InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Abril 2012

13.04.12

Sobre la Resurrección del Señor

Releía esta tarde dos capítulos de un libro que publiqué en 2011. Como ambos capítulos tratan sobre la Resurrección de Jesucristo me parece oportuno traerlos de nuevo al blog. Quizá, en su día, estos textos hayan sido publicados en este blog, aunque tal vez no literalmente.

Los reproduzco sin más:

Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron

La Resurrección de Jesús es la “verdad culminante” de nuestra fe en Cristo, la verdad central y fundamental (cf Catecismo 638). San Lucas relata que las mujeres fueron las primeras que, de madrugada, acudieron al sepulcro (cf Lc 24,1). ¿Por qué esa premura? Beda comenta esa diligencia diciendo: “Si vinieron muy de mañana las mujeres al sepulcro, fue porque habían de enseñar a buscarlo y encontrarlo con el fervor de la caridad”. Es el amor el que mueve a buscar y a creer. Es el amor lo que conduce a Cristo.

Son las mujeres las últimas que lo dejan la tarde de su muerte. Habían seguido a José de Arimatea y habían visto el sepulcro y cómo había sido colocado allí el cuerpo de Jesús. Buscaban a Jesús muerto, para tributarle un último homenaje, llevando aromas y ungüentos. No era la primera vez que las mujeres ungían con perfume, en un gesto de generoso derroche, el cuerpo del Señor. Así, en Betania, María, la hermana de Lázaro, “tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos” (Jn 12,3).

Les mueve el amor, pero no el entusiasmo, la exaltación del ánimo. No esperan encontrar a Jesús vivo. En sus ojos había quedado grabada la escena terrible de la muerte del Señor en el Calvario y el impacto de ver su cuerpo muerto, envuelto en una sábana y depositado en un sepulcro nuevo. Al encontrar corrida la piedra del sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, su reacción es de desconcierto. Necesitan escuchar el anuncio de los ángeles para recordar las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitará”. Es la palabra de Cristo, el recuerdo de su palabra, lo que les lleva a creer.

Esta fe pura, que no cuenta todavía con más indicios que el sepulcro vacío, es la que anuncian a los Apóstoles y a los demás, quienes “lo tomaron por un delirio y no las creyeron”. Sólo Pedro, que ama más a Jesús que los otros, se siente motivado a comprobar por sí mismo lo que decían las mujeres. Pero únicamente vio las vendas en el suelo, y se volvió admirado de lo sucedido, pero no aún creyendo.

También los Apóstoles, como las mujeres, necesitan escuchar el anuncio y hacer memoria de las palabras del Señor. Necesitan que el Resucitado se haga presente y que, como a los discípulos que volvían entristecidos a Emaús, les hable y les explique las Escrituras. Ni las mujeres, ni los Apóstoles ni los discípulos estuvieron dispensados de creer. Tampoco nosotros.

A diferencia de ellos, nosotros no hemos visto el sepulcro vacío ni al Señor resucitado. Pero al igual que ellos, también nosotros, movidos por el amor, hemos de aceptar el anuncio que nos llega a través del testimonio de los apóstoles para confesar, en la fe: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24,34). El mismo hecho de que celebremos, casi dos mil años después, la solemne Vigilia Pascual constituye un signo evidente de la verdad de este testimonio.

Cristo está vivo y nos permite, mediante la fe y los sacramentos, hacer propia su Pascua. Por el bautismo – escribe San Pablo – fuimos incorporados a su muerte, fuimos sepultados con Él en la muerte para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva (cf Rm 6,3-4), la vida de los hijos de Dios, de los hermanos de Cristo, de los herederos del cielo.

Dios nos lo hizo ver

El domingo de Pascua es el último día del Triduo Pascual. Resuena en ese día el “kerigma”, el solemne anuncio de la resurrección de Cristo hecho por Pedro el día de Pentecostés: “Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección” (Hch 10,40-41).

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7.04.12

Los bienes de allá arriba

Homilía para el Domingo de Pascua (Ciclo B)

San Pablo, en la Carta a los Colosenses (3,1-4), expone las consecuencias que tiene para nuestra vida la Resurrección de Jesús: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba”.

¿Qué significa buscar “los bienes de allá arriba”? Significa, primordialmente, buscar a Dios. No se trata de escapar de la realidad, ni de desentenderse del mundo, sino que se trata de no perder la orientación, el sentido del porqué y del para qué vivimos y actuamos.

A veces pensamos, equivocadamente, que todo lo que tiene que ver con Dios constituye una segunda dimensión, aparentemente superflua, en relación con la existencia cotidiana. Parece que lo esencial radica en otra cosa: en buscar la justicia, en asegurar el bienestar temporal para el mayor número de personas, en procurarnos una vida más digna y más próspera.

Todos estos afanes son legítimos. Pero lo secundario no debe hacernos olvidar lo principal. Y lo principal es solamente Dios: “Se podrían enumerar – comentaba el Papa Benedicto XVI – muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros” (7.XI.2006).

Buscar “los bienes de allá arriba” equivale a vivir la vida nueva que Cristo, por su Pascua, nos ofrece; significa vivir en la fe, en unión con Cristo Resucitado, dilatando nuestra mirada para contemplar todas las cosas desde la perspectiva de Dios; significa vivir en la esperanza, sabiendo cuál es nuestra meta definitiva, sin detenernos en metas parciales; supone vivir en la caridad, aprendiendo a amar a Dios sobre todo y a los demás por amor a Dios.

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Ya no muere más

En la Carta a los Romanos, San Pablo considera el carácter definitivo de la Resurrección: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más” (cf Rom 6,3-11). Su muerte fue un morir al pecado “de una vez para siempre” y su vivir “es un vivir para Dios”.

