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2.05.11

Testigo de la fe

Publicado en “Faro de Vigo” (Suplemento “Estela", p. 10) el 1 de mayo de 2011.

La figura del papa Juan Pablo II ha quedado profundamente grabada en mi mente y en mi corazón. Y no solo porque se trate de una personalidad excepcional, de un protagonista de la historia reciente y de un hombre de Dios, sino porque su imagen, sus gestos y sus palabras están, de modo muy destacado, conectadas con experiencias importantes de mi propia vida y creo que, en mayor o menor medida, con las experiencias de las personas de mi generación. Cuando fue elegido papa, el 16 de octubre de 1978, yo había apenas ingresado en el Seminario Menor de Tui, con casi 12 años. Y para mí el papa no era un nuevo papa en la larga serie de sucesores de San Pedro, sino que comenzó a ser “el papa”, sin más.

La natural tendencia de los adolescentes a admirar a grandes personajes se concretó en mi caso en Juan Pablo II. En 1982, a mis 16 años, pude verlo por primera vez, en Sameiro (Braga) y, unos meses después, en Santiago de Compostela. Fue un primer contacto con el pontífice e, igualmente, con dos temas claves de su magisterio: la importancia de la familia - “el futuro del hombre sobre la tierra está ligado a la familia”, afirmó en Braga – y el llamamiento dirigido a Europa a recuperar su alma: “Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces”.

En 1989 participé en la IV Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Santiago de Compostela, en la que Juan Pablo II nos proponía con gran fuerza a los jóvenes la figura de Jesucristo como Camino, Verdad y Vida. Indudablemente, esta ha sido otra de las opciones fundamentales de su pontificado: la cercanía a los jóvenes y la predicación del Evangelio como respuesta a la pregunta por el sentido de la propia vida.

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