Homilía de Monseñor Cañizares en la Solemnidad de Pentecostés

Queridos hermanos y hermanas, a todos gracia y paz, dones del Espíritu Santo, en esta gran fiesta de Pentecostés. Saludo de manera especial, lleno de alegría y afecto, a nuestro Seminario Menor: hoy vive un día muy importante dentro de su vida, porque varios de los seminaristas van a ser confirmados, van a recibir el don del Espíritu Santo, que los confirmará en la fe y en el seguimiento de Jesús; felicidades porque en el interior de vuestra gran familia que es el Seminario Menor vivís hoy un nuevo Pentecostés, una nueva efusión del Espíritu Santo. Vuestra vocación, además, queridos seminaristas, es don y obra del mismo Espíritu Santo; que os conceda a todos la gracia de la perseverancia, y un día no lejano podáis ser ungidos por el Espíritu Santo como sacerdotes. ¡Hacen tanta falta sacerdotes! Tengo también un recuerdo lleno de cariño y gratitud, queridos seminaristas, para vuestras familias, algunas aquí presentes. Y, desde aquí, quiero saludar, así mismo, a las familias de los seminaristas del Seminario Mayor, que hoy se reúnen en la casa del Seminario.

En este día, en que la liturgia nos hace revivir el nacimiento de la Iglesia, tal y como lo relata el Libro de los Hechos, desde esta catedral, quiero saludar a toda la Iglesia diocesana de Toledo y dar gracias a Dios por todos, los aquí presentes y los que están en cada una de las comunidades y parroquias que forman esta Iglesia que peregrina en estas tierras toledanas y extremeñas. Queridos hermanos doy gracias a Dios por vosotros: por vuestra fe y vuestra esperanza, por vuestra perseverancia y fidelidad, por vuestro testimonio de caridad fraterna y por vuestros esfuerzos y trabajos por el Evangelio, todo obra del Espíritu divino. Doy gracias de manera muy particular por cuantos, alentados por el mismo Espíritu, están comprometidos en el testimonio y misión de la Iglesia, como laicos, en la Acción Católica o en otras asociaciones de apostolado seglar; hoy es el día del Apostolado de los fieles cristianos laicos. Doy gracias también por todos los carismas, singularmente de vida consagrada, con que es enriquecido el Pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo. Me gozo en el Señor por reunimos en cada pueblo de la diócesis y de la Iglesia entera extendida por doquier en todos los lugares de la tierra, este día, en una verdadera unidad de Iglesia, de plegaria y de corazón. ¡Qué gozo tan grande celebrar el día aniversario en que la Iglesia tuvo su inicio solemne con la venida del Espíritu Santo!¡Qué gozo ser la Iglesia de Cristo, una, como la comunidad de Pentecostés, que estaba unida en oración y era concorde pues tenía un sólo corazón y una sola alma!¡Qué regalo nos concede el Señor al hacernos tomar parte de la Iglesia santa, santa no por sus méritos, sino porque, animada por el Espíritu Santo, mantiene fija su mirada en Cristo, para conformarse a Él y a su amor!¡Qué dicha tan grande formar parte de esta Iglesia católica, porque el Evangelio que la engendra y hace vivir está destinado a todos los pueblos y por eso, ya en el comienzo, el Espíritu Santo hace que hable todas las lenguas!¡Qué maravilla ser parte de esta querida Iglesia apostólica, porque edificada sobre el fundamento de los Apóstoles, custodia fielmente su enseñanza a través de la cadena ininterrumpida de la sucesión episcopal, y como ellos se siente y se vive a sí misma como misionera, desde el día de Pentecostés en que el Espíritu Santo no cesa de impulsarla por los caminos del mundo, hasta los últimos confines de la tierra y hasta el fin de los tiempos! Todo es obra del Espíritu Santo.