El anuncio luminoso de la Resurrección del Señor constituye el eje central, no sólo de la solemne Vigilia de Pascua, sino de toda la fe cristiana. Como a las mujeres que acuden al sepulcro para embalsamar a Jesús (cf Mc 16,1-7), también a nosotros nos sorprende la capacidad de Dios de obrar lo nuevo, de hacer que de un sepulcro brote la vida definitiva, el vivir para Dios que no acaba, la superación para siempre del dominio de la muerte.

Las mujeres van al sepulcro “muy temprano”, “al salir el sol”. Como dice el Sal 30, “al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo”. La mañana es el tiempo de Dios, el tiempo de la curación y del rescate, cuando las fuerzas de la oscuridad pierden terreno ante el ataque del reino de la luz. El gran obstáculo que se interponía entre ellas y el cuerpo de Jesús, la piedra de la entrada del sepulcro, ha sido removido por Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos.

La luz de la Pascua permite leer de un modo nuevo, e interpretar en su justo significado, la totalidad de las Escrituras. Jesús Vivo es el inicio de la nueva creación, prefigurada en la primera creación de Adán y de Eva. Jesús es el nuevo Isaac, que sigue vivo después del sacrificio de su muerte en la Cruz. Su Pascua es el verdadero paso del Mar Rojo, a través del poder destructor de las aguas. En la Resurrección, Dios recoge a su Hijo, abandonado en la muerte, para darle la vida nueva.

Pero celebrar la Resurrección de Cristo es celebrar el propter nos de la salvación: “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación”. Esta finalidad salvadora está impresa en todos los acontecimientos, en todos los misterios de la vida de Cristo: Su Encarnación en el seno purísimo de la Virgen María, su infancia y su vida oculta, los años de su vida pública anunciando el Reino de Dios, su pasión, su muerte y su gloriosa Resurrección.

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6.04.12

Tu Cruz adoramos

“Tu Cruz adoramos, Señor, y tu santa Resurrección alabamos y glorificamos, por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

En el Viernes Santo, primer día del Triduo Pascual, la Iglesia adora la Cruz del Redentor. Por medio de su sangre, de su Muerte, Jesucristo instituyó el misterio pascual, el tránsito de la muerte a la vida, de este mundo al Padre.

En la celebración de ese día, nos unimos a Cristo en este tránsito, para vivir, asociados a Él, nuestro propio paso del pecado a la gracia. La austeridad caracteriza el Viernes Santo. El celebrante, postrado en el suelo, expresa la humillación del hombre terreno antes de la Pascua liberadora de Cristo. Sin Él, sin el Señor, somos muerte, pecado y debilidad. Unidos a Él nos convertimos en vida, en gracia, en hombres nuevos resucitados.

La lectura de la Pasión según San Juan nos permite adentrarnos en el misterio de la entrega de Jesucristo. El Cristo que sufre es el Señor glorioso, que con su Resurrección derrota para siempre el pecado y la muerte. La majestad del Nazareno – “Yo soy” – hace retroceder y caer a tierra a los soldados que se disponen a apresarle en el huerto de Getsemaní.

Ante Pilato, que lo interroga, Jesús contesta con soberana serenidad: “Mi reino no es de este mundo”. Cuando todo está ya cumplido, desde el trono de la Cruz, el Señor “entregó su Espíritu”, el principal don de la Pascua.

Sus piernas no fueron quebradas, porque no pueden ser quebrados los huesos del Cordero Pascual. De su costado traspasado por la lanza salió sangre y agua, símbolo de la Iglesia, edificada por los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía.

La Cruz que adoramos es la Cruz victoriosa del Crucificado. La Cruz ante la que nuestras rodillas se doblan, reconociendo, con esa genuflexión, la gratuidad y la grandeza del amor del Redentor. La Cruz que se convierte en señal distintiva de un estilo de vida que se identifica con el de Jesucristo.

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5.04.12

La cuarta palabra

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? No podemos escuchar, sin estremecernos, esta palabra de labios de Jesús. ¿Cómo puede Dios abandonar a Dios? ¿Cómo puede el Padre desamparar a su Hijo?

Jesús sufre el tormento de la Cruz. Sufre, sobre todo, el escarnio de su Pueblo. Jesús es una Víctima, la Víctima, de la “cultura de la muerte”; del uso perverso de la libertad, de un individualismo extremo que nos confiere un “poder absoluto sobre los demás y en contra de los demás”. La muerte de Jesús fue decidida por las autoridades del momento; se procedió contra Él siguiendo las formalidades de la aparente justicia. Los sumos sacerdotes lo acusaron de blasfemo. Roma, de traidor. Jesús estaba de más, molestaba; su mera presencia incomodaba el egoísmo de los fuertes.

Esta cuarta palabra resuena en la historia cada vez que, con el amparo de leyes injustas y con la cobertura favorable de una opinión pública contaminada, se aplasta a los débiles. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué ese número inmenso de niños a quienes se impide nacer? ¿Por qué tantos pobres a quienes se les hace difícil vivir? ¿Por qué tantos hombres y mujeres víctimas de una violencia inhumana? ¿Por qué tantos ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o de una presunta piedad? Dios no parece intervenir para imponer la justicia.

El grito de Jesús es el grito del justo que sufre en el mundo ante un Dios que calla y que no interviene para salvarlo. Pero ese grito y ese silencio es la expresión plástica del amor de un Dios que quiere compartir, en la experiencia del abandono, la soledad de nuestras noches, la oscuridad de nuestras desesperanzas, la angustia de nuestros desamparos. El amor de Dios se manifiesta en su compasión, en su derrota, en su debilidad, en su muerte.

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