La Misericordia Divina. II

«En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Así de grande es el Amor Misericordioso de Dios por cada uno de nosotros.

Por su parte no hay límites, porque el Señor «no se ha cortado las manos, de tal modo que no pueda salvar» [Non est abbreviata manus Domini ut salvaret nequeat (Is 59)]. Todo lo contrario: lo demuestran estas palabras de Jesús al Buen Ladrón, «estando los dos [ladrones] en el mismo suplicio» que Él.

«Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino», le había pedido Dimas, aunque había empezado a insultarle, como hacía el otro. Pero mira a Jesús. Quizá Jesús le estaba mirando también a él después de mirar al otro. Y se han cruzado sus ojos. Y Dimas, al que se le llamará ya para siempre el Buen Ladrón, lo entiende todo: ve en Jesús inocencia, injusticia, ensañamiento irracional, locura humana que «mata» precisamente al que «nada ha hecho digno de muerte».

Y se convierte. Cree en Jesús como Dios, como Mesías, como Salvador: por nada del mundo va a dejar escapar esta su última oportunidad. Por eso clama. Por eso se dirige a Él, y le pide… la luna! Bueno, la luna se le hace poco, una tontería; le pide el Paraíso. Y Jesús se lo da. Así.

Al otro ladrón, no: nada ha pedido, nada se le dará. Ni siquiera será recordado su nombre: como si no hubiese existido; lo mismo que pasará con el joven rico. No ha reconocido ni sus culpas -condenado por ladrón-, ni a Jesús. Se ha quedado en su rabia y en sus insultos. Ni siquiera le mueve el ejemplo del otro, preso, como está, en su propia bilis. Se queda ciego, porque «no quiere ver»: ni a Jesús, ni al cambio operado visible y audiblemente en su compinche, que le recrimina su actitud, y le impele a dirigirse a Cristo.

La «circunstancia» era la misma para los dos: «crucificados uno a la derecha y otro a la izquierda» de Jesús, en el mismo Calvario. La gracia «actual» era la misma para los dos; o quizá fuese mayor para el que más lo necesitaba, el segundo. Pero uno «quiso» creer, y el otro «no quiso». Y que conste que el Señor estaba deseando decirle lo mismo a los dos. Pero «no pudo».

¿Por qué Jesús «no pudo», si lo puede todo, si su querer es poder, si basta su mera Palabra para que se haga lo que sea que Él quiera? Por dos motivos.

Primero: porque Dios no puede contradecirse: nos ha hecho realmente libres, con todas las consecuencias. Es más. Como escribe san Josemaría Escrivá, «Dios… ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» (Josemaría Escrivá de Balaguer,´Es Cristo que pasa´n. 113). Y lo hace, repito, con todas las consecuencias; también con la de que podamos usar de nuestra libertad para ofenderLe, para pecar, que es lo que hacemos tantas veces.

La pregunta surge entonces inmediata: si tal es el poder de nuestra libertad, que podamos -y podemos, y lo hacemos- ofenderle, ¿por qué nos la ha dado? Si detrás de todo el mal que hay en el mundo está nuestra libertad, ¿por qué no nos la quita? ¿No sería lo mejor, y lo mejor para todos?

La respuesta también es inmediata: no; absoluta y rotundamente, no. Dios quiere «hijos»: ni marionetas, ni animales; de estos, ya ha hecho bastantes. Dios quiere hijos que le quieran. Libremente. Porque el amor solo cabe en y desde la libertad. Como el que Él mismo nos tiene: absolutamente libre. Se nos entregó con la libertad del Amor.

Y esta es la segunda razón: la libertad es la fuente del amor. Por eso, realmente, amor-amor solo cabe entre personas: a los animales no se les ama; la relación con ellos es sentimiento y sentimentalismo.

También cabe esto último, sentimiento y sentimentalismo, entre las personas; de hecho, se da, con las funestas consecuencias que trae cuando se convierten en el único criterio de relación. Pero también se las puede y debe amar.

Es más: lo mismo que «Dios es Amor», «amar» es la seña de identidad de la vida humana, pues hemos sido creados por Amor, y estamos hechos -naturaliter: por nuestra misma naturaleza humana- para los demás: para amarles; y, por lo mismo, de la vida cristiana: «Amaos unos a otros, como Yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos» (Jn 13, 34), nos dijo Jesús en la Última Cena, como su última y esencial recomendación, «antes de padecer».

Es el «Mandamiento Nuevo». Y esto, esta forma de vida y esta seña de identidad, solo es posible en la libertad del amar.

Por tanto, si Dios nos quitase la libertad, ni Le podríamos amar, ni nos podríamos amar entre nosotros; ni siquiera podríamos amarnos a nosotros mismos tampoco. Ya no seríamos personas: ni hijos suyos, ni hermanos entre nosotros.

Y esto sería -es- un desastre, como lo vemos en las páginas de los periódicos todos los días, tanto a nivel de la relación entre las personas, como en el seno de las familias y de las sociedades, como a nivel internacional: no manda, precisamente, el amor. Sino, tantas veces y tan dramáticamente, todo lo contrario.

Así nos quiere el Señor: libres. Y así hemos de aprender a vivir para poder «ir siendo» lo mismo que Él es: Amor.

Nos queda alguna otra «connotación» de la Misericordia Divina. Para el próximo artículo.

José Luis Aberasturi

2 comentarios

  
Néstor
Dios puede sin ninguna contradicción mover nuestra libertad a la realización de actos buenos libres, más aún, lo hace cada vez que actuamos bien libremente.

Lo contrario sería adherir a la tesis molinista, pero entonces no queda claro el sentido de pasajes como aquel de San Pablo, en el que dice que Dios obra en nosotros tanto el querer como el obrar por su buena Voluntad, o las cláusulas del II Concilio de Orange donde se dice que es don de Dios que creamos, que amemos, que hagamos el bien, todas cosas que hacemos libremente.

En nadie quedó tan manifiesto el don divino de la libertad a las naturalezas racionales creadas como en María Santísima, que no pecó nunca en toda su vida, excepto en el mismo Señor Jesucristo, que simplemente no pudo nunca pecar, porque es Dios.

No hubo otra libertad creada que fuese tan "respetada" como éstas por Dios, a las que no permitió pecar en ninguna ocasión de ningún modo.

El "no quiso", entonces, es más adecuado, entiendo, que el "no pudo". Y como explicación no creo, con San Agustín y Santo Tomás, que pueda ponerse otra que la de San Pablo: "O altitudo sapientiae".

Saludos cordiales.
15/12/15 7:12 PM
  
jose luis aberasturi
Para Nestor:
Por lo que comentas, creo que no has acabado de entender mi artículo. Pero no voy a discutir tu comentarios. Yo, escribo para la gente corriente, y nunca pretendo escribir un "tratadito" de doctrina; ni tampoco usar lenguaje "académico" sino normal: que lo pueda entender esa misma gente. Los "latines" los pongo, con la traducción correspondiente, como una debilidad personal -me tira-, pero nada de pose o así.
17/12/15 2:05 PM

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