7.02.17

La todología y sus contraindicaciones

Superbowl

Debo estar un poco nostálgico de mis tiempos de estudiante, pero en estos días recordé la “cargada” con la que solíamos referirnos a un compañero, elocuente en exceso:

“Oh, nn, que sabes de todos los temas, y que si no sabes, inventas”

Todólogo”, le solíamos decir, claramente en lugar de teólogo.

Aunque ya en el ministerio sacerdotal, muy pronto, y especialmente desde que participo en las redes sociales, algunos de los fieles más cercanos me han acusado con toda justicia, diciéndome, por ejemplo: “a ver vos, que opinás de todo, qué pensás de tal o cual cosa”

Por lo que puedo colegir que uno de los defectos más recurrentes en nuestro “gremio” clerical –al menos en Argentina- es la inclinación persistente a ser “todólogos”, a querer opinar sobre todos los temas y abordar cualquier cuestión, y hasta hacerlo con ciertas “ínfulas”.

Indudablemente, el estudio de la Filosofía brinda a los clérigos una natural y razonable aspiración a la totalidad porque, como ciencia de las causas últimas, nada queda fuera de su incumbencia: Dios, el mundo, el hombre… Y ambién hay una tendencia a la totalidad en la Palabra revelada y en la ciencia de la fe, desde la certeza de que Cristo es “la medida de todas las cosas".

Pero esta tendencia juvenil a constituirnos en “todólogos” es reforzada y con frecuencia distorsionada por la misma vida pastoral. Al menos en mi país, un número elevado de fieles laicos suelen tener la falsa impresión de que los sacerdotes “estudian y saben más que nadie” sobre la faz de la Tierra.

Así, erróneamente, somos constituidos en “oráculos” clarividentes de la vida entera, y consultados sobre la más amplia variedad de temáticas y –aquí está lo más inquietante- nuestras opiniones personales son tenidas a veces por “palabra santa”, como si gozáramos de un permanente carisma de infalibilidad.

Indudablemente hay sacerdotes que han consagrado su vida al estudio y la investigación no sólo de la filosofía y las ciencias sagradas, sino también de las ciencias humanas, de la historia, la sociología, la psicología; pero incluso en esos casos resulta conveniente mantener la mesura.

Porque si nos dejamos llevar por esta sensación de infalibilidad, es probable que en más de una ocasión… quedemos en offside.

Así sucedió, sin ir más lejos, el pasado domingo, cuando el Papa Francisco tuvo la oportunidad de dejar un mensaje para el Super Bowl. No dudo que era una oportunidad única para llegar a millones de personas, y que San Pablo hubiera aprovechado esa ocasión sin vacilar. Y la verdad es que leí sus palabras, y me parecieron bastante parecidas a las anteriormente enviadas para el mundial de fútbol en Brasil, o para los Juegos olímpicos, e incluso similares a una ya clásica reflexión de Benedicto XVI sobre el fútbol.

Por eso me impresionó que un joven y aún poco conocido periodista deportivo argentino, en un par de párrafos emitidos casi con descuido, señalara que las palabras del Papa no se aplican especialmente al Fútbol Americano.

“Muchos –señala Sebastián Fest- se quedaran boquiabiertos ante el elogio del Papa a uno de los deportes más cuestionados del planeta. Un deporte en el que, una vez retirados, el 43 por ciento de sus jugadores muestra daños cerebrales. Un deporte en el que explota el doping. Un deporte en el que, “si no hubiera reglas, los jugadores se matarían los unos a los otros””

Personalmente, y más allá del “fuera de juego” de Francisco –que, al fin y al cabo, es sacerdote argentino-, me queda una importante enseñanza para mi ministerio sacerdotal: que debo ser enormemente cauteloso frente a realidades que no conozco suficientemente. Para evitar que mis oyentes “levanten el banderín” y digan, parafraseando a los atenienses, “otro día te escucharemos”.

Y, por si hiciera falta, este “offside” nos ayuda a ver que si bien sólo el Romano Pontífice goza del carisma de la infalibilidad, no lo ejerce siempre y en cualquier circunstancia. Aunque a algunos todavía no les quede claro.

 

6.02.17

¿Cardenales infieles?

Codigo

En los Seminarios suelen circular innumerables chistes y frases irónicas sobre las realidades que somos invitados a profundizar, chistes que amenizan, distienden y ponen color a las horas de estudio.

Uno de los más clásicos era el siguiente:

“El que estudia mucha filosofía, pierde la razón;

El que estudia mucha teología, pierde la fe;

El que estudia mucho derecho canónico, pierde el tiempo…”

 

Me disculparán los canonistas por mi atrevimiento –no puedo evitar recordar el chiste sin sonreírme aunque esté solo- y me permitirán a través de este sencillísimo aporte reivindicarme y reparar por las veces en que osé repetir la ingeniosa y mordaz frase.

