InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Junio 2011

18.06.11

La Santísima Trinidad

Homilía para la solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo A)

“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).

Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.

La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.

El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.

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¿Vocación de secta?

Sigo con preocupación la deriva que, en ocasiones, se observa en algunos blogs pretendidamente católicos. Sin ir más lejos, me fijaré en el mío. Parece que, por momentos, hemos perdido, quienes entramos en este juego de internautas, el sentido común.

El detalle, lo secundario, lo opcional, se diría que pretende ocupar todo el espacio. Pequeñas batallas, o batallitas, se erigen en grandes guerras. Disputas muy secundarias, y a la postre irrelevantes, captan, siquiera sea por momentos, una atención que objetivamente no les corresponde.

Hoy los cristianos, hablo desde Europa, estamos situados en un mundo que tiende a dejar de ser cristiano por completo. No es nada fácil encontrar un lenguaje común que permita a la fe acreditarse en medio de la sociedad, y a la mentalidad secular – o secularista, más bien – llegar a comprender, aunque sea de lejos, las coordenadas según las que se orienta un creyente.

Sin una base común el diálogo resulta prácticamente imposible. Podemos hablar de las mismas cosas, quizá, pero no decimos lo mismo. Ni el emisor ni el receptor usan un código compartido. Tantas veces tenemos que conformarnos con coexistir, los unos yuxtapuestos a los otros, sin atrevernos a traspasar las fronteras de la cortesía, de una convivencia puramente formal, que jamás puede afrontar a fondo un tema porque no se sabe ya ni cómo abordarlo ni cómo aproximarse a él.

Cada vez más los lenguajes se vuelven esotéricos, particularistas, endogámicos. Lo triste del caso es que incluso dentro de la Iglesia católica, universal por definición, sucede lo mismo. No somos capaces de entendernos con los no católicos y, a muy duras penas, nos entendemos con los que, teóricamente al menos, comparten nuestra misma visión del mundo y de la vida.

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14.06.11

Una buena iniciativa: el Premio Ratzinger

La Fundación Vaticana Joseph Ratzinger – Benedicto XVI ha instituido el Premio Ratzinger, que se otorga a personalidades destacadas en el ámbito de la teología. Me parece una iniciativa muy loable. Es necesario que la Iglesia reconozca y promueva la labor de los teólogos. La teología no es un lujo, es una necesidad interna de la fe. La “fides” es siempre “quaerens intellectum” y el cristianismo es, por esencia, la religión del Logos.

Ha habido, en la historia moderna y contemporánea, dos etapas de especial brillo de la labor teológica. La primera de ellas, auténticamente gloriosa, corresponde al concilio de Trento. Los documentos de ese concilio siguen sorprendiéndonos como verdaderas obras maestras. Pensemos, por ejemplo, en el decreto sobre la justificación. Parece casi imposible que un tema tan difícil pueda haber sido tratado con tal profundidad y, al mismo tiempo, con tanta claridad.

Otro momento ha sido el concilio Vaticano II. Los teólogos fueron, en buena medida, protagonistas del concilio. En su calidad de peritos o de asesores, los teólogos acapararon la atención no solo de la Iglesia, sino también del mundo. Dudo de que en ningún otro momento de la historia se hubiesen publicado y leído más libros de teología que en los años en los que se desarrolló el segundo concilio vaticano y en los inmediatamente posteriores.

¿Ventajas? Ha habido muchas. La palabra sobre Dios, y eso es la teología, ocupó espacios públicos. Y es mejor hablar de Dios que no hacerlo. Pero ha habido también desventajas, porque algunos teólogos han dado la impresión de aceptar con gozo el paso de ser humildes servidores de la verdad a ser “estrellas”, con los riesgos que comporta la fama. En años no tan lejanos, el fenómeno del “disenso” ha causado graves daños a la causa de la fe y a la comunión eclesial.

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Doctor Evangélico

San Antonio de Padua

Es muy probable que, si hiciésemos una encuesta entre sus devotos, no todos sabrían responder a la pregunta: “¿Quién es el Doctor Evangélico?”. Porque devotos sí tiene San Antonio, aunque tal vez algunos de ellos no sepan que es Doctor de la Iglesia; en concreto, el “Doctor Evangélico”. “Evangélico” por el estilo de su vida y por el contenido de su predicación, que se alimentaba de la fuente de la Sagrada Escritura.

San Antonio de Padua, como suele ser llamado, ni era de Padua ni tenía como nombre de pila “Antonio”. Nació en Lisboa a finales del siglo XII y en Portugal se le conoce solo como “San Antonio de Lisboa”. ¡Ay del que se atreva a referirse a él de otro modo en el país vecino! Su nombre era Fernando. Formó parte de los canónigos regulares de San Agustín y, poco después de su ordenación sacerdotal, ingresó en la Orden de los frailes Menores.

Fray Antonio, ya franciscano, aspiraba a predicar el Evangelio en tierras del Islam, en el norte de África, pero no llegó a satisfacer ese deseo. Predicó, sin embargo, mucho y bien en Francia y en Italia, convirtiendo a muchos herejes. Para un hombre de la Edad Media las tierras del Islam era algo equivalente a lo que estaba más allá de la Cristiandad; pero la Providencia quiso hacerle comprender que no hace falta ir tan lejos, pues también dentro de la Cristiandad había “no cristianos” o, al menos, algunos cristianos que, por apartarse de la verdad de la fe, corrían el riesgo de dejar de serlo del todo.

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11.06.11

La efusión del Espíritu Santo

Homilía para la solemnidad de Pentecostés (ciclo A)

“Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”, les dice el Señor a los discípulos. Y añade: “Recibid el Espíritu Santo” (cf Jn 20,21-22). El Señor vivo, crucificado y resucitado, se hace presente en medio de los suyos para comunicarles el Espíritu Santo, que los capacita para la misión; una misión que continúa la misión de Cristo y que tiene su origen último en el Padre.

Como enseña el Catecismo: “El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu” (n. 731).

De este modo, la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud y se inició la difusión del Evangelio entre los pueblos mediante la predicación, hablando de “las maravillas de Dios” (cf Hch 2,1-11). Para realizar su misión, el Espíritu Santo construye la Iglesia y la dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6).

Es decir, la Iglesia no es una construcción humana, sino divina. No somos nosotros quienes hacemos la Iglesia; es Dios quien la edifica. Si nos dejamos moldear por la gracia, seremos colaboradores de Dios; miembros del Cuerpo místico de Cristo y piedras vivas del Templo del Espíritu Santo que es la Iglesia. Solo Dios puede abrir a los hombres el acceso a Él; solo Dios puede insertarnos en su comunión de amor, en la intimidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia es sacramento, signo e instrumento, del que Dios se sirve para realizar este proyecto de hacer de cada uno de nosotros familiares y amigos suyos.

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