InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Noviembre 2011

23.11.11

Un tema muy difícil: la homilía

Predicar, predicar bien, es un arte, recuerda el papa en “Verbum Domini”, 60. Y un arte es una virtud, una disposición y una habilidad para hacer algo. Es evidente que no todo el mundo posee de modo espontáneo, por decirlo así, ese arte, aunque algunos, los ministros de la Iglesia, tienen la obligación de ejercitarse en él.

Un oficio, un ministerio, lleva consigo el deber de ser un artista. Hay, en este punto, una cierta desproporción. Máxime si se tiene en cuenta que uno no predica una homilía hasta que pueda predicarla; es decir, hasta que sea, al menos, ordenado diácono. Pero de “desproporciones” sabe mucho el ministerio ordenado. Todo es en realidad “desproporcionado”: un hombre consagrando el pan y el vino, hablando las palabras de Dios y otorgando el perdón que solo Él puede conceder.

Para eso está el sacramento del Orden, para salvar la desproporción, para capacitar a alguien para hacer y dar lo que, por sí mismo, jamás podría ni hacer ni dar. Y esto vale, sustancialmente, para la tarea de la predicación.

De todos modos, un axioma escolástico dice que la gracia supone la naturaleza. Hay siempre una armonía entre el orden de la creación y el orden de la salvación, si se nos permite expresarnos de esta forma. Creo que lo que le corresponde a Dios está asegurado. Él puede hacer que la homilía más aburrida del mundo toque el corazón de una persona o que, por el contrario, el sermón más elaborado resulte infructuoso.

Pero vayamos a la parte humana. A lo que, sin olvidar a Dios, depende más directamente de nosotros, los que somos sus ministros. El papa no se cansa de recordar la necesidad de “mejorar la calidad de la homilía”, que es parte de la acción litúrgica y que tiene como meta “favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles” (“Verbum Domini”, 59).

Y traza unas pautas: La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico; ha de apuntar a la comprensión del misterio que se celebra; ha de invitar a la misión, disponiendo a la asamblea a profesar la fe, a orar, y a celebrar la Eucaristía.

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Mis mejores deseos para "Vita Brevis"

Mis mejores deseos para la editorial “Vita Brevis”, que hoy ha tenido su presentación en sociedad. Quedamos a la espera de la crónica y de las fotografías.

“Hay que estar”, decía un obispo al que conozco. En efecto, no basta solo con “ser” ni con “hacer”; hay que “estar”; es decir, hacerse presente en los diferentes ámbitos de la vida eclesial y social con una cierta permanencia.

Una editorial supone una enorme responsabilidad. Por modesto que sea el empeño, hay que llevarlo a cabo con perfección, en el fondo y en la forma. Pero el afán de calidad no está reñido con el realismo. La búsqueda de la perfección en ocasiones está reñida con el perfeccionismo, si esta última actitud nos lleva a no hacer nada.

Estoy convencido de que hay mucha vida en la Iglesia, mucha actividad, mucha ilusión. Con medios muy modestos se llevan a cabo cosas importantes. Y no debemos ser cicateros a la hora de elogiar ese compromiso que se hace concreto, que se traduce, aquí y ahora, en iniciativas palpables.

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21.11.11

La eclesialidad de la fe (final)

La eclesialidad de la fe (final)

El carácter misionero de la fe: La fe se fortalece dándola

Cada fiel, engendrado por la Iglesia mediante la predicación y el Bautismo, y hecho miembro de la comunión de la fe, se convierte en testigo, en un eslabón en la gran cadena de los creyentes, destinado a transmitir a otros lo que, a su vez, ha recibido. Se inserta así en la catolicidad misionera de la Iglesia (cf AG 1).

La finalidad de la misión es hacer posible que “todas las gentes” (cf Mt 28,19-20) participen en el misterio de la comunión trinitaria, del cual la Iglesia es signo e instrumento. El esfuerzo misionero robustece la fe y renueva la Iglesia. Como enseña el Papa Juan Pablo II: “¡La fe se fortalece dándola!”.

La urgencia misionera surge desde dentro de la persona que ha sido alcanzada por la buena nueva de la salvación en Cristo:

“Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que « su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad»”.

La misión nace de la fe en Cristo y es un compromiso de toda la Iglesia, que atañe a todos los bautizados. La Iglesia ha de ofrecer la salvación de Cristo a todos los hombres. El testimonio se perfila, de este modo, como consecuencia intrínseca de la fe.