 

Y es que en medio de las tormentas que sacuden nuestra vida eclesial he redescubierto ya en más de una ocasión el valor del Derecho Canónico para orientarnos en muchos temas.

Derecho Canónico que –todos lo sabemos- ha sido compuesto por hombres falibles. El Derecho canónico no es palabra inspirada, y sería un grave error elevarlo a una categoría mayor que la que merece.

Pero, aceptado eso, no hay dudas de que el Derecho que nos rige –que sigue vigente, a pesar de ser ignorado tantas veces- recoge siglos de sabiduría, y ofrece a menudo una visión mucho más teologal, amplia y profunda de lo que a simple vista puede sugerir un Codex.

Sólo quiero compartir ahora un canon, más precisamente dos parágrafos de un canon, el 212, que señalan algo muy importante: los derechos de los fieles. Este apartado se refiere a TODOS los fieles y sólo luego habla específicamente de los laicos.

 

212 § 2.    Los fieles tienen derecho a manifestar a los Pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y sus deseos.

 § 3.    Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas.

 

¿Cardenales sin derechos?

No me voy a detener en lo que ya han señalado otros blogueros de Infocatolica y fundamenta la existencia misma del portal (el derecho por el cual ellos no sólo manifiestan a los pastores sino también a otros fieles su opinión sobre temas eclesiales) quiero detenerme ahora en un hecho: los 4 cardenales, al presentar sus dubia, están amparados por el Derecho Canónico.

Y saco el tema una vez más a la luz a raíz de las declaraciones del card. Martínez Sistach quien, refiriéndose a la carta de los cardenales, afirma:

“Esta carta me ha dolido mucho. Me ha impresionado mucho negativamente. Los cardenales tenemos que ayudar al Papa, no ponerle dificultades. Se puede hablar con el Papa o escribirle una carta, pero no publicarla. El contenido no ha sido bien recibido, ni el método tampoco”.

Dejando de lado el hecho de que utiliza la doctrina de las circunstancias atenuantes y eximentes de modo ilegítimo –como ha demostrado el card. Caffarra recientemente, no se aplica este principio para actos futuros, sino sólo para acciones ya realizadas-, y que afirme que “el contenido no ha sido bien recibido, ni el método tampoco” sin aclarar por quién, nos detendremos en que afirma que los cardenales “ponen dificultades” al Papa y que “no pueden publicar” esa carta.

Vayamos por parte, con el canon 212 como guía.

  • Los 4 cardenales tienen derecho a manifestar a los Pastores sus necesidades y deseos: así lo han hecho, en cuanto cardenales y en cuanto fieles, expresando al Santo Padre lo importante que es una palabra clara sobre un tema que está siendo objeto de interpretaciones no sólo divergentes, sino diametralmente opuestas.
  • Tienen el derecho –e incluso el deber-  de manifestar su opinión sobre lo que pertenece al bien de la Iglesia.

Este punto merece un análisis más detallado, en el cual puede llegar a haber divergencias, pero creo que se puede reconocer la realidad tal cual es.

-          El código señala que lo pueden –o deben- hacer “en razón de su conocimiento, competencia y prestigio”. Yo no he escuchado aún a alguien que pueda alegar que los 4 Cardenales carezcan de alguno de estos atributos. Es más, deben ser de los miembros del colegio cardenalicio que de modo más inequívoco pueden ser reconocidos como poseedores  de los mismos. Comentábamos con un hermano sacerdote -un poco maliciosamente- que estos 4 purpurados deben tener un curriculum impecable… o ya nos hubiéramos enterado.

-          La opinión debe versar sobre lo que pertenece “al bien de la Iglesia”: ¿será que el Matrimonio, la Eucaristía, la Confesión, la entera doctrina moral cristiana… son considerados aún relativos al “bien de la Iglesia”?

-          “Salvando la integridad de la fe y de las costumbres”: no solamente no la atacan ni menoscaban, sino que se pronuncian justamente porque ven que se ponen en riesgo ambas.

-          “… la reverencia a los pastores…”: la carta no puede ser más respetuosa hacia la persona y hacia el Oficio del Santo Padre. La actitud de piedad filial y sobre todo de fe sobrenatural en el ministerio que detenta el Romano Pontífice son ejemplares.

-          “… la utilidad común y la dignidad de las personas…” como no soy canonista, no sabría precisar a qué se refiere la última expresión, pero salvo que oculte algún críptico significado, me da toda la impresión de que no se vulnera en absoluto.

Hasta ahí es clarísimo, entonces, que el recurso al Santo Padre es completamente legítimo, en ejercicio de su dignidad de bautizados y más aún en cuanto cardenales. Y que, al hacerlo, no le “ponen dificultades”, sino que realizan su propia misión.

