¿Es un peligro la certeza de la fe?
La palabra certeza no parece gozar, en nuestros días, de demasiada simpatía. La certeza se asocia con la rigidez, con la intolerancia. La perplejidad, la instalación en la duda, se vincula, en ocasiones, con la apertura de mente, con la sabia inseguridad de quien no se cree en posesión de la verdad.
Sin embargo, más allá de los tópicos de nuestra cultura, cuando algo nos atañe personalmente deseamos y buscamos la certeza, el conocimiento seguro y claro, la firme adhesión de la mente, sin temor a errar. Deseamos saber con certeza que nuestros padres nos aman, que nuestros amigos son amigos, que aquella enfermedad está curada… La ausencia de certeza, en estos casos, va unida a la angustia y, en lugar de disponernos a emprender grandes acciones, más bien nos inmoviliza.
No sólo podemos creer con certeza, sino que debemos hacerlo. Es más, sin certeza, no creemos; nos limitaríamos solamente a sostener una opinión en asuntos de fe, y opinar no es creer, en el sentido fuerte de la palabra creer.
La certeza de la fe tiene su fundamento en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir (cf Catecismo, 157). No tiene, pues, su origen esta certeza en la evidencia con la que, a la luz de la razón, percibimos la verdad de las cosas. Porque la vida íntima de Dios – el contenido de la revelación – no es asequible a la captación evidente de nuestra inteligencia. Pero la imposibilidad de una evidencia matemática no supone carecer de toda evidencia. Existe algo así como la “evidencia de la fe”, la certeza que proviene de una luz más potente que la luz que el hombre, por sí solo, puede proyectar. Existe la luz de la fe.