La categoría englobante de “testimonio”, como condición de posibilidad concreta de la fe, ayuda a comprender el lugar de la Iglesia en el acto de creer. El testimonio es la manifestación significativa de la misión de la Iglesia en su realidad histórica. De él surge el signo eclesial de credibilidad, que es la mediación próxima para conocer la revelación.

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20.11.11

Jesucristo, Rey del Universo

Jesucristo, Rey del Universo, lleva a su consumación el plan salvador de Dios. Él es el supremo Pastor, Rey y Juez de todos los hombres, tal como había profetizado Ezequiel (cf Ez 34,11-17).

Jesucristo nos acompaña todos los días de nuestra vida; nos guía por el sendero justo y nos conduce a la casa del Padre (cf Sal 22).

Él es el Rey del mundo y el Señor de la historia. Quiere reinar en el mundo reinando en nuestros corazones. “Nosotros, y solo nosotros, podemos impedirle reinar en nosotros mismos y, por tanto, podemos poner obstáculos a su realeza en el mundo: en la familia, en la sociedad y en la historia", comenta Benedicto XVI.

Nuestra salvación personal, pero también la salvación del mundo, depende de nuestra correspondencia a la gracia, que se traduce de modo concreto en la decisión de practicar la justicia y no la iniquidad, de abrazar el perdón y no la venganza, el amor y no el odio.

Aunque no es de este mundo, el reino de Cristo tiene implicaciones en este mundo. Su mensaje no puede reducirse a una cuestión puramente privada, sino que tiene una dimensión social. Toda la organización de la vida social y política debe estar sometida al reino de Cristo, reconociendo la soberanía de Dios y la dignidad de los seres humanos.

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19.11.11

El lenguaje de la fe

La eclesialidad de la fe….

4. El lenguaje de la fe

La analogía con la realidad de la vida, que es un don que se recibe, puede ser extendida a otras dimensiones de la existencia humana como, por ejemplo, el lenguaje. El lenguaje nos precede y solamente es apropiado por cada uno en la medida en que, previamente, es recibido.

Se ha dicho que “todo lo específicamente humano depende del lenguaje” . El lenguaje no es sólo una característica humana, sino propiamente lo que constituye al hombre como humano. Gracias al lenguaje nos abrimos al mundo, a su realidad y a su sentido. Abriéndonos al mundo, el lenguaje nos inserta en una cultura, en una constelación de creencias, de significados y de valores. Igualmente, el lenguaje nos abre a los otros, a la intersubjetividad, a la sociedad. La apertura que propicia el lenguaje es infinita, hasta el punto de hacer posible la escucha de Dios y la palabra dirigida a Él. El lenguaje humano es apto “para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana” .

Al creyente, que recibe en el bautismo la vida de fe, se le da la posibilidad de expresar esta fe mediante el lenguaje. La Iglesia guarda “la memoria de las palabras de Cristo” y transmite la confesión de fe recibida de los apóstoles: “Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de fe” .

Sin esta enseñanza, sin esta iniciación en el lenguaje de la fe, el acto de fe personal resultaría inviable, ya que la respuesta obediencial a la revelación divina en la que consiste creer, presupone la escucha de una palabra viva que resuena hoy, como dirigida a cada hombre, gracias a la proclamación de la Iglesia.

Creer comporta un acto de asentimiento que expresa la aceptación absoluta e incondicional de una proposición . Sin una proposición, que es una formulación lingüística, no puede darse el asentimiento, aunque la creencia se finaliza en la realidad misma del Objeto al que los enunciados remiten. Y sin la función mediadora de la Iglesia, como sujeto que recibe el mensaje, que lo custodia, transmite e interpreta, no existirían las proposiciones en las que se expresa la fe. Las proposiciones doctrinales perpetúan, a través del lenguaje, la “impresión” causada en la mente de la Iglesia por la Verdad revelada .

Pero, para realizar el asentimiento de fe, se requiere igualmente que la proposición que se acepta incondicionalmente sea, en cierto modo, inteligible, susceptible de una cierta aprehensión o interpretación de los términos de la misma . También este momento de la aprehensión resultaría imposible sin la mediación eclesial. Los términos en los que se expresa la fe encuentran su marco significativo en el “hablar” de la Iglesia. Fuera de ese contexto lingüístico, el creyente no podría atribuirles un significado pleno.

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