InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Febrero 2012

16.02.12

La sinceridad de Dios

Homilía para el VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.

San Pablo, en la Segunda Carta a los Corintios, escrita en el otoño del año 57, se presenta como un hombre veraz y sincero, libre de fingimiento: “La palabra que os dirigimos no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”. En esta falta de doblez el Apóstol sigue el ejemplo de Jesucristo, que “no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”, ya que “en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’”. En definitiva, la sinceridad de San Pablo se fundamenta en la sinceridad de Dios mismo, en la fiabilidad de su Palabra, en la lealtad con la que, enviando a Jesucristo, ha cumplido todas sus promesas.

Lo contrario de la sinceridad es la doblez de corazón; la astucia o la malicia en la manera de obrar o de hablar dando a entender lo contrario de lo que se siente. Un corazón doble dice unas veces ‘sí’ y otras ‘no’, según la conveniencia de cada momento. Uno de los más antiguos textos cristianos, la Didaché o Enseñanzas de los Doce Apóstoles, contrapone dos caminos, el de la vida y el de la muerte. El camino de la muerte se caracteriza, entre otras cosas, por los falsos testimonios, la hipocresía, la doblez de corazón, el engaño y la malicia (cf Didaché, V,1).

Al igual que San Pablo, también el Compendio del Catecismo basa la obligación que un cristiano tiene de vivir en la verdad en la manifestación íntegra de la verdad de Dios que ha tenido lugar en Jesucristo: “Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía” (n. 521).

Una de las promesas divinas que se han cumplido en Jesucristo es la promesa de perdonar los pecados. Precisamente para demostrar que tiene poder para perdonar los pecados Jesús realiza el milagro de curar al paralítico (cf Mc 2, 1-12). Él es el Hijo del Hombre que realiza y cumple sobre la tierra, a través del perdón, la voluntad salvadora de Dios.

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15.02.12

Había estado (XII). Escrito por Norberto

Loukás Hypokraticus Antioquiensis ietèr kakôn (médico de las enfermedades), kheirourgein (cirujano) así rezaba en la tablilla que colgaba en la puerta de la casa del titular, sita en el arrabal sur, en una loma cabe el río Phyrminus, cerca del gran aljibe, a mitad de camino de la cresta de un cerro del monte Silpius; accesible por una vereda que podía transitarse a pié, casi equidistante del barrio judío – de donde procedían buena parte de sus clientes – y de la necrópolis, detalle importante para un médico de la época, ya que la pronta evacuación de cadáveres, por motivo preventivo, era una medida harto repetida, muy a su pesar.

Siendo un niño, apenas 4 años, observaba la práctica de la medicina popular, así como los antioquenos guardaban en el apoteke (botica) de sus casas para remediar las afecciones más comunes; preguntaba, se interesaba y probaba, también se interrogaba sobre la causa y origen de las dolencias y enfermedades. Siendo un zagal -7 años- probó, improvisadamente, un ungüento sobre una oveja herida y preñada recuperándola para que pudiera alumbrar el cordero que llevaba en sus entrañas, sugiriendo al pastor que impidiera a las ovejas comer de ciertos arbustos.

A su edad, 32 años, había recorrido el Mediterráneo, pagándose sus estudios con el trabajo de sanador, en busca de formación médica, así estuvo en Kos en la Escuela de Hypócrates, de la que poco quedaba, al menos conoció la obra de Aulus Cornelius Celsus, que le persuadió de ir a Roma, conocer al autor y formarse en dieta, farmacia, cirugía y temas relacionados, con los seguidores de Asclepíades se formo en cirugía y odontología.

Había conseguido cierta fama entre sus colegas, sin embargo cuando solicitó su adscripción al cupo médico, pese a contar con el apoyo del Questor Salutis – había operado de amígdalitis a su hijo mayor cuando se consumía por la fiebre y peligraba su vida - obtuvo la negativa por respuesta: era extranjero, era muy bueno como médico, méritos/deméritos para una casta como la médica romana.

Si por algo estaba complacido de su estancia en el Askepleion de Kos – frente a la decepción por la decadente Escuela – era por el juramento hipocrático que tenía esculpido en mármol en una placa embutida en el muro, sita en el lado opuesto de la tablilla, así todo solicitante de sus servicio sabía qué podía esperar de él: si alguno sugería cierta extralimitación, la negativa y el fin de la conversación eran inmediatos.

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11.02.12

Quiero: queda limpio

Homilía para el VI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

La impureza es lo contrario a la santidad. Acercarse a lo sagrado, participar en el culto o, simplemente, formar parte de la comunidad santa que es el pueblo de Dios exige la pureza. La triste condición de un leproso, como aquel que se acerca a Jesús (cf Mc 1,40-45), no radica tanto en su enfermedad, considerada en sí misma, cuanto en la condición de impuro que ese mal, la lepra, acarreaba consigo.

El contacto con lo impuro, con lo sucio, con lo corrompido, contamina e inhabilita para aproximarse a Dios. El leproso era, por ello, algo más que un enfermo; era un maldito; alguien herido por Dios y separado de todos los hombres. Y aquel hombre, consciente de su segregación, no pide a Jesús ser curado, sino que le pide ser purificado: “Si quieres, puedes limpiarme”.

