Teología y fe

La teología es la ciencia de la fe. Como saber, la teología parte de unos principios, de unas bases y fundamentos: la revelación divina – atestiguada en la Escritura unida a la Tradición – y la fe eclesial. A la hora de pensar la fe es preciso verificar continuamente que el objeto de estudio no se desdibuja y no pierde, en consecuencia, sus perfiles propios.

Solo la permanente atención a la objetividad de lo revelado por Dios y de lo creído por la Iglesia libera al teólogo de sucumbir a las cautividades del subjetivismo y al imperio, efímero, de lo que cada cultura o época de la historia señala como normativo o como admisible.

El cristianismo, que tiene en su centro la Encarnación, está intrínsecamente vinculado a la historia, pero la universalidad de lo divino agranda hasta el infinito los límites de lo meramente humano. Un tiempo y una cultura, una geografía y un lenguaje, pueden ser asumidos por Dios como cauces para comunicarse con los hombres, aunque esta asunción no carezca de consecuencias: lo que hasta entonces era solo un fragmento – uno más - pasa a ser símbolo y expresión del Todo – ya no “uno más” - .

No es tan sencillo separar en lo cristiano el “núcleo duro” del “cinturón protector”. No es tan simple señalar algo así como la “esencia” del cristianismo, ni creer que la esencia, lo permanente e invariable, puede separarse de modo fácil de la realidad concreta en la que la esencia se muestra. Lejos de la carne, lejos de la historia, lejos de la sangre y de las lágrimas, es difícil encontrar la sabiduría de Dios que no desdeña la necedad paradójica de la Cruz.

Un cristianismo completamente razonable, perfectamente acomodado a los confines de nuestra razón, es un ideal apetecible. Grandes genios han recorrido esa ruta. Pero un cristianismo así sería, en suma, un producto del hombre; privado de la novedad de Dios.

El logos humano se hace verdaderamente grande cuando se abre al Logos, al Verbo encarnado, a Aquel que, sin dejar de ser Dios, se hizo para siempre hombre, introduciendo, para siempre también, lo humano – la carne, la sangre y las lágrimas – en el horizonte inmenso de Dios.

El cristianismo no niega la razón, pero sí cuestiona su auto-clausura. Le fuerza, con suavidad, a ir más allá de sí misma para que no se convierta en una razón irracional, en una pequeña razón que dicte, hasta en los mínimos detalles, cómo han de ser los pasos de Dios.

Hay que dejarse sorprender y maravillar. Dios puede salirnos al encuentro, puede crear lo nuevo sin destruirnos, puede mostrarse a sí mismo y puede transformar la carne en carne gloriosa.

Dios puede hacerlo, sin que esa omnipotencia humille una razón humilde. Y la razón del teólogo, sin dejar de ser nunca razonable, ha de ser humilde. Sin deformar, ni siquiera remotamente, la obra divina de la fe.

Un especialista en arte puede ayudarnos a conocer mejor, pongamos por caso, “Las Meninas” de Velázquez. Sus estudios serán valiosos y bienvenidos. Pero, en aras de un análisis exhaustivo, no estaría jamás legitimado para disolver con ácido, aunque fuese mínimanente y con la mejor intención, la integridad de la pintura.

Guillermo Juan Morado.

Los comentarios están cerrados para esta publicación.