Lo que ha sido más cuestionado, sin embargo, es que ellos hayan hecho pública esta apelación al Santo Padre. Se los ha acusado por este motivo de generar escándalo, de promover la división, y de no sé cuántas cosas más.

Ya se han encargado ellos mismos, sobre todo el Card. Caffarra en la entrevista antes citada, de mostrar cuáles fueron sus motivaciones para dar publicidad al documento.

Yo sólo quiero añadir que en esto el Código, nuevamente, los ampara. Porque no sólo permite manifestar su opinión sobre lo que atañe al bien de la Iglesia a los pastores, sino también “manifestarlas a los demás fieles”.

 

Y me quedo pensando, sin comprender.

¿Por qué estas cosas, que deberían ser de conocimiento habitual entre los pastores, son ignoradas o dejadas de lado?

¿Significa tal vez que ya no está vigente el Derecho eclesial? ¿Y que quienes tienen-tenemos algún tipo de autoridad en la Iglesia podemos ejercerla de cualquier modo? ¿No nos encamina este “método” hacia personalismos peligrosos?

Salvo que, en su fuero íntimo, algunos ya hayan excomulgado –como alguno sugirió hace algunos meses- a los cardenales, y ya no sean fieles cristianos, sino infieles.

4.02.17

El castigo como expresión del amor

Sor CAramSor Lucía Caram y sus heréticas declaraciones han suscitado innumerables artículos en estos días, y nos ha permitido a muchos exaltar nuevamente -y, quizá, profundizar- el misterio ede la virginidad de María “antes, durante y después del parto".

No quiero ser redundante, pero no quería dejar pasar la oportunidad para compartir una reflexión que hace Benedicto XVI en su libro “Luz del mundo". El contexto es el tratamiento de los abusos sexuales de menores por parte de miembros del clero.

Pero en cuanto la negación de las verdades de fe -que siendo pertinaz se transforma en herejía- es un delito canónico, creo que pueden aplicarse casi textualmente las palabras de Benedicto, así como también a todos los ámbitos de la vida eclesial en los que se ve involucrada el derecho y la disciplina.

“…el derecho penal eclesial funcionó hasta los últimos años de la década de 1950, que si bien no había sido perfecto -mucho hay en ello para criticar-, se lo aplicaba. Pero desde mediados de la década de 1960 dejó simplemente de aplicarse. Imperaba la conciencia de que la Iglesia no debía ser más Iglesia del derecho, sino Iglesia del amor, que no debía castigar. Así, se perdió la conciencia de que el castigo puede ser un acto de amor. …

En ese entonces se dio también entre gente muy buena una peculiar ofuscación del pensamiento.
Hoy tenemos que aprender de nuevo que el amor al pecador y al damnificado está en su recto equilibrio mediante un castigo al pecador aplicado de forma posible y adecuada. En tal sentido ha habido en el pasado una transformación de la conciencia a través de la cual se ha producido un oscurecimiento del derecho y de la necesidad de castigo, en última instancia también un estrechamiento del concepto de amor, que no es, precisamente, sólo simpatía y amabilidad, sino que se encuentra en la verdad, y de la verdad forma parte también el tener que castigar a aquel que ha pecado contra el verdadero amor.

Cuando me encontré por primera vez con este texto, poco tiempo después de publicado el libro, me “abrió la cabeza", ayudándome a ver cómo, en efecto, también en mí se había producido un estrechamiento en el concepto del amor.

Castigar al pecador y al que comete delitos contra la fe y contra la unidad eclesial -y ni hablar de tantas otras aplicaciones que, en un sentido mucho más amplio, podrían darse en el plano social, educativo y familiar- es, entonces, un acto de amor:

- hacia quien ha delinquido: no castigar, no sancionar, dejar todo como si no hubiera pasado nada, es “pasar de largo” ante quien está “herido y medio muerto". Podríamos comparar la pena con el vino que el Buen Samaritano aplica sobre las heridas del hombre caído en el camino. Si el que profiere y ventila pensamientos contrarios a la fe no recibe una justa corrección sanción, puede pensar -hasta incluso de buena fe- que lo que hizo no es demasiado grave, y continuar por el camino que lleva a su propia ruina. La sanción, con la privación del ejercicio de ciertos derechos en el ámbito eclesial, le permite, por un lado, dimensionar su falta, a la vez que se le ofrece un tiempo de reflexión y se abre el camino del arrepentimiento.

