La lujuria y sus hijas
Santo Tomás de Aquino relaciona la lujuria con el desorden de los actos o de los deseos. Citando a San Agustín hace una observación muy acertada: “la lujuria no es vicio de cuerpos bellos y agradables, sino de un alma que ama perversamente los placeres corpóreos, despreciando la templanza”.
No se dice que los placeres corpóreos sean en sí mismo malos; la maldad radica en amarlos “perversamente”. Lo que está en juego no es, en primer lugar, el cuerpo, sino el alma. Lo que está en juego, en definitiva, es la calidad del amor.
El deseo puede ser desordenado. Y lo es si no atiende ni a límites ni a fines. Esta carencia de límites y de fines convierte el deseo en irracional; por consiguiente, en inhumano. El mero deseo no lo justifica todo. Desear ser rico no hace bueno el robo. Desear a otra persona no disculpa cualquier conducta en relación con esa otra persona. Pero no solo los deseos pueden ser desordenados. También los actos pueden serlo cuando no son proporcionados a su fin.
La lujuria, explica Santo Tomás, es un vicio capital que tiene ocho hijas. La primera es la ceguera mental. Esta ceguera impide juzgar rectamente sobre el fin: “la hermosura te fascinó y la pasión pervirtió tu corazón”, leemos en el libro de Daniel.
La segunda es la inconsideración. La lujuria impide el consejo sobre lo que debe hacerse. El amor libidinoso “no admite deliberación ni consejo, ni lo tiene en sí mismo”. La tercera es la precipitación; es decir, la tendencia a consentir antes de tiempo, sin esperar el juicio de la razón: “los ancianos perdieron el juicio para no acordarse de sus justos juicios”, leemos también en Daniel.