Hoy damos gracias por el don infinito del Espíritu Santo y volvemos a pedir, como todos los días deberíamos hacer, ese mismo Espíritu Santo Paráclito, el que reúne a la Iglesia y la pone en pie en medio de las plazas, el que levanta testigos en el pueblo, para hablar con palabras como espadas delante de los distintos tribunales de este mundo, donde se juzga el Evangelio. Suplicamos hoy; con gemidos de lo más hondo de nosotros, con el corazón anhelante y henchido de fe, que el Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo envíe el fuego de su Espíritu que purifica, renueva, enciende, y alegra las entrañas del mundo. Con María, la Madre del Hijo de Dios hecho hombre, y con toda la Iglesia, fundada sobre el cimiento de los Apóstoles, elevamos nuestra plegaria pidiendo a Dios que nos unja con el mismo óleo del Espíritu con que fue ungido Jesús para anunciar la buena noticia a los pobres y proclamar la liberación a los cautivos, para devolver la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor y traer la paz y el perdón a la tierra, para dar testimonio de la verdad y seguir alumbrando la nueva humanidad y la tierra nueva, conforme a Jesucristo.

Pedimos que el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, invada todo, rija todo, penetre todo, recubra de carne y de nervios los huesos calcinados por los poderes de muerte que se ciernen sobre los hombres, llene todo de vida, de gracia y de conocimiento y sabiduría de Dios. Pedimos el Espíritu de amor, el Espíritu de comunión y unidad que nos haga ser uno para que el mundo crea que Jesús es el enviado del Padre, el Espíritu de la santidad que nos haga ser santos como Dios es santo, santifique sin cesar nuestra iglesia diocesana en todos sus miembros y la fecunde con frutos señeros de santidad en hombres y mujeres, en jóvenes y adultos, en ancianos y niños, en sacerdotes y seglares, en religiosos y religiosas y en todos los consagrados, en célibes y casados.

¡Ven, Espíritu divino, manda tu luz y tu fuego desde el cielo, y suscita entre nosotros, en esta Iglesia que está en Toledo, una nueva primavera, un renovado aliento, un nuevo Pentecostés! ¡Ven Espíritu divino, y prosigue, impulsa, acrecienta y fortalece en esta Iglesia aquella vitalidad que suscitaste en ese nuevo Pentecostés que ha sido para toda la Iglesia el Concilio Vaticano II! ¡Penetra con tu luz y tu fuerza en todos los corazones de los fieles para que conozcan, asuman y vivan toda la renovación genuina y profunda que promoviste en el orbe entero con las enseñanzas del Concilio! ¡Abre nuestras puertas y ventanas para que entre en nuestra casa, es decir, en toda la Iglesia, en la diócesis toledana, en cada una de sus comunidades, tu aliento, tu aire fresco que purifica y renueva, da vigor y ánimo para vivir y anunciar el Evangelio!

¡Ven, Espíritu divino, fortalécenos y enriquécenos con tus siete dones! Llénanos con esa vitalidad que se manifiesta en el crecimiento y consolidación de las vocaciones al presbiterado y a la vida consagrada, en la promoción de nuevas y luminosas iniciativas para una nueva evangelización del mundo de hoy, o en un nuevo y vigoroso impulso a la pastoral de jóvenes y a la creación de grupos y movimientos cristianos de juventud. ¡Ven!

Espíritu divino, entra hasta el fondo de nuestras almas, inunda los rincones de esta Iglesia y ponla en pie de marcha. ¡Ven en nuestra ayuda! Acrecienta nuestra Iglesia y aumenta nuestra conciencia de ser Iglesia diocesana con el Obispo, que la une a la comunidad de los apóstoles, a la sola y única Iglesia y asegura su pervivencia en el futuro; mantén unida a esta Iglesia diocesana con su Obispo y que nunca quepa en ella disensión, odio o división; fortalécela en las parroquias y en las comunidades; consolídala en los fieles cristianos laicos, hombres y mujeres, corresponsables todos en la vida y misión eclesial, presentes en los asuntos públicos y sociales, edificadores de una nueva sociedad y de una cultura renovada por el amor fraterno y la pasión por la vida.

¡Ven, Espíritu divino, luz esplendorosa, y úngenos con tu óleo santo y santificador que nos lleve a dar la buena noticia a los pobres, a curar los corazones desgarrados, a sanar las heridas de los caminos y de los salteadores, a pasar por el mundo haciendo el bien y a reconfortar a los que se sientan fatigados o desanimados! Haznos dóciles a tus inspiraciones y que todos, desde quienes se consagran a la vida contemplativa al último de los fieles, hallemos en la oración tu fuerza y tu luz para ser los servidores fieles de Jesús y, como El, de todos los hombres, especialmente de los últimos.