- hacia quien ha sido ofendido: en este caso, la Santísima Virgen María, la “siempre Virgen", y en última instancia, al Dios Uno y Trino, que en María y en su perpetua virginidad han manifestado de una manera sublime e incomparable su sabiduría y omnipotencia. Los santos han sido siempre celosos defensores del honor de Dios, comprendiendo que verdaderamente las blasfemias lastiman el corazón de Dios, lo ofenden, lo hieren. Basta recordar a Ignacio, impulsado casi a herir al musulmán que osó cuestionar la virginidad de María. El castigo al que blasfema e incurre en herejía -siempre según el derecho- es una manera de expresar el amor a nuestro Creador y Redentor.

-  hacia el Pueblo de Dios que, atónito, escucha a una consagrada relativizar alegremente una verdad tan preciada por él. Y, aún más atónito, se pregunta: “¿por qué nadie hace nada?". “¿Es que acaso en la Iglesia se puede vulnerar lo más sagrado, y todo sigue como sin más?” “¿Es que acaso ya la fe no importa?” Castigar -con la pena canónica justa- a quien ha sembrado confusión y desasosiego es un evidente acto de servicio a los fieles sencillos. Los educa, les brinda seguridad, los afirma en el camino de la verdad.

No sé qué tan lejos pueden llegar estas palabras, y probablemente no sean leídas por quienes podrían intervenir.

Pero igualmente, y a modo de oración, quiero expresar: por amor al Dios y a María, por amor al Pueblo de Dios y por amor a Sor Lucía Caram… esperamos la sanción correspondiente.

 

26.01.17

Acompañar, discernir e integrar.

El buen pastorHace ya bastante tiempo, tuve la dicha de vivir, casi paso a paso, la consigna que encabeza este relato, tantas veces repetida en los últimos meses.

Una persona que estaba viviendo en una segunda unión pudo recibir a Jesús Eucaristía… No quise mirarla en ese momento, para no romper la intimidad de ese encuentro único. Pero mientras yo contemplaba fijamente el Sagrario de mi parroquia, sentía sus sollozos de emoción, y gratitud.

Hubo gran alegría en el Cielo, lo sé, y también en mi corazón de sacerdote. Porque no fue fácil el camino. Porque cada alma es un territorio sagrado. Porque a veces el cansancio provoca el desánimo, y las ganas de dejar todo a medias. Pero, por gracia de Dios, pude llegar hasta el final.

Y todo gracias a esta consigna: Acompañar, discernir e integrar.

Acompañar a esta persona, un alma generosa, mucho más que yo, en esta situación que está viviendo. Acompañarla y sonreírle siempre, escucharla cuando me relataba los dolores de su vida familiar, las situaciones difíciles que vive con sus hijos. Acompañarla también durante el tiempo en el cual no comulgaba…

E integrar. Porque es alguien valiosa, porque conoce a muchas personas, porque tiene espíritu de servicio. Y porque estando consciente de su situación, también lo estaba de lo que sí podía aportar a la comunidad, y así lo aportaba. Plenamente integrada, pero sin poder comulgar, hasta ese día.

El punto más difícil fue discernir. Pero el Señor fue obrando. Hace unos meses, me planteó esta situación. Me dijo cómo había llegado a convivir con un hombre casado. Me dijo cuánto deseaba recibir la absolución y la comunión.

Le dije que como ministro de Dios no podía hacer más que seguir las enseñanzas de Jesús. Y que él había dicho: “que el hombre no separe lo que Dios ha unido” y “el que se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio”. Que no podía recibir la absolución estando en situación de pecado. Que todo acto sexual fuera del matrimonio era pecado mortal. Y que sólo había un camino: vivir como hermano y hermana. Que le pidiera a Dios la fuerza, que luego de rezar mucho se lo propusiera a su compañero actual. Y que no dejara de acercarse a charlar e incluso a confesar sus pecados, aún sin poder recibir la Comunión.

Traté de decirle todo con claridad y firmeza. Suaviter in modo, fortiter in re, como nos solía decir nuestro recordado profesor al hablarnos de la formación de los jóvenes. Con una sonrisa. Escuchando y mirando a los ojos.

Hasta que ese día llegó. A su compañero le resultaba difícil, no entendía, pero aceptó. Ella regresó al confesionario, consciente de la importancia del momento. En su conciencia –rectamente formada, según la Palabra de Cristo y el Magisterio de la Iglesia- estaba claro que el adulterio es un pecado grave. Pero también que ella estaba decidida a no tener ya intimidad.

Recibió la absolución –luego de años- con lágrimas abundantes, y una sonrisa sentida-. Le dije que le daría la comunión en privado, en un día y hora acordados. Que lo hacíamos así para evitar el escándalo, y para que nadie pensara que la Iglesia había cambiado su enseñanza, y que el Matrimonio ya no era para siempre.

Le dije también que si en el paso del tiempo y por fragilidad ocurría que volvían a tener intimidad –que ojalá nunca sucediera- si estaba arrepentida de corazón y se confesaba, podría regresar a confesarse. Que Dios veía su corazón y la veracidad de su propósito de enmienda.

