InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Diciembre 2011

14.12.11

La lujuria y sus hijas

Santo Tomás de Aquino relaciona la lujuria con el desorden de los actos o de los deseos. Citando a San Agustín hace una observación muy acertada: “la lujuria no es vicio de cuerpos bellos y agradables, sino de un alma que ama perversamente los placeres corpóreos, despreciando la templanza”.

No se dice que los placeres corpóreos sean en sí mismo malos; la maldad radica en amarlos “perversamente”. Lo que está en juego no es, en primer lugar, el cuerpo, sino el alma. Lo que está en juego, en definitiva, es la calidad del amor.

El deseo puede ser desordenado. Y lo es si no atiende ni a límites ni a fines. Esta carencia de límites y de fines convierte el deseo en irracional; por consiguiente, en inhumano. El mero deseo no lo justifica todo. Desear ser rico no hace bueno el robo. Desear a otra persona no disculpa cualquier conducta en relación con esa otra persona. Pero no solo los deseos pueden ser desordenados. También los actos pueden serlo cuando no son proporcionados a su fin.

La lujuria, explica Santo Tomás, es un vicio capital que tiene ocho hijas. La primera es la ceguera mental. Esta ceguera impide juzgar rectamente sobre el fin: “la hermosura te fascinó y la pasión pervirtió tu corazón”, leemos en el libro de Daniel.

La segunda es la inconsideración. La lujuria impide el consejo sobre lo que debe hacerse. El amor libidinoso “no admite deliberación ni consejo, ni lo tiene en sí mismo”. La tercera es la precipitación; es decir, la tendencia a consentir antes de tiempo, sin esperar el juicio de la razón: “los ancianos perdieron el juicio para no acordarse de sus justos juicios”, leemos también en Daniel.

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13.12.11

El acta de los mártires

Se han publicado los datos definitivos correspondientes al año 2010 sobre Interrupción Voluntaria del Embarazo. Con aparente rigor estadístico y con multitud de cuadros se levanta acta del martirio de 113.031 seres humanos que han sido eliminados antes de nacer.

El Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad dice en la presentación de este documento que la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo “garantiza la protección y eficacia de los derechos fundamentales de la mujer que solicita la intervención, en particular, su derecho al libre desarrollo de la personalidad, a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, a la libertad ideológica y a la no discriminación”.

El aborto procurado, la muerte voluntaria y violenta del propio hijo no nacido, se considera un “derecho fundamental” de la mujer que se integra en una constelación de derechos; entre ellos, el derecho a la vida. Una ley que ampara la muerte se presenta, paradójicamente, como garantía del derecho a la vida.

La justicia, a un nivel muy elemental, consiste en dar a cada uno lo suyo; lo que le corresponde o pertenece. Pues se ve que de justicia nada de nada. No existe ni el mínimo atisbo de simetría. Unos tienen derecho a todo. Otros, los concebidos aún no nacidos, no tienen derecho a nada. Pasaron, por arte de la jurisprudencia, de ser personas a ser “bienes” y, en una pendiente depravada, de ser “bienes” a no ser y a no merecer ninguna atención.

Pero “la información estadístico-epidemiológica sobre el perfil de las mujeres que interrumpen su embarazo en nuestro país” tiene, quieran o no, como contrapartida el dejar constancia, al menos numérica, de las víctimas; es decir, de aquellos a los que no se les ha permitido nacer.

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10.12.11

El testimonio de Juan

Homilía para el Tercer Domingo de Adviento (Ciclo B)

Juan el Bautista “venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él” (Jn 1,7). Juan niega su propia importancia: “No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,8). Debemos aprender de su espíritu de abnegación, renunciando al propio protagonismo para dejar espacio al Señor que quiere venir a nuestras vidas.

Él no es el Mesías, ni tampoco el profeta Elías, ni el profeta semejante a Moisés anunciado en el Deuteronomio. Se define a sí mismo como “la voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’ ” (Jn 1,23). San Gregorio Magno comenta que “por nuestro mismo lenguaje sabemos que primero suena la voz para que después se pueda oír la palabra; mas San Juan asegura que él es la voz que precede a la palabra y que por su mediación el Verbo del Padre es oído por los hombres”.

