesor y el misionero, han sido, a lo largo de estos años, términos muy recurrentes para definir los “estados de vida” desde los cuales casi preveer, en el uno y el otro, todos sus movimientos al estilo de la prensa del corazón. Pero la decisión de Benedicto XVI, si bien ha roto moldes, ha gustado por su modernidad… A primera vista parece corroborar aquel mito de la juventud como “divino tesoro” al que recurrir como condición básica para ejercer con competencia las exigencias acordes con las grandes responsabilidades de nuestro mundo. Pero… salgamos de las simplezas.

Si volvemos a nuestro propósito, tenemos el derecho a retener como dos impresiones fundamentales a través de las cuales poder “ver” algo más tras haber creído en el designio de Dios. Y no son otras que la libertad y la madurez. Reproducir los misterios de Cristo es asignatura obligatoria especialmente en aquellos que ejercen, de algún modo, el ministerio de su visibilidad. Dos Papas, pues, que se han mostrado ante todo libres: “La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza” (CIC 1731). Es el Espíritu Santo quien nos conduce con su gracia a la libertad espiritual, para hacernos libres colaboradores suyos en la Iglesia y en el mundo (Cfr.CIC 1742). Y he aquí la finalidad impresa en la cima de una vida humana llena de gracia: el ser “colaboradores” no es tan solo un lema o una motivación psicológica sino una realidad percibida desde los mismos cimientos de la existencia cristiana y ministerial (Cfr. 1 Co 3:12-16). Si no hay otro fundamento que Cristo, la roca sobre la que edificar, el colaborador se implica a fondo en una edificación que sea digna de pasar a la eternidad: “Lo que hacéis hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres” (Col 3:23). La meta es la morada de Dios en nosotros y la razón última el día en que quedará patente la obra de cada uno.

En ambos servidores del ministerio petrino ha quedado sobradamente demostrado que no son tanto las acciones sino las reacciones lo que demuestra lo que hay en el corazón. Desde el correcto concepto de uno mismo, a la vez que reconociendo la propia insuficiencia y necesidad de Dios (Cfr. 1 Cor 3:18:20), se puede tener la conciencia de hacer algo grande con la vida: “nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente” (Jn 10,18). En este sentido, para que la renuncia de Benedicto XVI, comparada con la trayectoria final de Juan Pablo II, no de la impresión humana de fracaso, de huida, cobardía o pusilanimidad, tendremos que acercarnos al sello divino que, por lo imprevisto del momento, no deja de relucir en los mejores hijos de la Iglesia.

El sello divino

Recordemos lo que vimos la noche del 2 de abril de 2005. La muerte de Juan Pablo II fue el respiro de propios y extraños que suspiraban un papado no apto para ancianos. No pocos denunciaban, día sí día también, lo inconcebible de una situación de gobierno eclesial en la cual la parálisis y la decrepitud se añadían a la valoración negativa de una institución tan denostada como la Iglesia Católica. Junto a ello, no faltaron bienintencionados argumentos para esgrimir que un padre de familia no se cambia, para resaltar el valor redentor de su sufrimiento o para recalcar que la Iglesia es de Cristo y que el Espíritu Santo la conduce sabiamente también a través de un Papa minusválido.

Pero más allá de conjeturas, el pontificado de Juan Pablo II fue sellado divinamente por la libertad y la madurez. Libre para reconocer la oportunidad y hondura mística de su providencial visión del papado. Maduro para exponer, primero, una fuerza arrolladora sin miedo al populismo para más tarde exponer públicamente sus dolencias exentas del humano rechazo de quien las sufre. La mística sacrificial fue rápidamente comprendida por el pueblo fiel: se vio en ella una identificación con Cristo crucificado, el riesgo del activismo quedó mitigado por el sufrimiento que Dios permite en los que más quiere, y el silencio elocuente de un papa predicador fue la palabra suprema de una fe inquebrantable en fidelidad perpetua a lo que Dios le confió. Vimos el heroísmo de la fe, una vida entregada y expuesta a ojos de todos junto a la conciencia serena de que la Iglesia recibiría, de su mano, un bien inmenso. En un itinerario papal como el suyo encajan bien las palabras de renuncia de Benedicto XVI cuando asegura que este ministerio se puede llevar a cabo no sólo “en obras y palabras” sin también “sufriendo y rezando".

Recordemos ahora lo sucedido el 11 de febrero de 2013. Benedicto XVI renuncia al ministerio de obispo de Roma, sucesor de San Pedro. Y establece un día y hora, como si de su fallecimiento se tratase, para desaparecer de la escena pública y consumir el resto de sus días en silencio y oración. Al cobijo de una clausura contemplativa, dispondrá del espacio vital en el que entender y vivir plenamente la vida escondida en el secreto del Padre. Allí permanecerá seguro de su misericordia y recompensa. Una vez tomada la decisión, rápidamente toman posición las posibles interpretaciones: los muros insalvables, los problemas abrumadores, la enfermedad que repliega, demasiado peso por la edad, la tristeza de los escándalos, las traiciones de los cercanos, la rebelión de los colaboradores, en definitiva, superado por la coyuntura.