Me agradeció, una vez más.

Luego de comulgar no me dijo nada, ni yo tampoco: regresé a mi casa, y la dejé sola con Jesús Eucaristía en su corazón. Pero en mi interior experimentaba, creciente y suave, la alegría del Buen Pastor: “Alégrense conmigo, esta oveja estaba perdida y ha sido hallada”

Recordando esta experiencia, puedo decir con toda convicción:

Que no es necesario mutilar la doctrina ni contradecir a Cristo para ser misericordiosos: La oposición “doctrina-misericordia” pasará a ser el vergonzante botón de muestra de la confusión eclesial actual.

Que la Verdad resplandece por sí misma, y que cuando la persona tiene buena voluntad y es humilde, las exigencias del Evangelio son completamente evidentes, y, a la vez, alcanzables.

Que es mentira que sólo cambiando la disciplina sobre los sacramentos seremos una Iglesia Samaritana, sino todo lo contrario.

Que los fieles laicos, si se les enseña bien, si se les predica con amor… no se alejan de Cristo, sino al revés: aumenta en ellos el deseo de unirse a Él.

 

Y todo gracias a que pude –sólo por gracia de Dios- acompañar, discernir e integrar.

 

22.01.17

¿Son todavía valiosos los Ejercicios Ignacianos?

IgnacioHe pasado unos días de misión en la zona rural de mi parroquia, y me apresto a dar “Ejercicios Espirituales Ignacianos” para mis feligreses.

Sobre los ejercicios se ha escrito mucho. Algunas veces se ha hablado de ellos en forma despectiva. Y quizá los más agudos puedan descubrir algunas falencias u olvidos, o tal vez ciertas estrecheces. Pero no debemos olvidar que han sido vivamente recomendados por los papas, a tal punto que Pio XI les dedicó una encíclica, sobre la cual versa el artículo que comparto.

Lo cierto es que si intentamos calar hasta la médula de los EE, nos introducimos en el alma del peregrino de Loyola, y su búsqueda apasionada del querer divino y la santidad. Un alma vivamente entusiasmada por la Iglesia, por la defensa y propagación de la fe, por el intenso amor a la verdad y al bien frente a los ataques contra ella de su tiempo… que son los nuestros.

Me consta por propia experiencia que hoy, casi 500 años después, los Ejercicios siguen siendo una poderosísima herramienta para llenar de “fuego” las almas de quienes se disponen a ellos con “gran ánimo y liberalidad”

Rechazando el error de querer reducir TODA la espiritualidad cristiana al pequeño librito y método ignaciano, no dudo en afirmar que siguen siendo un elemento vital e insustituible. No en contraposición de otros aportes de muchas otras escuelas, sino aportando su genialidad propia para la armonía del conjunto que se llama “espiritualidad cristiana". 

Les dejo a continuación un bellísimo texto de Monseñor Adolfo Tortolo, recogido en la Revista Mikael, y puesto en la web por el p. Javier Olivera Ravasi. Tortolo, como cada vez, aúna el rigor en el pensamiento con la belleza en la expresión, el enraizamiento en la Tradición y la originalidad en la transmisión.

 

EL HOMBRE MODERNO Y LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES (Mons Tortolo)

El 20 de diciembre de 1979 se cumplirán cincuenta años de la publicación de la Encíclica MENS NOSTRA, de Su Santidad Pío XI, sobre los Ejercicios Espirituales. La materia allí tratada pertenece al caudal de doctrina siempre perenne. Volver a ella es volver a respirar el aire de la Biblia.

 

I. EL AUTOR

Pío XI pertenece a la línea de los grandes Pontífices de la historia. Su pensamiento está profundamente acrisolado por el vigor de su inteligencia, y su voluntad acrisolada también por la conciencia del deber inherente a la misión apostólica a la que el Señor lo destinara.

Pío XI fue un meditativo que trabajó, oró y sufrió en silencio y soledad. Vivió envuelto en el halo del silencio no para alejarse de los hombres sino para pensar y meditar los grandes pensamientos, convertidos en pan para alimentar a sus hijos.

Su magisterio, quizás desprovisto de poesía, no lo está de belleza. Supo amar con la cabeza y pensar con el corazón, aun cuando el autocontrol emocional lo hacía aparecer hermético.

Todo su Pontificado ocurrió en tiempos difíciles y árduos, pero logró accionar con una intrepidez que aún hoy asombra. Valgan como ejemplos su contracción a la vida de la Acción Católica, animada por sus múltiples Documentos, la renovación de los Seminarios, los Pactos de Letrán, las Misiones y la Jerarquía autóctona, las tres grandes Encíclicas condenando al racismo, el fascismo y el comunismo.

