InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Abril 2011

8.04.11

Revelación y lenguaje de la fe

El lenguaje de la fe se fundamenta en la revelación divina; la fe “dice” a Dios porque Dios ha hablado de sí mismo en su autorrevelación. La misma manifestación de Dios en la creación, que posibilita el recurso a la analogía, se orienta a la plenitud de la revelación divina en Jesucristo. Se puede decir, incluso, en este sentido, con W. Kasper que la doctrina de la analogía, entendida a nivel teológico, “resulta ser la doctrina del lenguaje de la fe”.

En su revelación, Dios se ha expresado en lenguaje humano para que el hombre pueda acoger la comunicación que ha hecho de sí mismo. Por la Encarnación, la humanidad de Jesús de Nazaret constituye el lenguaje mismo que Dios pronuncia para la humanidad. El misterio de Dios se hace accesible al hombre en el acontecimiento histórico, concreto y sacramental de la Encarnación; en la globalidad de la “presencia y manifestación” de la Palabra hecha carne (cf DV 4).

El concilio Vaticano II, en la constitución “Dei Verbum”, presenta la fe como la respuesta del hombre a la revelación (cf DV 5). La forma cristiana de creer, el acto de fe, viene determinado por Aquel a quien se cree, por Dios que se revela. La fe no crea la revelación, sino que, por el contrario, es la manifestación de Dios la que pide y suscita, haciéndola posible, la respuesta de fe.

Esta respuesta es definida, en términos paulinos, como obediencia –obeditio fidei–, con referencia a Rm 16,26. El horizonte que se vislumbra es el de la fides ex auditu, verdadero eje de la teología paulina de la fe, que encuentra su punto culminante en Rm 10,7. La obediencia es la categoría privilegiada por la Escritura para identificar el acto de creer, a partir de la obediencia paradigmática de Abraham (cf Gn 15,6). Se trata de una obediencia que parte de la escucha.

Con la referencia al “Deus revelantis” y a la “obeditio fidei”, el Vaticano II destaca, en línea con la perspectiva bíblica, el carácter personalista de la revelación y de la fe. Como señalaba el cardenal Newman, no se puede obedecer a un texto o a un mensaje, sino a una autoridad viva, a una idea viva; en definitiva a una persona, a una Verdad personal. Es decir, la obediencia de la escucha comporta el abandono pleno y total del hombre a Dios.

La adhesión plena y obediencial de todo el hombre a Dios, por ser Él mismo quien se revela, es definida por la “Dei Verbum” como “plenun obsequium/ voluntarie assentiendo”. El motivo formal de la fe, la razón última por la que se cree, es Dios mismo que se revela. El término “asentimiento” está cargado de una connotación personalista, indicando el acto con el cual, de modo incondicional, se acepta completamente la doctrina. Con ambas expresiones, el Concilio sintetiza los dos aspectos complementarios del acto de fe: la “fides qua” y la “fides quae”; la fe con la que se cree – el acto de creer – y la fe que es creída – el contenido de la fe–. El asentimiento no se da a una verdad abstracta, sino al revelador del Padre; a una persona, que es la única que puede exigir el asentimiento.

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La posibilidad de hablar de Dios: la analogía

¿Podemos decir algo, en sentido literal, no figurativo, de Dios o sólo cabe referirse a Él de modo simbólico, metafórico o poético? Entre los extremos del apofatismo y de la univocidad se sitúa la analogía. El apofatismo niega que los nombres que se atribuyen a Dios puedan significarlo de modo propio. Los nombres divinos serían metáforas, imágenes, etc., que no proporcionan un saber propiamente dicho sobre Dios. La univocidad admite que las palabras pueden decir a Dios al mismo tiempo que dicen al hombre, su esencia y su historia.

La analogía permite emplear ciertas palabras de modo que, en determinadas condiciones, puedan decir efectivamente, aunque sea de manera lejana, la realidad de Dios: “Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios también lo es. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar” (Catecismo de la Iglesia Católica, 40).

W. Kasper ha resaltado el carácter primario de la analogía frente a la univocidad: “la analogía es el presupuesto y el fundamento que hace posibles los enunciados unívocos”, porque los enunciados unívocos sólo son posibles mediante determinación y coordinación de otros enunciados y suponen, por consiguiente, la comparabilidad, algo que implica igualdad y diversidad.

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El lenguaje religioso

¿Es significativo el lenguaje religioso? La pregunta ha planeado sobre buena parte de la filosofía contemporánea, en especial a partir del positivismo lógico, y sigue siendo un interrogante que no se puede dejar de atender: “en nuestros días esta cuestión se ha convertido en insoslayable, de manera que cualquier estudio acerca de la religión o de la teología debe comenzar por dar razón del modo peculiar en que el hombre religioso usa el lenguaje” (F. CONESA – J. NUBIOLA, “Filosofía del lenguaje", Barcelona 1999, 263).