¡Ven, Espíritu Santo, Señor y dador de vida, y vivifícanos para renovar la humanidad, hecha de hombres nuevos, y rehacer el entramado de nuestra saciedad! Que fieles a tu riqueza, Espíritu Santo Defensor, seamos especialmente los laicos conforme a su vocación, fermento para la animación y transformación de las realidades temporales con el dinamismo de la esperanza y la fuerza del amor cristiano. Tú, Espíritu de Sabiduría, nos haces descubrir y ver que en una sociedad pluralista como la nuestra se hace necesaria urna mayor y más incisiva presencia católica, individual y asociada, en los diversos campos de la vida pública. Es por ello inaceptable, como contrario al Evangelio, la pretensión de reducir la religión al ámbito estrictamente privado, olvidando paradójicamente la dimensión pública y social de la persona humana. Es necesario, como dijera Juan Pablo II, salir a la calle como en Pentecostés, vivir la fe con alegría, aportar a los hombres la salvación de Cristo que debe penetrar en la escuela, en los medios de comunicación social, en la cultura, en la vida política, y, sobre todo, en la familia.

El Espíritu santo habla hoy a la Iglesia y la llama a impulsar con su fuerza una nueva evangelización. Esta se encuentra principalmente en manos de vosotros, los fieles laicos. De vosotros depende. Sin la mediación activa de los fieles cristianos laicos, sin vuestra incorporación decidida y responsable no será posible esa urgente e inaplazable obra. La Iglesia incorpora cada año a esta fiesta de Pentecostés, día de la Iglesia naciente, la fiesta del Apostolado seglar y de la Acción católica. Con esta ocasión quiero hacer una apelación a la conciencia de todos los que formamos la Iglesia diocesana de Toledo a que fortalezcamos en ella la participación de los laicos, a que hagamos todo lo posible para que los cristianos laicos se incorporen con valentía y decisión a la obra de evangelización, a que pongamos todo nuestro empeño en que cada día haya más cristianos militantes dispuestos a mostrar en nuestro mundo, con obras y palabras el evangelio de Jesucristo en todo su atractivo y fuerza de renovación de la sociedad."Todo cristiano está llamado al apostolado; todo laico está llamado a comprometerse personalmente en el testimonio, participando en la misión de la Iglesia", de manera principal e insoslayable dentro de la familia, que es el primer campo de actuación de los laicos, tan vulnerada, por lo demás, de manera tan ciega en nuestros días, incluso con legislaciones y medidas que ni la recta razón ni la fe cristiana pueden admitir. En este día de Pentecostés pido a todos, singularmente a los fieles cristianos laicos, a los movimientos apostólicos, que hagáis algo, que os mováis, que seáis fieles al Espíritu Santo, Espíritu de amor y de unidad, de vida, fundamento de la familia, y que promováis, difundáis y defendáis la Buena noticia de la familia, inseparable de la verdad del matrimonio. Es en las medidas contra la familia y contra vida donde se está reflejando de manera muy principal lo que está aconteciendo en el ámbito de la cultura, más aún, de la gran revolución cultural que se está operando en el mundo, singularmente en el mundo occidental. Ahí, es necesario, que con la fuerza del Espíritu estemos todos, de manera muy especial y en primera línea los fieles cristianos laicos de forma personal y asociada.

