Historia de la Iglesia

Autor: R.P. Dr Christian Ferraro

        No es fácil enseñar Historia de la Iglesia.

        Para enseñar Historia de la Iglesia hace falta ser teólogo y tener una comprensión teológica de la historia.

         «Ser teólogo» significa que el primer principio que ilumina cualquier otro desarrollo especulativo o teorético es el dato de fe y, respondiendo a éste, el acto de fe. Sin ello, no hay teología alguna, ni, en rigor, teólogo: habrá solamente un hombre mediocre proponiendo ideas personales y utilizando una cátedra para promocionarse llenando de tonteras la cabeza de sus oyentes y de monedas sus propias arcas.

        «Tener una comprensión teológica de la historia» significa entender claramente y mostrar a cada paso cómo los principios trascendentes de la historia regulan u orientan su marcha. Los dos grandes principios trascendentes de esa historia son la encarnación del Verbo [junto, evidentemente, al mysterio pascual] y, de modo muy particular, la Parousía: es decir, la primera y la segunda venida del Señor. A estos dos principios «estáticos» se añade el principio «dinámico» de la Providencia: la sabia prudencia divina que guía la historia haciendo que las voluntades libres de los hombres misteriosamente sirvan a Sus fines.

        Los «profesores», si así se los puede llamar, enfermos de [neo]modernismo, cuyos intelectos están configurados por la mentalidad progresista y evolucionista, caen inexorablemente en una presentación de la historia de la Iglesia que Hegel consideraría esclava de la mala infinitud (schlechte Unendlichkeit), patológicamente ligada a la dispersión horizontal de la factualidad.

        Justamente, uno de los más graves errores cuando se enseña Historia de la Iglesia en los seminarios y universidades –salvo excepciones estadísticamente significativas– consiste en limitar dicha enseñanza a la descripción resumida de los hechos, a un aglomerado de datos y episodios acerca de los cuales, en el mejor de los casos, se presenta alguna que otra causalidad intrahistórica, mostrando el influjo que un evento habrá podido tener sobre otro, «causas y consecuencias». A esto se añade, en numerosos casos, el recurso frecuente a alguna que otra ironía, crítica o chiste fácil sobre las miserias históricas de algunos hombres de Iglesia. De esto último disfrutan indisimuladamente los neomodernistas, que no dejan pasar oportunidad alguna para vilipendiar a su madre la Iglesia y para alabar a cuanto hereje o enemigo del evangelio se haya opuesto a ella.

        En cambio, el buen historiador católico muestra claramente y a cada paso cómo el «Espíritu le habla a las iglesias» (cfr. Apokalypsis 2,17) y cómo el fin de la historia ordena y ejerce su señorío tanto sobre la Iglesia misma como, aún sin que ellos lo sepan, sobre sus enemigos.

        Por eso, la enseñanza de la Historia de la Iglesia no es ni puede ser neutral sino que siempre incluye una valoración crítica del propio tiempo histórico a partir de la primera y de la segunda venida.

        La pérdida de la conciencia parusíaca, o sea la pérdida completa de la actitud expectante con respecto a la próxima venida del Señor, es un resultado directo de la falta de fe y de visión trascendente: por eso es característica del neomodernismo, y de todos los malos [ya de facto, ya de iure] pastores que se encuentran bajo su órbita.

        En términos estrictamente filosóficos, se trata de la oposición entre fenomenología y metafísica; en términos estrictamente teológicos, de la oposición entre inmanencia antropocéntrica y trascendencia cristocéntrica.

 

        ¡Buen Adviento a todos los amigos!

 

P. Christian Ferraro

5.12.23

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