Su Pontificado quedó revestido de una singular grandeza, incluyendo la que es propia de los Santos.

En los días del Vaticano II, en un viaje a Verona, escuché del Cardenal Confalonieri —antiguo Secretario Particular de Pío XI— esta afirmación enfática y firme: “Pío XI é un Santone” (Pío XI es un santazo).

Y la Doctora Capelli, co-fundadora con Pío XI de un Instituto dirigido al mundo intelectual, me habló de las profecías de Pío XI. En estos casos normalmente el Santo Padre se ponía de pie y le hablaba con un lenguaje sentencioso: “Ascolti: questo me lo dice il Signore". Y las profecías se cumplían.

Pero al mismo tiempo no deja de maravillar su predilección y su trato paternal y tierno para con Santa Teresita del Niño Jesús, insistentemente exaltada, a quien llamó “la Estrella de su Pontificado", y cuyo “huracán de gloria” lo tuvo gozosamente estremecido.

Esta introducción nos advierte que un Documento de Pío XI a toda la Iglesia debe tener consistencia y contenido extraordinarios y debió ser objeto de profundas meditaciones. Por eso la MENS NOSTRA no pasa, aun cuando pasa el tiempo.

Diez días después, el 31 de diciembre de 1929, publicaría el Papa la DIVINI ILLIUS AAAGISTRI, cuyos puntos de coincidencia con la Mens Nostra son evidentes.

Una y otra Encíclica exponen, no sin divina inspiración, la formación del hombre sobrenatural.

 

II. A QUIÉN VA DIRIGIDA LA MENS NOSTRA

Esta Encíclica se dirige a todo el mundo —Urbi et Orbi— pero de un modo especial a los Obispos, guías y formadores del Pueblo de Dios y de sus conciencias. Está dirigida a quienes son capaces de profundizar y ascender en orden al espíritu y de proyectar o promover esa ascensión espiritual en todos los niveles.

Pero está dirigida con carácter especial al hombre de la sociedad moderna, cuya modernidad consiste en la búsqueda del mayor goce con el menor número de renuncias; para el hombre moderno superficial y vacuo, que asume como filosofía de la vida la superficialidad de su propia existencia.

La característica de este hombre moderno es la huida de Dios y luego de sí mismo. Muy pronto apagará la luz de la conciencia, dominado por el temor cobarde a una conciencia que llama y grita.

Este hombre moderno no es el que plasmó Dios. Este hombre moderno es hijo de la insensatez, dominado por constantes contradicciones, y cuya razón de ser parece estar encubierta en la palabra “nada".

Por desgracia el hombre de la mentira, de la vacuidad de la existencia es el hombre universal. Su raza no se extingue.

El Documento del Papa es un llamado a este hombre universal a quien quiere despertar de su sopor enervante y hacerlo volver a la seriedad de la vida, a la responsabilidad de la existencia; para quien vivir sea cumplir un destino, asumir una misión, responder con grandeza al don de la vida.

La voz del Papa quiere restaurar en el fondo de cada corazón la jerarquía de valores que han de ser vividos como una opción absoluta.

 

III. CÓMO REHACER AL HOMBRE

La riqueza y la grandeza del ser humano parten de su vida racional. La gracia lo inserta en Dios y en sus Misterios; hace del hombre partícipe de Dios.

Esta vida racional entra en juego mediante las potencias del alma: inteligencia y voluntad. Facultades o potencias que crecen con su actividad y hábitos propios, y se perfeccionan en la medida en que se dan y entregan a la Verdad y al Bien. Verdad y Bien que constituyen el absoluto de Dios.

Según el lenguaje bíblico el hombre que asienta su vida sobre arena, construye en vano. Construye sobre la mentira y sobre el mal. De este modo degrada sus potencias y se hace un hombre infrahumano, que vive en la pesada y lúbrica atmósfera de un submundo. Los hábitos malos esclerosan la conciencia, invierten a todo el hombre. Es difícil restaurar al hombre por cuanto al huir éste de sí mismo torna imposible su cambio interior.

Pero todo este proceso no acaba ni muere con el individuo. El área de la mentira y del mal se extiende y afirma, cristalizada en una civilización del confort, del placer, del hedonismo degradante, del pecado sin escrúpulo, de la moral permisiva hasta llegar a esta terrible transmutación de llamar mal al bien y bien al mal, a la mentira verdad y a la verdad mentira.

 

IV. EL DIAGNÓSTICO

Para este hombre moderno Pío XI tiene un diagnóstico terminante y claro; diagnóstico vertido en palabras objetivas y concretas, diagnóstico ordenado a liberar al hombre de su fatal enervamiento. Y el diagnóstico es el siguiente: el mundo, el hombre, está enfermo, muy enfermo de gravísima enfermedad. El Papa desciende a la raíz de las cosas y a su razón de ser. Enfatiza con vigor y rigor el mal contemporáneo.

