InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2011

17.11.11

La Iglesia como madre de los creyentes

La eclesialidad de la fe (IV)

La Iglesia es la Madre de los creyentes, “que responde a Dios con su fe y que nos enseña a decir: ‘creo’, ‘creemos’ ” . La salvación viene de Dios, pero recibimos la vida de fe a través de la Iglesia. La misma expresión “creer en la Iglesia” debe interpretarse como “creer eclesialmente”. La Iglesia es el modo, el contexto y el lugar desde donde se cree, gracias al impulso del Espíritu Santo, en Dios uno y trino.

La Iglesia no es primeramente objeto, término o contenido de la fe, sino una dimensión intrínseca del creer . Es verdad que la Iglesia puede ser definida, por aparecer como un artículo del credo, como un objeto material de la fe y, de manera instrumental, forma parte también del objeto formal de la fe, ya que, a través de ella, se manifiesta la autoridad de Dios revelante . Pero la Iglesia no forma parte de la fe como un objeto cualquiera, sino como principio y órgano de discernimiento de lo que debe ser creído.

La expresión patrística Ecclesia Mater hace referencia a este carácter de la Iglesia como medio y contexto comunitario de la fe. Según Tertuliano, es la Iglesia Madre la que garantiza la fe, ya que sólo en ella resulta posible el bautismo. En paralelismo con Eva, la Iglesia es la verdadera madre de todos los vivientes. Y San Cipriano, con una expresión que recordará San Agustín, afirma que “nadie puede tener a Dios como padre si no tiene a la Iglesia como madre” . Para el Obispo de Hipona, la Iglesia es una Madre que engendra hijos y que, a semejanza de María, permanece íntegra y fecunda.

La Iglesia es la Madre que convoca y congrega a sus hijos. Ella es portadora de salvación y generadora del hombre nuevo mediante la palabra de Dios, que suscita la fe, y la celebración de los sacramentos. Esta función materna resulta tan imprescindible que, ya desde los inicios de la creación, la Iglesia estaba prefigurada (cf LG 2).

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16.11.11

La eclesialidad de la fe (III)

2. Creo/creemos. La comunionalidad de la fe

La eclesialidad del acto de creer se explica no solamente por la presencia en la historia de la revelación, presencia que la Tradición hace posible, sino también, y de modo complementario, por la estructura comunional de la fe: “Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo” . En realidad, la misma Tradición tiene esta estructura, pues, como hemos visto, el sujeto de la transmisión no es un individuo aislado, sino la comunidad creyente.

La revelación está dirigida al hombre, que es su destinatario. Al hombre concreto, una de cuyas relaciones constitutivas es la sociabilidad, la comunionalidad, la apertura a los demás. Un hecho tan básico como el nacimiento nos remite a otros: “Nacemos de otros, o incluso no nacemos, sino que ‘somos nacidos’, tal como se expresa en latín y en las lenguas anglosajonas (inglés y alemán)” . El individuo humano, que nace indefenso, no podría sobrevivir sin la ayuda de los otros; en especial, sin la ayuda de la madre.

También el aprendizaje, necesario para desenvolverse en la vida, es una realidad que se recibe de otros, ya que la formación del individuo se lleva a cabo a través de la relación interpersonal y social. El proceso de individualización es, de este modo, inseparablemente, un proceso de socialización, de integración en una comunidad humana, con su cultura, sus valores y sus pautas de conducta. En todo este proceso cumple un papel de primera importancia el lenguaje, como veremos más adelante.

Desde la perspectiva teológica, “el fondo del ser es comunión” . Desde el punto de vista de su objeto, la fe es communio porque se apoya en la Trinidad de Dios, en la comunión del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, pues, como confiesa la Fides Damasi, “Dios es único, pero no solitario” . Desde el punto de vista del sujeto, el yo de las fórmulas del credo es “el yo de la Iglesia creyente, al que pertenecen todos los ‘yo’ particulares en cuanto creyentes” . La unidad del objeto de la fe – la Trinidad – es la causa que determina la unidad del sujeto creyente – la Iglesia - .

La fe es un don de Dios, pero un don que es entregado a la Iglesia, y a cada creyente en tanto que es recibido en la comunión de la Iglesia:

“Nadie puede establecer por sí mismo que es creyente. La fe es un proceso de muerte y de nacimiento, un pasivo activo y un activo pasivo, que necesita a los otros: que necesita el culto de la Iglesia, en el que se celebra la liturgia de la cruz y resurrección de Jesucristo. El bautismo es sacramento de la fe y también la Iglesia es sacramento de fe” (J. Ratzinger).

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14.11.11

La eclesialidad de la fe (II)

1. Recibir y transmitir

La revelación divina llega a cada generación de creyentes a través de un proceso de transmisión viva (cf DV 7). Por la Tradición, la Iglesia conserva y transmite a todas las edades “lo que es y lo que cree” (DV 8). “Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo”, explica el Catecismo .

La analogía con el don de la vida, un bien que, ante todo, se recibe, puede ayudarnos a comprender la precedencia de la fe eclesial sobre la fe personal. De algún modo, la lógica del recibir configura la existencia humana y, por consiguiente, la existencia cristiana, en la que la confianza, la aceptación de lo que nos es regalado, la esperanza en los dones del Otro, tienen la primacía con respecto a la lógica opuesta de la sospecha y de la competición, del aferrar y del actuar exclusivamente por cuenta propia .

Una reflexión análoga resulta pertinente en el ámbito epistemológico. La pretensión idealista de controlar toda la realidad a través del concepto ha sido, en buena medida, contestada. Gadamer afirma que “cuando comprendemos, estamos implicados en un proceso de verdad y llegamos demasiado tarde siempre que pretendemos saber lo que deberíamos creer” . Antes de realizar cualquier juicio científico o antes de llevar a cabo cualquier tarea transformadora de la realidad, el ser humano recibe de su entorno, de su cultura, de su tradición, la estructura básica que permitirá todo el resto .

