Volveremos a celebrar juntos la Santa Misa: ¡Claro que sí!

Hoy he repasado los textos bíblicos, y las homilías que tengo escritas, de los domingos III, IV, V y VI de Pascua. Me ha hecho bien este repaso.

El III domingo de Pascua nos dice que los discípulos de Emaús reconocieron al Señor “al partir el pan”. Los caminantes de Emaús estaban hartos, decepcionados. Habían oído rumores, pero, a ciencia cierta, no sabían nada. Solo Jesús, al “partir el pan”, disipa sus dudas. Jesús sigue, hoy, disipando nuestras dudas. Lo hace con el fuego de su palabra y con el deseo ardiente, que él siembra en nuestra alma, de recibirlo en la Eucaristía. “Quien coma de este pan vivirá para siempre”. Cristo nos alimenta uniéndonos a él, haciéndonos partícipes de su vida. Su pan es “remedio de inmortalidad, antídoto para no morir”.

El IV domingo de Pascua se resume, esencialmente, en una frase: “Yo soy la puerta”. Una puerta estrecha y humilde: “el que entra por esa puerta debe bajar su cabeza para que pueda entrar con ella sana”, comenta san Agustín. El que entre por la puerta de Cristo se salvará. Es Cristo quien nos “guía por el sendero justo, por el honor de su nombre”.

El V domingo de Pascua: “El camino, la verdad y la vida”. Cristo se hizo camino por su Encarnación. Un camino elocuente: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre”. Unidos a Cristo, también nosotros seremos para los demás signos que indican el camino seguro, la verdad iluminante y la auténtica vida.

Y ya el domingo VI de Pascua: “La comunión con Cristo”. El Espíritu Santo hace posible una comunión interior y profunda entre cada uno de nosotros y Jesucristo. El Señor, tras el paso de su Muerte y Resurrección, no nos deja desamparados, huérfanos o indefensos. Nuestra relación con Él no se ve interrumpida, reducida a los terrenos de la nostalgia, sino que es una relación viva y actual, pues Jesús establece con nosotros un vínculo análogo al que lo une a Él con el Padre: “yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros” (Jn 14,20).

En la Eucaristía este vínculo, que nace en la fe, se fortalece. En la santa Misa – deseada, anhelada -,  el Espíritu Santo hace presente el Misterio de Cristo para reconciliarnos con Él, para conducirnos a la comunión con Dios y para que demos “mucho fruto”.

Volveremos a celebrar, juntos, la Santa Misa. En sufragio por tantos difuntos, sí. Aprovechemos, mientras tanto, para agrandar nuestro deseo.

 

Guillermo Juan Morado.

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