Estas son sus palabras: “La gravísima enfermedad de la edad moderna, y fuente principal de los males que todos lamentamos, es esa ligereza e irreflexión que lleva extraviados a los hombres. De aquí la disipación continua y vehemente en las cosas exteriores; de aquí la insaciable codicia de riquezas y de placeres que poco a poco debilita y extingue en las almas el deseo de bienes más elevados, y de tal manera las enreda en las cosas temporales y transitorias, que no las deja levantarse a la consideración de las verdades eternas, ni de las leyes divinas, ni; aun del mismo Dios, único principio y fin de todo el universo creado".

Este solo párrafo de la Encíclica la contiene toda. Cada palabra ocupa su justo lugar, lleva intacto su particular contenido y despeja toda duda.

El inmediato sucesor de Pío XI, Su Santidad Pío XII, ha expresado esto mismo en síntesis genial: “Todo se ha perfeccionado menos el hombre". Por otro camino llega a la misma enfermedad del hombre.

El párrafo de Pío XI señala, a través de varios substantivos, la autogénesis del mal y esa terrible degradación progresiva que lleva a la autodestrucción.

He aquí un elenco:

Ligereza, irreflexión, disipación continua y vehemente, insaciable codicia de riquezas y placeres, debilidad y extinción en las almas del deseo de bienes más elevados, enredo, y servidumbre en las cosas temporales que impide a las almas levantarse a las Verdades eternas.

Esta gravísima enfermedad del espíritu es hija del pecado y de la subversión de valores. Su enfermedad llega a la incapacidad de resistir; los tóxicos son tan fuertes como la misma enfermedad.

Cuando las facultades racionales del hombre no son puestas en acción, es decir, cuando el ser humano no habla, ni piensa, ni ama, ni escruta la invisible realidad de las cosas, ese modo de actuar del hombre es infraracional. Las potencias del alma se oxidan, el universo sigue rodando como rueda que rueda en el vacío, sin introducir ni aportar nada, a excepción de su estéril movimiento.

Pensar en sí mismo es fácil. Pensarse a sí mismo es difícil y duro. Para pensarse a sí mismo el hombre debe descender y llegar a los senos más profundos del alma y arrancarse a sí mismo su propio secreto: “Soy esto que soy".

La inmanencia rige el orden de la vida. Cuanto más elevada es una vida, más es inmanente. Dios vive ad intra de un modo eminente y absoluto. Se conoce y se ama desde su interior y hacia su interior. De manera semejante, invita al hombre —su creatura— a entrar en las sendas interiores del espíritu, para que se conozca, sepa quién es, descubra para qué vive, hacia dónde proyecta su personalidad, hasta que finalmente se sienta copartícipe con Dios de una misma vida.

 

V. LA RUTA HACIA DIOS

El ejercicio de las potencias tiene su cima y su cumbre en Dios, Verdad sobre toda verdad y Bien sobre todo bien. Cada uno de nosotros tiene que dar una respuesta a la invitación divina de subir más alto. O, si se quiere, cada uno de nosotros debe renacer —nacer de nuevo—, pero renacer llevando en sí mismo la imagen viva de Dios.

Para este renacer no son suficientes las fuerzas humanas. Se necesita el poder infinito de la gracia que por su propia naturaleza tiende a la perfección del hombre.

La expresión más acabada de este proceso es la SANTIDAD. Santo y perfecto se identifican. Alcanzar la santidad es la meta, el fin al que debe tender toda vida cristiana, cuyo ordenamiento debe responder esencialmente el fin último del hombre.

Todos los grandes procesos interiores necesitan una clara noción del fin y una voluntad férrea para lograrlo. Pero, además, los procesos que cambian el corazón de raíz, los que conducen a su vez al Corazón de Dios, son hijos y brotes de la oración. Esta es la llave maestra que abre el Corazón de Dios y el del hombre y establece entre ambos una inagotable corriente de vida divina, de sangre transformadora y nutriente.

En el orden de las “gracias fuertes” —aquellas gracias que renuevan o hacen renacer al hombre— la gracia de la oración es quizás la primera después del bautismo. La oración nos introduce en el fecundo silencio de Dios, pero nos introduce también en un abismo de luz, a cuyo resplandor es fácil discernir los grandes valores o las efímeras apariencias que defraudan cualquier ansia de ascensión espiritual.

Séanos lícito repetir una vez más cuánto peso llevan las palabras bíblicas: mentira y verdad, mal y bien. Para el hijo de la mentira, mentir, corromper, le es esencial o al menos necesario. El hijo de la verdad tiene el poder sagrado de participar de Dios, porque Dios es Verdad y es Amor.

