El matrimonio no es, en ningún caso, una institución puramente humana, sino que obedece al plan creador de Dios: “El mismo Dios es el autor del matrimonio”, enseña el Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, 48.
Es decir, el matrimonio es una realidad que se encuadra en el orden de la creación. Dios ha creado al hombre y a la mujer, y los ha llamado al amor; de tal modo que “el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1604).
Por su propia naturaleza, el matrimonio, que es “la íntima comunidad de vida y amor conyugal” (Gaudium et spes, 48), está provisto de leyes y características propias: exige la unidad y la indisolubilidad; la fidelidad inviolable y la apertura a la fecundidad. Y la razón última de estas propiedades del matrimonio la encontramos en la totalidad que comporta el amor conyugal, como enseña Juan Pablo II en Familiaris consortio, 13.
El matrimonio, por su propia naturaleza, está ordenado al bien de los cónyuges, así como a la generación y educación de los hijos (Catecismo, 1660).
Jesucristo, Nuestro Señor, no ha instituido un “matrimonio nuevo”, sino que ha elevado a la dignidad de sacramento el matrimonio entre bautizados:
“La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (Catecismo, 1601; Código de Derecho canónico, canon 1055, & 1).
¿Qué significa que el matrimonio entre bautizados es sacramento? Significa que es signo eficaz de la alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Efesios 5,31-32). Es signo y comunicación de la gracia y, por consiguiente, es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza: “Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna” (Catecismo,1661).
El hecho de que Jesucristo no instituyese como sacramento una realidad nueva, sino el matrimonio tal como había salido de las manos de Dios en la creación, tiene una consecuencia de gran importancia: “Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento” (Código de Derecho canónico, canon 1055, & 2).
Es decir, entre bautizados no se puede separar la realidad “natural” del contrato y la realidad “sobrenatural” del sacramento significante de la gracia. Lo que es elevado a sacramento es, precisamente, esa misma realidad del orden natural.
Para los bautizados, la sacramentalidad no es un añadido, no es un adorno, sino que pertenece a la misma raíz del matrimonio: “La dimensión natural y la relación con Dios no son dos aspectos yuxtapuestos; al contrario, están unidos tan íntimamente como la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios” (Juan Pablo II, “Discurso a la Rota Romana”, 30 de Enero de 2003).
Tratándose de bautizados, si no hay contrato válido no hay sacramento; y si no hay sacramento, no hay contrato.
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