Revolución cultural

A estas alturas resulta claro que nos hallamos inmersos en lo que me permito llamar una gran “revolución cultural", gestada durante bastante tiempo antes. Los últimos papas, de una forma u otra, se han referido constantemente a ella. Desde hace unos decenios estamos asistiendo en todo el Occidente a una profunda transformación en la manera de pensar, de sentir y de actuar. Se ha producido y pretendido consolidar una verdadera “revolución” que se asienta en una manera de entender al hombre y al mundo, así como su realización y desarrollo, en la que Dios no cuenta, por tanto, al margen de Él, independiente de Él. El olvido de Dios o el relegarlo a la esfera de lo privado es, a mi juicio, el acontecimiento fundamental de estos tiempos; no hay otro que se le pueda comparar en radicalidad y en lo amplio de sus grandes consecuencias. Esto es lo que está detrás del laicismo esencial y excluyente que se pretende imponer a nuestra sociedad; no se trata de la legítima laicidad donde se afirma la autonomía del Estado y de la Iglesia o de las confesiones religiosas. Se trata de edificar la ciudad secular, construir la ciudadanía, crear una sociedad en la que Dios no cuente para ello, enraizando, por eso, en todo y en todos una visión dominante del mundo y de las cosas, del hombre y de la sociedad, sin Dios, y con un hombre que no tenga más horizonte que nuestro mundo y su historia en la cual solo cuenta la capacidad creadora y transformadora del hombre. Este laicismo que se impone es un proyecto cultural que va al fondo y conlleva en su entraña erradicar nuestras raíces cristianas más propias y nuestro patrimonio y principios morales que nos caracterizan como Occidente sustituyéndolas por un cientifismo, o por una razón práctica instrumental, o por un relativismo ético, que a corto o medio plazo se convierte, en expresión de Benedicto XVI, en la “dictadura del relativismo. El relativismo, al no reconocer nada como definitivo, está en el centro de una sociedad, carcomida por él, que ha dejado de creer en la verdad y buscarla; en su lugar, duda escépticamente de ella y de la posibilidad de acceder a ella. En este gran cambio cultural, se nos insta a asumir un horizonte de vida y de sentido en que ya nada hay en sí y por sí mismo verdadero, bueno, y justo. Se ha entrado en una mentalidad que niega la posibilidad y realidad de principios estables y universales. No hay ya “derecho", sino derechos que se crean y se “amplían” según la decisión de quienes tienen el poder para legislar. La realidad misma, que de suyo se impone a nosotros porque es antes que nosotros, y la tradición, sin la cual no somos, no deberían contar en esta nueva mentalidad. Se pierde o se hace olvidar la “memoria” de lo que somos como Occidente dentro de la gran tradición que nos constituye. En esta mentalidad, sin verdad, sin tradición, sin memoria, parece que lo que debería contar es lo que ahora decidamos o decidan por nosotros. Todo depende de la decisión, de la libertad, una libertad omnímoda porque, como alguien muy claro exponente de esta revolución ha dicho: “será la libertad la que nos hace verdaderos". Por supuesto, en todo ello, hay una concepción del hombre autónomo e independiente, único “dueño” de sí y creador, en la que Dios no cuenta, ni puede, ni debería contar, pues nos quitaría nuestra libertad, nuestro espacio vital. Quienes profesan esta mentalidad y tratan de imponerla, piensan que hay que apartar a Dios, al menos de la vida pública y de la edificación de nuestro mundo, y así tener espacio para ellos mismos. Pero, el que paga todo esto es el hombre que se quiebra en su humanidad más propia.

La respuesta a esto es una nueva evangelización que ofrece y propone, no impone, la verdad del Evangelio, la verdad de Dios y la verdad del hombre, la verdad de la razón y de la fe que nos se contraponen, y que se nos da a todos en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, rostro humano de Dios, Hijo de Dios venido en carne, Logos eterno que se ha hecho carne y nos ha manifestado que la razón está en Dios que es amor, o en el Amor que es Dios. Necesitamos el Espíritu Santo que renueve todo, que haga surgir una nueva creación, una nueva creatura, una nueva humanidad hecha de hombres y mujeres nuevos que conocen a Dios, que caminan en la luz de la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor. Necesitamos la sabiduría y la fuerza del Espíritu Santo para reemprender estos caminos de nueva evangelización, con libertad y valentía, sin temor ni complejo, con la certeza de que es el mejor servicio que podemos prestar y dar a los hombres de nuestro tiempo, en el mejor servicio a la causa de la paz imposible sin la verdad, sin el amor y sin la justicia, nuestra mejor contribución a la unidad de todos los hombres, razas, y pueblos cuyo vínculo es el amor, obra como la unidad del Espíritu Santo.

+ Antonio Cañizares Llovera, Cardenal Arzobispo de Toledo, Primado de España

Los comentarios están cerrados para esta publicación.