En este sentido, San Pablo, a propósito de la resurrección de Jesucristo, antepone la fidelidad a lo recibido, pues lo que transmite es el don inicial que viene del Señor: “Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí” (1 Co 15,3) .

La Tradición, afirma Benedicto XVI, “es el río de la vida nueva, que viene desde los orígenes, desde Cristo, hasta nosotros, y nos inserta en la historia de Dios con la humanidad” . La distancia de los siglos se supera y el Resucitado se presenta, en el hoy de la Iglesia y del mundo, vivo y operante: “En el río vivo de la Tradición Cristo no está distante dos mil años, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad” .

Aunque la fe es un encuentro entre Dios y el hombre, este encuentro no se realiza al margen de la historia, sino en y por medio de la historia. La fe experimenta al Absoluto como Aquel que actúa en la historia, como el Dios que es dueño de la historia. En el cuerpo místico, constituido por la comunidad de los creyentes, Cristo, atestiguado y comunicado por la Iglesia, “es contemporáneo de cada uno de sus miembros” . La fe incluye, pues, una continuidad temporal, constituida por la tradición viva.

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12.11.11

La eclesialidad de la fe (I)

Algunos lectores de este blog me han hecho saber su interés por conocer el texto de mi contribución al volumen Amore e veritá. Ofreceré en este y en sucesivos posts una versión un poco más divulgativa de ese trabajo, sin notas a pie de página.

Introducción

A propósito del valor eclesial del acto de fe, el Catecismo de la Iglesia Católica emplea una expresión que nos servirá de hilo conductor en este artículo: “Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes” . La cadena está formada por una serie de muchos eslabones enlazados entre sí, de modo que unos se sustentan en otros y, a su vez, ayudan a sustentar a otros.

La imagen nos parece adecuada para reflexionar sobre la eclesialidad de la fe. Siendo un acto humano y profundamente personal, suscitado y hecho posible por la acción de la gracia, el creer es simultáneamente, y de modo intrínseco, un acto eclesial. De manera análoga, no hay cadena sin eslabones, pero tampoco eslabones sin cadena. Esta dimensión eclesial es coherente con la economía de la revelación, que incluye la acogida de la revelación en la fe de la Iglesia, y con la propia estructura antropológica del ser humano, que no puede ser explicado al margen de la relación con los otros.

La exposición se articula en cinco apartados. En un primer momento, explicaremos, siguiendo el binomio “recibir-transmitir”, la precedencia del momento receptivo. La cadena de los creyentes no es una máquina inerte, sino un organismo vivo, que se apoya en una permanente actualización de la memoria. Al igual que el hombre, desprovisto de la historia, no puede llegar a ser plenamente lo que está llamado a ser, así también el acto de fe está posibilitado por la transmisión de la revelación divina en virtud de la mediación histórica de la Iglesia.

En un segundo momento, atenderemos al carácter comunional de la fe, que se expresa en la simultaneidad del “creo” y del “creemos”. La pertenencia a la cadena no hace desaparecer el eslabón; siendo eslabón es cadena. El creyente, en conformidad con su condición de ser social, acepta la revelación de un Dios que, en sí mismo, en su realidad trinitaria, es comunión. El Objeto de la fe exige un sujeto proporcionado, que sea capaz de integrar las diferencias en la unidad. Y ese sujeto, como veremos, es la Iglesia.

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8.11.11

Los talentos

Homilía para el Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

La parábola de los talentos (cf Mt 25,14-30) nos invita a aprovechar el tiempo que nos queda antes de la segunda venida del Señor y, en todo caso, antes de nuestro definitivo encuentro con Él en la muerte. Si pensamos que la llegada del Señor está muy lejos podemos sucumbir a la tentación de la indolencia, de la pereza. Pero, a su vuelta, el Señor va a pedirnos cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho con ella. Los dos siervos que han obrado con responsabilidad son llamados a participar del gozo con su señor. En cambio, el siervo inútil debe permanecer afuera.

Una importante tarea que se nos ha confiado es el trabajo: “La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra”, recordaba el beato Juan Pablo II en la encíclica Laborem exercens (n. 4). El trabajo tiene su origen en el orden creador de Dios y, aunque por el pecado original se convirtió en fatiga y dolor, ha sido asumido por Cristo para redimirlo. Citando a San Josemaría Escrivá, Benedicto XVI enseña que “al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no solo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora” (31.3.2007).

Toda actividad humana ha de ser, pues, ocasión para desarrollar los talentos personales poniéndolos al servicio del bien común en espíritu de justicia y de solidaridad. Servimos a Dios en medio de la actividad cotidiana y no al margen de ella. No puede existir para un cristiano una disociación entre el trabajo, la vida de familia, las relaciones sociales y el cultivo de la vida espiritual. Todo está unido, porque somos, en la globalidad de nuestro ser personal, destinatarios de la llamada divina a ser santos, a hacer fructificar en nuestra existencia los dones de la gracia.

Naturalmente, la parábola de los talentos no avala una burda “teología de la prosperidad” que identifique sin más éxito mundano con bendición divina. La riqueza es, en sí misma, un bien; pero un bien secundario. La riqueza se convertiría en un obstáculo si se antepusiese a Dios y al servicio del prójimo, erigiéndose en una especie de ídolo capaz de impulsar todas las energías de nuestro egoísmo. La codicia no solo nos hará perder el alma sino que, a largo plazo, como podemos constatar tantas veces, supone una auténtica amenaza para el verdadero desarrollo económico (cf Benedicto XVI, Caritas in veritate, 32).

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