InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Septiembre 2010

3.09.10

¿Es un peligro la certeza de la fe?

La palabra certeza no parece gozar, en nuestros días, de demasiada simpatía. La certeza se asocia con la rigidez, con la intolerancia. La perplejidad, la instalación en la duda, se vincula, en ocasiones, con la apertura de mente, con la sabia inseguridad de quien no se cree en posesión de la verdad.

Sin embargo, más allá de los tópicos de nuestra cultura, cuando algo nos atañe personalmente deseamos y buscamos la certeza, el conocimiento seguro y claro, la firme adhesión de la mente, sin temor a errar. Deseamos saber con certeza que nuestros padres nos aman, que nuestros amigos son amigos, que aquella enfermedad está curada… La ausencia de certeza, en estos casos, va unida a la angustia y, en lugar de disponernos a emprender grandes acciones, más bien nos inmoviliza.

No sólo podemos creer con certeza, sino que debemos hacerlo. Es más, sin certeza, no creemos; nos limitaríamos solamente a sostener una opinión en asuntos de fe, y opinar no es creer, en el sentido fuerte de la palabra creer.

La certeza de la fe tiene su fundamento en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir (cf Catecismo, 157). No tiene, pues, su origen esta certeza en la evidencia con la que, a la luz de la razón, percibimos la verdad de las cosas. Porque la vida íntima de Dios – el contenido de la revelación – no es asequible a la captación evidente de nuestra inteligencia. Pero la imposibilidad de una evidencia matemática no supone carecer de toda evidencia. Existe algo así como la “evidencia de la fe”, la certeza que proviene de una luz más potente que la luz que el hombre, por sí solo, puede proyectar. Existe la luz de la fe.

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1.09.10

¿Hay razones para creer?

Aunque la razón última por la que creemos es la autoridad de Dios revelante, necesitamos, para poder creer en conformidad con nuestra condición de seres racionales y libres, contar con algunos signos o “motivos”, en plural, que hagan posible que nuestra adhesión incondicional a Dios por la fe sea, desde la perspectiva humana, razonable.

La revelación es humanamente “creíble”, digna de ser creída, porque irrumpe en la historia de los hombres portando, incluso externamente, su propia credibilidad. Sin unos signos o indicios que nos permitiesen descubrir, con ayuda de la razón, la presencia de la revelación en el mundo, la opción de la fe resultaría imposible. Dios nos envía señales, pruebas, que despiertan nuestra atención y nos animan a mirar más allá de lo inmediato.

El gran signo de la revelación, la gran “prueba” de que Dios anda por medio y de que el Evangelio no es una construcción humana, es la misma figura de Jesús. Ante todo, por su perfecta coherencia. En Jesús lo que “aparece”, lo que se puede ver y oír, corresponde perfectamente a lo que “es”. No hay disfraces en Él, sino una plena armonía entre la forma y el fondo. Jesús es el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvar a los hombres. Y se manifiesta en conformidad con su ser. En Él, el amor de Dios se hace visible en la existencia terrena del más puro y noble de los hombres: en su palabra llena de libertad; en la ternura de su cercanía a los pobres, a los enfermos, a los pecadores; en la enseñanza nueva de las Bienaventuranzas; en la mansa fortaleza de su pasión y de su Cruz.

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