Las calas a los pies de la televisión

Quizá, los cristianos, corremos el riesgo de olvidarnos de la “teología de la creación”. Todo viene de Dios y todo, todo lo que supere la criba del fuego del amor, ha de volver a Dios. Es el esquema de la “salida” y del “retorno” que inspiró a tantos grandes teólogos; entre ellos, y no el menor, a santo Tomás de Aquino.

Todo viene de Dios. Todo lo que vale algo. Todo lo que tiene consistencia. Todo lo que deriva su consistencia de la consistencia suprema del Creador. En cierto modo, es verdad que la ontología y la mística están emparentadas o que, casi, son lo mismo.

Recuerdo ahora a San Buenaventura, su “Itinerarium mentis in Deum”, “Itinerario del alma a Dios”. En el prólogo a esta obra, el santo nos invita “al gemido de la oración por medio de Cristo crucificado, cuya sangre nos lava las manchas de los pecados, no sea que piense [el lector] que le basta la lección sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación, la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada”.

Estamos, quizá, tantas veces, muy acostumbrados a lo adversativo, a la oposición. Puede que debamos profundizar un poco más en la unión: No una cosa o la otra, sino más bien una cosa y la otra. La “teología de la creación” y la “teología de la gracia”. No puede haber contradicción entre ellas. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; ha sido creado no solo por Dios, sino también para Dios. Aunque es verdad que la “potencia obediencial”, la capacidad de ser adoptados como hijos del Padre, como hermanos de Cristo y como templos del Espíritu, restaría, seguiría siendo pura posibilidad, sin el nuevo “hágase” de la gracia.

Dios y el mundo. El hombre y Dios. La solidaridad y la caridad. El deseo y la gloria… Todo tiende a ser “uno”, como la mente, al final del camino, tiene como única meta a Dios.

Esta unidad de fondo no impide, no merma, la relativa autonomía de lo creado. Lo creado, hasta nosotros mismos, tiene su propia consistencia, pero no al margen de Dios, sino siempre en relación a Él, ya que Él es, en sí mismo, en su misterio trinitario, no aislamiento, sino comunión.

En el culto cristiano está presente todo lo humano. Lo están esas dos formas “a priori” de la sensibilidad, que decía Kant: el espacio y el tiempo. Y lo están porque, en la Encarnación, el Hijo de Dios se hizo hombre. Están los espacios sagrados – los templos y los cementerios, los “camposantos” – y están los tiempos sagrados – el más sagrado de todos, el de Pascua - . Dios se acerca a nosotros a través de nuestra capacidad de percibir lo real, a través de nuestra capacidad estética.

Incluso cuando el tiempo y el espacio se alzan como enemigos peligrosos, la fe nos dice que no podremos prescindir de ellos para siempre. El tiempo, las fases, las etapas, el hoy no, mañana ya veremos, pasado quién sabrá. El tiempo, más pronto o más tarde, pero siempre ese tiempo nuestro ha sido culminado por la eternidad de Dios que, en la Encarnación, lo ha plenificado.

Algo similar sucede con el espacio. “El infierno son los otros”, pensaba Sartre. El miedo, la prudencia, el egoísmo, el instinto de supervivencia – es todo tan ambiguo – nos puede convertir en “sartrianos", en nihilistas resignados al absurdo de la vida. El otro, a dos metros. El otro, lejos, muy lejos.

Y viene la fe – y la razón - como siempre, a rescatarnos, a decirnos que la distancia física no tiene que ser, necesariamente, distancia emocional. Y que las distancias son provisionales y nunca definitivas.

San Buenaventura nos sitúa ante Cristo crucificado. Él es, diría Nicolás de Cusa, el “universal concreto”, el Verbo encarnado. El punto que une la creación y el retorno. La clave de bóveda que da sentido a nuestra vida y que nos permite, sin ceder a la locura ni al absurdo, seguir viviendo y creyendo.

Me ha ayudado a evocar todas estas cosas una sencilla imagen: Unas calas – frutos de la primavera, de la creación –, colocadas a los pies de una televisión – signo del progreso tecnológico -, por un enorme y “sintético” motivo, que lo reúne y lo reconcilia todo: Gracias a la pantalla de la televisión, esa persona que colocó las calas ha podido unirse, a su modo, a la celebración retransmitida en directo de la Santa Misa.

Ha ofrecido, esta persona, su tiempo y su espacio. Y ha unido, a su tiempo y a su espacio, un signo de la vida, unas flores que se convierten en homenaje a Cristo. En señal de esperanza.

 

Guillermo Juan Morado,

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