InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Abril 2012

30.04.12

28.04.12

El débil rebaño

La oración colecta de la Misa del cuarto domingo de Pascua se refiere a la Iglesia con la denominación de “débil rebaño” del Hijo de Dios. Es una expresión que recuerda la empleada por el mismo Jesús, que llama a su Iglesia “pequeño rebaño” (cf Lc 12,32), y que tiene su precedente en el anuncio profético de que Dios mismo pastoreará a su pueblo (cf Is 40,11; Ez 34,11-32).

La Iglesia es, en medio del mundo, un débil y pequeño rebaño - pussilus grex - que Jesús pastorea. Es una realidad humilde, que no se impone ni por su tamaño ni por su fuerza. Después de dos mil años de cristianismo, son muchos los que aún no han conocido a Cristo ni se han incorporado a su Iglesia.

La Iglesia es también una realidad débil: no cuenta con ejércitos; no tiene unos ilimitados recursos económicos; no figura entre las potencias mundiales que pretenden decidir el destino de la historia. Más aun, la Iglesia es débil porque carga con los pecados de sus miembros, los de cada uno de nosotros; los tuyos y los míos.

A este pequeño rebaño, Jesús le pide fortaleza: “No temáis, pequeño rebaño” (Lc 12,32). La fortaleza es una virtud que asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien. La fortaleza hace capaz de vencer el temor y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones (cf Catecismo 1808).

No han faltado nunca a la Iglesia las pruebas y las persecuciones. Ni le faltan tampoco hoy. En Europa, en esta vieja Europa que ha crecido vivificada por el cristianismo, “aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 7).

Un desdén y una amenaza que comprobamos cada día: en una legislación civil muchas veces contraria a la ley moral natural; en estilos de vida marcados por el agnosticismo y la indiferencia religiosa; en un ambiente social que desprecia abiertamente la herencia cristiana. Jesús nos dice: “No temáis”.

La confianza del pequeño rebaño que es la Iglesia no se deposita en los poderes de este mundo, sino en Dios nuestro Padre; en Jesucristo, su Hijo; en el Espíritu Santo que nos asiste. La fortaleza del pequeño rebaño reside en su Cabeza, que es Cristo, el Buen Pastor. Él no nos deja desasistidos. Él nos conoce por nuestro nombre y da la vida por nosotros. Jesucristo guía a este pequeño rebaño a la vida eterna a través de su Pascua.

“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”, dice el Salmo 22. El Señor es Cordero y Pastor. Él ha caminado delante de nosotros, atravesando las cañadas oscuras del dolor y de la muerte, para abrirnos paso. Él es el Cordero degollado, mudo, inmolado, aparentemente vencido por el mal de este mundo (cf Is 52). Pero es también, por su muerte y Resurrección, el Cordero vivo y glorioso que está en pie en el trono de Dios, tal como lo describe el libro del Apocalipsis (5,6).

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23.04.12

El matrimonio de los católicos

El matrimonio no es, en ningún caso, una institución puramente humana, sino que obedece al plan creador de Dios: “El mismo Dios es el autor del matrimonio”, enseña el Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, 48.

Es decir, el matrimonio es una realidad que se encuadra en el orden de la creación. Dios ha creado al hombre y a la mujer, y los ha llamado al amor; de tal modo que “el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1604).

Por su propia naturaleza, el matrimonio, que es “la íntima comunidad de vida y amor conyugal” (Gaudium et spes, 48), está provisto de leyes y características propias: exige la unidad y la indisolubilidad; la fidelidad inviolable y la apertura a la fecundidad. Y la razón última de estas propiedades del matrimonio la encontramos en la totalidad que comporta el amor conyugal, como enseña Juan Pablo II en Familiaris consortio, 13.

El matrimonio, por su propia naturaleza, está ordenado al bien de los cónyuges, así como a la generación y educación de los hijos (Catecismo, 1660).

Jesucristo, Nuestro Señor, no ha instituido un “matrimonio nuevo”, sino que ha elevado a la dignidad de sacramento el matrimonio entre bautizados:

“La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (Catecismo, 1601; Código de Derecho canónico, canon 1055, & 1).

¿Qué significa que el matrimonio entre bautizados es sacramento? Significa que es signo eficaz de la alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Efesios 5,31-32). Es signo y comunicación de la gracia y, por consiguiente, es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza: “Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna” (Catecismo,1661).

El hecho de que Jesucristo no instituyese como sacramento una realidad nueva, sino el matrimonio tal como había salido de las manos de Dios en la creación, tiene una consecuencia de gran importancia: “Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento” (Código de Derecho canónico, canon 1055, & 2).

Es decir, entre bautizados no se puede separar la realidad “natural” del contrato y la realidad “sobrenatural” del sacramento significante de la gracia. Lo que es elevado a sacramento es, precisamente, esa misma realidad del orden natural.

Para los bautizados, la sacramentalidad no es un añadido, no es un adorno, sino que pertenece a la misma raíz del matrimonio: “La dimensión natural y la relación con Dios no son dos aspectos yuxtapuestos; al contrario, están unidos tan íntimamente como la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios” (Juan Pablo II, “Discurso a la Rota Romana”, 30 de Enero de 2003).

Tratándose de bautizados, si no hay contrato válido no hay sacramento; y si no hay sacramento, no hay contrato.

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22.04.12

20.04.12

Vosotros sois testigos

El Evangelio del tercer domingo de Pascua presenta a Jesús apareciéndose a los discípulos en el Cenáculo. El Señor, pedagógicamente, ayuda a entender a los suyos la realidad de su Resurrección. Les muestra que no es un simple espíritu: “Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo” (Lc 24,39). La relación, no sólo visual, sino mediante el tacto y el gesto de compartir la comida, manifiesta claramente que su cuerpo glorificado es un cuerpo auténtico y real.

Su cuerpo es el mismo cuerpo que ha sido martirizado y crucificado, y que sigue llevando las huellas de la pasión: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona” (cf Catecismo 645).

El Señor introduce también a los discípulos en la comprensión del sentido y del alcance salvífico de la Resurrección. Todas sus palabras y las predicciones de la Escritura tienen en la Resurrección su cumplimiento: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse” (Lc 24,44). Y les “abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”.

Las Escrituras nos permiten comprender a Cristo y Cristo es la clave para comprender las Escrituras. Como escribió Hugo de San Víctor: “Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo” (De Arca Noe, 2, 8; Catecismo 134).

Jesucristo Resucitado, tras mostrar su identidad, confió la misión a sus discípulos: “Vosotros sois testigos de esto” (Lc 24,48), vosotros sois testigos de que el Mesías crucificado ha resucitado de entre los muertos, y “en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén” (Lc 24,47).

Es decir, existe una unión entre el testimonio de la Resurrección de Cristo y el anuncio del perdón. Ser testigos del Señor es experimentar y proclamar que su muerte nos libera del pecado y que su resurrección nos abre el acceso a una nueva vida (cf Catecismo 654). Ser testigos del Resucitado es vivir y predicar el evangelio de la justificación; la buena noticia de que Dios, por la fe y el bautismo, nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia (cf Catecismo 1992).

Es éste el testimonio de Pedro, que recoge el libro de los Hechos de los Apóstoles (3,13-15.17-19): “matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos”, “arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados”.

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