Algunos autores prefieren hablar de uso religioso del lenguaje, y no de lenguaje religioso, para indicar que no se trata de un lenguaje distinto del que emplean otras personas en otros contextos, sino del uso que el hombre religioso realiza del lenguaje. En este uso religioso se puede distinguir el lenguaje religioso o lenguaje de la fe, que es el que usan los creyentes para referirse o expresar sus creencias, y el lenguaje teológico, que es el que emplea el creyente en la reflexión intelectual. Dentro del lenguaje religioso se puede distinguir también entre la invocación – el lenguaje que se emplea para hablar a Dios – y el testimonio – que se emplea para hablar de Dios y que revela el compromiso existencial de quien habla - .

Las características del uso religioso del lenguaje – y nos referimos al lenguaje religioso cristiano – dependen de la peculiaridad del ser de Dios y de la naturaleza del acto de fe. Entre Dios y el hombre hay una diferencia cualitativa, por ello el lenguaje humano se muestra parcialmente inadecuado para expresar la realidad divina. Gran parte del lenguaje religioso se sirve del simbolismo, que revela y oculta a la vez la realidad a la que se refiere , de la metáfora y de la analogía, que transfiere a Dios nuestro lenguaje sólo en cierto grado de proporcionalidad y semejanza. Partiendo de la realidad del mundo y del hombre se habla, por analogía, de Dios. El lenguaje religioso cristiano suele ser principalmente narrativo, pues confiesa la actuación de Dios en la historia y en la vida del creyente. Es también implicativo, en el sentido de que no habla sólo del objeto en sí mismo, sino también de la relación del sujeto con Dios.

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6.04.11

El alcance secular del lenguaje religioso

¿Tiene el lenguaje de la fe un sentido limitado al ámbito que le es más propio o puede ampliarse, el sentido, también al campo, digamos, “secular”? Yo creo que es posible esa ampliación, siempre y cuando “ampliación” no equivalga a “reducción”. Grandes conceptos teológicos están en la base del hablar común. Llamamos “centro penitenciario” a una cárcel; empleamos, en la misma constelación de significados, la expresión “redimir pena” y usamos, por señalar un último ejemplo, la palabra “persona”, una categoría que tiene su origen en el debate cristológico y trinitario y que ha pasado a ser una de las grandes aportaciones del cristianismo a la cultura universal.

El lenguaje nos permite acercarnos a la realidad, hacernos de algún modo cargo de ella. Los conceptos, que exceden las palabras, son una especie de puentes mediadores entre la realidad y nuestro entendimiento. La novedad de la revelación divina, que aporta algo que va más allá de las necesarias estructuras del universo – accesibles, en línea de principio al conocimiento físico o metafísico - , no desvirtúa la fuerza del lenguaje, sino que dota al lenguaje humano de un alcance mayor; lo convierte en una especie de “sacramento”, de símbolo, capaz de expresar – limitada, pero adecuadamente - lo divino.

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2.04.11

La ceguera y la luz

Homilía para el IV Domingo de Cuaresma (Ciclo A)

El Señor es la luz del mundo. Él es quien alumbra todas las cosas con el resplandor de Dios: “Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo”, leemos en el prólogo del evangelio de San Juan (Jn 1,9). Donde no hay luz, donde reinan las tinieblas, los objetos no resultan visibles. Sumidos en la oscuridad, nos sentimos completamente desorientados, sin saber cómo ni hacia dónde movernos.

Jesús viene a curar nuestra ceguera, al igual que curó al ciego de nacimiento (cf Jn 9,1-41). Le da a este hombre la capacidad de ver, pero le concede un don más profundo: el don de la fe. Abre así su mirada interior, permitiéndole participar en la mirada de Dios, en la visión con la que Él contempla todo. Lejos de ser ciega, la fe tiene sus propios ojos y capacita para observar la realidad en toda su riqueza y en la pluralidad de sus matices.

Esa mirada nueva hace posible que el que había sido ciego reconozca poco a poco la verdadera identidad del Señor. A sus vecinos, les contesta que “ese hombre que se llama Jesús” hizo barro, se lo untó en los ojos y le mandó ir a lavarse a la piscina de Siloé (Jn 9,11). A los fariseos, que le interrogan sobre quién le ha abierto los ojos, les contesta: “Es un profeta” (Jn 9,17). Y a Jesús, que se le revela como el Hijo del hombre, le responde: “Creo, Señor”, postrándose ante Él.

Queda así caracterizado el itinerario de su fe: Jesús es más que un hombre y más que un profeta; es el Señor. La confesión de fe se traduce en adoración, en reconocimiento pleno de la divinidad del Hijo de Dios.

La peor ceguera no consiste en la incapacidad de ver, sino en la obcecación de no querer hacerlo. La peor ceguera es la incredulidad, la resistencia obstinada en negar la realidad y, en consecuencia, en negar a Dios y las obras de Dios. Como les dice Jesús a los fariseos: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís ‘vemos’, vuestro pecado permanece” (Jn 9,41).

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