La actitud de Jesús con relación al leproso revela un cambio de perspectiva. No es el hombre impuro el que puede contaminar a Dios, sino que es Dios el que hace puro al hombre. La pureza que irradia Jesús es la fuerza de la santidad divina; una potencia capaz de limpiar cualquier mancha que ensucie al hombre. Jesús es el Salvador universal y espiritual de todos, que extiende su mano y toca al leproso diciendo: “Quiero: queda limpio”.

El gesto físico de tocar al impuro manifiesta que el Señor no emplea sólo el poder de su palabra – que hubiera bastado – sino que también pone en juego su humanidad porque Él quiere salvarnos “no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su encarnación” (STh III 3 ad 2).

La impureza esencial, de la cual la lepra es como una imagen externa, no puede obtenerse por medios humanos. La verdadera impureza del hombre, lo que en realidad ensucia el mundo, es el pecado y sólo Dios puede purificarlo. Por eso los profetas anunciaban una purificación radical - de los labios, del corazón, de todo el ser – que provendría de Dios: “Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas” (Ez 36, 25).

Esta promesa divina se ha cumplido. El agua pura derramada sobre nuestra miseria es la Sangre de Cristo; es la entrega del único Hombre que puede ver a Dios sin morir, porque Él es Dios hecho hombre, y que infunde en nuestros corazones la santidad que brota de su Corazón purísimo.

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8.02.12

Una colaboración de un lector: Había estado XI

“Había estado” (XI). Escrito por Norberto

Miryām observaba desde el balcón sito en la puerta de la casa, que daba al rellano en el que Shimon hablaba, su cuerpo estaba inclinado, en actitud reverencial, había detectado la presencia del Ruaj Ha Kodesh (Espíritu Santo), recordaba aquel instante cuando dijo “hágase”; simultáneamente escuchaba las voces procedentes de quienes hablaban unos metros más abajo.

Todo volvía a ser luz, fuego, Šekina (Presencia), una vez más se cumplía una promesa y un anuncio que su hijo Ioshua había confiado; ellos, bajo su amoroso cuidado y su continua exhortación, lo habían invocado y allí estaba, podía ver las lenguas de fuego que se posaban sobre los seguidores de Ioshua y sobre ella misma.

Ana, acompañada de su guardián - y primo - Eliecer, su hijo Eulogio y su primo jerosolimitano y hospedero Mohsé llegaron al lugar de los hechos a tiempo de escuchar las palabras de Shimón “… bautizaos y recibiréis el Ruaj Ha Kodesh…”; sin premeditación, como si una mano oculta les empujara se encontraron en la fila de quienes esperaban recibir el agua del bautismo, sin embargo Ana, sintió el temor de que se transgredieran los mandatos de YHWH.

Mohsé giró la cabeza y vio el gesto de ambigüedad de Ana, la expectación en la expresión de la tez del joven Eulogio y el gesto vigilante de Eliecer a punto de preguntar a sus congéneres “¿qué hacemos aquí?”.

Shimon Bar Ionah apenas podía atender el rito del Bautismo, pese a contar con la asistencia de sus compañeros, los asistentes, conmovidos por su discurso, preferían recibirlo de sus manos; cuando llegaron a su altura los viajeros con Mohsé, que conocía a Shimon les encontró dubitativos, apesadumbrados, a diferencia de los anteriores candidatos no solicitaban el bautismo, solo Mohsé parecía decidido y así lo hizo. Con los ojos llenos de lágrimas de felicidad se dirigió a sus parientes y les dijo “Venid”.

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4.02.12

Una tarea difícil, pero muy bella

En la homilía de hoy no he podido apenas glosar el texto de San Pablo a los Corintios (1 Cor 9,16-19.22-23). Ya se sabe, así lo decía el beato Newman, que toda homilía ha de ser incompleta – no doy fe de la literalidad de las palabras, pero sí de la integridad del sentido de esta afirmación -. No se puede, ni se debe, decirlo todo de una vez. Mejor es decir algo, un poco, en cada ocasión.

San Pablo dice que no tiene más remedio que predicar. No lo hace por soberbia, sino por ser consciente de que es la misión que se le ha encomendado. Una tarea que comporta su propia paga. No se refiere el apóstol al salario en dinero – ya que él, renunciando a un derecho, ha optado por no vivir del ministerio - , sino a una compensación mucho mayor y más honda: el bien del Evangelio, del cual el predicador es el primer beneficiario.

Cada vez veo con mayor claridad la exactitud de esta valoración de San Pablo. El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, la Buena Noticia que es Él en persona, es un bien, algo valioso y estimable por sí mismo. El mayor de los bienes, ya que nada puede compararse a la Palabra de Dios. El Sumo Bien, del que proceden todos los bienes, es Dios mismo y Él se comunica mediante su Palabra, a través de su Hijo, el Verbo encarnado.

Desde una consideración meramente humana, demasiado humana, la predicación puede parecer inútil. Predicar es proferir palabras, solo palabras, como quien esparce por aquí y por allá pequeñas semillas. Benedicto XVI, que es un gran predicador, ha dicho al respecto: “En apariencia, la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola [se refiere a la parábola del sembrador], dice: ‘Estamos en el tiempo de la siembra: la palabra de Dios parece solo una palabra, casi nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto” (25-7-2005).

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