El hijo de la verdad vive la verdadera escala de valores. Piensa, juzga, ama, es hombre en la medida en que esa escala se convierta en el principio y fin de toda su existencia. Desde esa escala de valores aprende a pensar, a ordenar el interior, a discernir el valor de las cosas, a jugarse entero por los grandes bienes.

 

VI. LA RESPUESTA DEL BIEN Y DE LA VERDAD

A la gravísima enfermedad y fuente de todos los males, opone Pío XI la irrupción de bienes que bajan al corazón del hombre, cuando el hombre “busca de veras a Dios". Es la antítesis del mal que había señalado. He aquí sus palabras:

“Al obligar al hombre al trabajo interior del espíritu, a la reflexión, a la meditación, al examen de sí mismo, es maravilloso el desarrollo que da a las facultades humanas; de tal manera que en esta insigne palestra del espíritu la razón aprende a pensar con madurez y ponderar equilibradamente las cosasla voluntad se fortalece en gran medidalas pasiones se sujetan al dominio de la razón, la actividad, unida a la reflexión, se ajusta a normas fijas y sensatas, y toda el alma resurge a su nobleza y excelsitud nativas“.

Párrafo tan denso debe ser meditado hasta arrancarle su más profundo contenido, el misterio de las cosas en orden a sí mismo y en orden a Dios.

 

VI. LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

Aprender a pensar, a guardar silencio interior, buscar la soledad de espíritu y anclar en ella, amar con ese amor que es más fuerte que la muerte, es obra de hombres que han tomado en serio el por qué de la existencia.

El hombre que ha restituido en sí mismo la imagen viva de Dios se ha desposado con la Verdad y con el Bien. En él ha nacido el santo. Siente la necesidad de penetrar en todos los abismos y planear sobre todas las cumbres.

Ahora se siente libre, feliz poseedor de sí mismo, ansioso de realizar proezas por su Dios. El fin último de su vida, la razón de su existencia se ha logrado. Está bebiendo la copa de la paz.

La historia de las almas santas, empleando éste u otro lenguaje, nos hace vislumbrar el vacío, la necedad, la superficialidad, la vacuidad de un alma que vive de afuera para afuera. Los santos, por su parte, son clara y terminante reacción a la superficialidad humana. Obran desde adentro para adentro.

El Señor nos ha dicho que vino al mundo para traer la guerra y no la paz, la violencia y no la inercia. Nos ha querido decir con esto que la vida espiritual, la que Él trajo al mundo, exige lucha. Al esfuerzo por reordenar el interior se lo llama Ejercicios Espirituales.

Ejercicios Espirituales por cuanto se empeñan en la doble dimensión del alma: hacia la profundidad de los abismos y hacia la altura de las cumbres, obra de la oración y del silencio, pero también obra de una lucha a sangre y fuego contra las concupiscencias. Destacamos el poder absoluto de la oración; esa nobleza espiritual que importa el trato y la convivencia con Dios.

Todos estos héroes disciplinaron sus vidas con la oración, azotes, ayunos, trabajos apostólicos, cumplimiento del deber de estado. Y se convirtieron en transfusores de santidad. De los Santos brotaron santos. Floreció el desierto.

A esta no fácil lucha, a este constante vigilar las operaciones y los movimientos del alma llamamos Ejercicios Espirituales.

Estas dos riquísimas palabras son capaces de elevar a toda una generación, a todo un mundo. Pueden producir una revolución espiritual.

De hecho la han producido. Y por esas ironías de la gracia, el instrumento para esta revolución espiritual es un pequeño libro: el libro de los Ejercicios según la mente de San Ignacio de Loyola o Ejercicios Ignacianos.

Vienen superando desde hace siglos las pruebas de fuego: pero doctrina y método quedaron intactos.

Su autor es Dios. Su instrumento San Ignacio de Loyola. Todo el libro está impregnado de noble grandeza espiritual.

Lo que fue y sigue siendo para la doctrina de la Iglesia la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, en orden a la ascética cristiana lo son los Ejercicios de San Ignacio de Loyola.

De entrada ubican al hombre frente a una ley metafísica: el Principio y Fundamento. O sea, el fin del hombre. Acaban con la contemplación para alcanzar amor, punto final y término del vivir humano.

Como el mundo moderno no se entiende a sí mismo ni comprende al hombre, menos entiende el supremo principio ordenador que son los Ejercicios. En medio de tanta confusión no faltan quienes aseguran que ya pasó el siglo de San Ignacio y que el libro de los Ejercicios Espirituales es una pieza de museo.

Sin embargo nos salvará la Suma Teológica y nos salvará el libro de los Ejercicios.

 

ADOLFO TORTOLO

Arzobispo de Paraná