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La tentación

Domingo I de Cuaresma

Jesús, el Ungido por el Espíritu Santo, inaugura, en su bautismo, su misión de Siervo doliente. Se deja conducir por el Espíritu Santo, “que lo fue llevando por el desierto” (Lc 4,1) y, a la vez, se deja tentar por el diablo. Jesús, que permitió ser contado entre los pecadores, quiere afrontar también el combate contra la tentación. Como leemos en la Carta a los Hebreos: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado” (Hb 4,15).

Cada uno de nosotros puede ver reflejada su propia vida en la vida del Señor. Por el sacramento del Bautismo hemos sido hechos templos del Espíritu Santo, quien, si no ponemos obstáculos, nos guía con suavidad y firmeza en el camino del seguimiento de Cristo. Un camino de obediencia, de confianza, de fe en la bondad de Dios, porque “nadie que cree en Él quedará defraudado” (cf Rm 10,11).

Como a Jesús, también a nosotros el diablo nos tienta. Quiere poner a prueba nuestra condición de hijos de Dios, quiere sembrar en nuestra alma la desconfianza hacia Dios y busca, para ello, las ocasiones de mayor debilidad, como buscó el momento en el que Jesús, después de un ayuno prolongado, “sintió hambre”. La debilidad, la vulnerabilidad, es una característica de nuestra condición humana que se manifiesta con múltiples rostros: el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, las fragilidades inherentes a la vida y la concupiscencia, la inclinación al pecado.

¡Cuántas veces, probados por el sufrimiento, experimentamos la tentación de pensar que Dios se ha olvidado de nosotros! Y, razonando con una lógica de desobediencia, tendemos, incluso, a sospechar que es Dios mismo el autor de los males que nos afligen: ¿Por qué, Señor, si Tú existes, si Tú eres bueno, si Tú eres Padre, tengo que padecer el dolor?

Necesitamos la ayuda del Espíritu Santo para saber discernir, para separar lo que no debe ser confundido: la prueba y la tentación. La prueba, la dificultad, nos hace crecer interiormente, nos ayuda a abandonarnos en manos de Dios, como Cristo paciente se abandona en manos de su Padre en la Cruz. La tentación, sin embargo, si sucumbimos ante ella, nos conduce al pecado y a la muerte.

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15.02.13

El papa que todo lo dice bien

Es llamativa la lucidez y la claridad intelectual del papa Benedicto. Su discurso en el encuentro con los párrocos y con el clero de Roma es una muestra más de ello.

Comienza el papa, obispo de Roma, elogiando a su clero y resaltando la importancia que tiene, en la misma Roma, encontrar las vocaciones que Dios da y así “guiarlas, ayudarlas a madurar, y de este modo a servir para el trabajo en la viña del Señor”. No es un asunto baladí. Se trata de una de las principales responsabilidades de todo obispo diocesano: encontrar las vocaciones y ayudarlas a madurar.

Añade un detalle muy significativo: “Para hoy, según las condiciones de mi edad, no he podido preparar un gran, verdadero discurso, como se podría esperar; más bien pienso en una pequeña charla sobre el Concilio Vaticano II, tal como yo lo he visto”. Ahí se pone de manifiesto la extrema exigencia con la que Benedicto XVI afronta sus retos. Se lamenta por no haber podido preparar un “verdadero discurso” y se conforma, humildemente, con una “pequeña charla”. Una “pequeña charla” que a casi todos, menos a él, le llevaría semanas de preparación.

Relata el papa cómo entró a formar parte, siendo el más joven de los profesores, de los teólogos asesores del Concilio. Escribió un texto para una conferencia que el cardenal Frings, arzobispo de Colonia, había de pronunciar en Génova, por invitación del arzobispo de esa ciudad italiana, el cardenal Siri. Juan XXIII llamó poco después al cadenal Frings para expresarle su agrado por la conferencia: “Usted ha dicho lo que yo querría decir, pero yo no había encontrado las palabras”.

Así Ratzinger fue al concilio; primero, como asesor del cardenal de Colonia; luego, como perito oficial. El papa describe el entusiasmo con el que acudieron al concilio; esperaban que la Iglesia fuese de nuevo “fuerza del mañana y fuerza del hoy”, que pudiese renovarse la unión de la Iglesia con lo mejor de la Modernidad.

Los obispos del Rin – franceses, alemanes, belgas, holandeses – marcaron, en un primer momento, la ruta. Cuatro prioridades quedaron dibujadas: la reforma de la liturgia, la eclesiología, la Revelación, el ecumenismo y la relación de la Iglesia y el mundo.

Lo primero, lo principal, la liturgia, para mostrar así el primado de Dios. En segundo lugar, la Iglesia: Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios y, en suma, misterio de comunión.

Lo segundo, la Revelación; es decir, la relación entre Escritura y Tradición, entre Escritura e Iglesia. El papa Pablo VI intervino de modo personal: la certeza de la Iglesia sobre la fe no nace solo de un libro aislado, sino que tiene necesidad del sujeto Iglesia iluminado por el Espíritu Santo. La Escritura solo se puede leer como Palabra de Dios en la comunión de la Iglesia.

Lo tercero, el ecumenismo. La segunda parte del concilio abordó el problema de la relación entre época moderna e Iglesia. Surge así la “Gaudium et spes”, que renovó los fundamentos de la ética cristiana.

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