Allanamos el camino del Señor, de Jesucristo, si oímos con humildad la palabra de la verdad y si preparamos la vida al cumplimiento de su Ley. Juan es el precursor de alguien mayor que él; de Jesús. Él bautiza solamente con agua, pero Jesús bautizará comunicando el Espíritu Santo.

El Señor viene “para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor” (Is 61,1-2). Viene para restituir a todos los hombres la dignidad y la libertad de los hijos de Dios.

¿Cómo prepararnos para su llegada? San Pablo señala tres actitudes: la alegría constante, la oración perseverante y la acción de gracias continua (cf 1 Tes 5,16-24).

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8.12.11

Leyendo un blog vecino

Me refiero a “La Buhardilla de Jerónimo”, un blog que me gusta mucho, sin menoscabo de los demás colegas de portal. Pues he estado leyendo, con cierta atención, la entrevista al Arzobispo mayor de la Iglesia siro-malabar. Conozco a algunos sacerdotes de ese rito y he asistido, en más de una ocasión, a celebraciones de la Santa Misa en conformidad con esa tradición litúrgica.

Si lo pensamos un poco, un rito es mucho más que una distinción litúrgica. Implica un sistema de jurisprudencia, unas instituciones y una espiritualidad: “Nosotros tenemos una jurisdicción territorial solo en estas dieciocho diócesis. Y nos gustaría tener una jurisdicción territorial que cubra todo el territorio de la India: ésta es una de nuestras solicitudes al Santo Padre, y para nosotros es un pedido importante. Creemos que es nuestro derecho”, dice el mencionado Arzobispo.

En Oriente han surgido diferentes ritos: alejandrino, antioqueno, armenio, caldeo y bizantino. La historia ha ido haciendo lo demás y, en la actualidad, existen veintidós iglesias orientales en comunión con Roma. Algunas de ellas, no todas, llamadas “uniatas”, en la medida en que primero se separaron y luego se reconciliaron con Roma.

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¿Unas Bodas de Oro o un funeral?

No creo que la Iglesia Católica tenga que celebrar, con un espíritu de penumbra, como de contrición después de un pecado, el cincuenta aniversario del Concilio Vaticano II. El último Concilio no ha sido un pecado, ni mortal ni venial. Simplemente ha tratado de responder a la misión de la Iglesia de anunciar la Palabra viva del Evangelio a un mundo que, querámoslo o no, había cambiado, al menos en relación con el Concilio Vaticano I y, por supuesto, con el de Trento.

¿Que el Vaticano II es el “no va más”? Parece imposible afirmar esto. Nada simplemente histórico es el “no va más”. Pero esa imposibilidad afectaría, en línea de principio, a todos los concilios de la historia. Y no por sus limitaciones vamos a despreciar al de Nicea, al de Calcedonia o a los de Constantinopla.

La Tradición de la Iglesia es una realidad viva, aun siendo “traditio” de una “revelatio” que jamás, en fórmulas humanas, encontrará su expresión plena. Pero que algo sea parcial, no pleno, no equivale sin más a que sea falso.

No sé por qué algunos, en defensa de la Tradición, se empeñan en rebajar, en cuestionar, el último Concilio. ¿Por qué es cuestionable el último y no los anteriores? ¿Por qué especie de siniestro privilegio el último, y no los anteriores, ha dejado de ser toma de conciencia de lo que la Tradición viva ha llegado a formular en un contexto y en una época?

Nunca, en ningún caso, la palabra de la Iglesia ha estado por encima de la Palabra de Dios, sino siempre a su servicio. Pero hay una ley en la economía de la revelación que habla del Absoluto en la historia, del Todo en el fragmento; en suma, de la Encarnación. Sí, Dios se ha manifestado en un rostro concreto, en un tiempo concreto, en un espacio concreto: En el rostro de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Salvador.

De este modo, realidades de este mundo – la humanidad de Cristo lo es, no su Persona divina – pasan a ser signos, sacramentos, de la realidad divina. Sin que la sacramentalidad anule la distancia; sin que haya, jamás, ni mezcla ni confusión.

No creo que sea de recibo decir que el magisterio de la Iglesia se haya postulado como instancia “absoluta”. Absoluto es Dios, que otorga, en su libertad, el don de la verdad a su pueblo y que garantiza que, siempre, haya instrumentos adecuados para discernir e interpretar esa verdad.

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