17.09.11

Una preciosa carta

Diez reclusos de la cárcel de Martutene participaron, acompañando a Mons. Munilla, en la JMJ. Sobre esa experiencia han escrito una carta que merece la pena ser leída.

Entre otras cosas, dicen sobre la Vigilia de Cuatro Vientos: “Muchos de nosotros no pudimos conciliar el sueño por la emoción que nos embargaba… ¡nos sentíamos libres! Pasamos la noche contemplado las estrellas y ‘levantando los ojos y el corazón al cielo para rezar’, como nos dijo más tarde el Papa, tratando de poner orden a tanta novedad y emoción”.

Me ha llamado la atención el “¡nos sentíamos libres!”. Para ellos ese sentimiento era una “novedad”. Ciertamente lo que más desea un preso es quedar libre, poder salir a la calle, volver a comprobar que el mundo no se reduce al estrecho horizonte de un centro penitenciario.

Varias veces me pregunto si hoy el concepto clave de “salvación” sigue diciendo algo a la mayoría de los hombres. El cristianismo anuncia la salvación y le pone nombre y rostro: la salvación es Jesucristo, la comunión y la amistad con Él.

Pero, a pesar del carácter revolucionario de este anuncio, parece que ya no supone una auténtica “novedad”, una sacudida profunda que transforme nuestras vidas. A diferencia de los presos, que ansían la libertad, corremos el riesgo de sentirnos tan satisfechos con nosotros mismos que ya no anhelamos nada que nos sea otorgado como un mero don, como un regalo.

En cierto modo, la expectativa de lo “imprevisto” ha sido abandonada en favor de la búsqueda de “seguridades”, de unas seguridades que nunca son gratis, sino que dependen de nuestra capacidad de cotización: seguros médicos, seguros de vida, seguros de desempleo…

Mientras nos sentimos “seguros” todo parece ir bien. Por otra parte, la experiencia muestra, tantas veces, que nada viene de balde. Hemos crecido inmersos en la cultura de los derechos: “nadie me ha regalado nada; si acaso, me han reconocido lo que me es debido”, oímos y pensamos tantas veces.

No es del todo verdad. La mayor parte de las cosas las recibimos gratuitamente, empezando por la vida. La vida no nos la damos a nosotros mismos, sino que la hemos recibido como algo completamente imprevisto. Y, como la vida, tantas otras cosas: el aire para respirar, el sol o la lluvia, el mar o las montañas, la amistad de los otros o el amor de quienes nos quieren.

No aconsejo a nadie que procure ir a la cárcel. Sí, si tiene ocasión de hacerlo, que visite alguna tratando de experimentar lo que pueden sentir quienes allí se encuentran recluidos.

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16.09.11

Los caminos de Dios

Homilía para el Domingo XXV del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

La misericordia de Dios se despliega en su plan de salvación; un designio que abarca a todos los hombres de todos los pueblos. La voluntad divina es “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2 Tim 2,4). Dios va llamando a quienes se encuentran en la plaza del mundo para invitarlos a trabajar en su viña, a formar parte de su Iglesia. A todos, independientemente de cuando se produzca la llamada, a primera hora del día o al caer la tarde, les ofrece el mismo salario, que no es otro que la vida eterna.

Podemos interpretar de diversos modos complementarios el sentido de esta parábola que recoge San Mateo (cf Mt 20,1-16). Puede referirse al papel desempeñado por Israel en la historia de la salvación. Israel fue elegido como pueblo de Dios. Fue llamado a primera hora, pero no para ser el destinatario exclusivo de la salvación divina, sino como signo de la Iglesia, de la reunión futura de todas las naciones. También los gentiles, aquellos que no forman parte del pueblo hebreo, han sido invitados a trabajar en la viña, a entrar en la Iglesia.

Podemos interpretar asimismo esta parábola como una muestra de que Dios no discrimina a nadie, de que quiere contar con la colaboración de todos. Con una lógica meramente humana cabría pensar que un propietario que saliese a contratar jornaleros escogería a los aparentemente mejores, a los más aptos para el trabajo, y dejaría a los demás en el paro. Dios, en su oferta de salvación, no actúa así. Él da a todos una oportunidad. No llama solamente a su Iglesia a los aparentemente justos, puros y perfectos. Llama también a los pecadores: a Mateo, un publicano; a la Magdalena, que había estado endemoniada; a Pablo, un perseguidor de la Iglesia.

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14.09.11

A propósito de un “Preámbulo Doctrinal”

He leído el comunicado de la Sala de Prensa de la Santa Sede sobre el encuentro mantenido en el día de hoy, 14-X-2011, entre la Congregación para la Doctrina de la Fe y la Fraternidad Sacerdotal San Pío X.

Me parece un comunicado muy interesante. No solo por lo que dice, sino por lo que promete: “la Congregación para la Doctrina de la Fe considera como base fundamental para alcanzar la plena reconciliación con la Sede Apostólica la aceptación del texto del ‘Preámbulo Doctrinal’ que ha sido entregado durante el encuentro del 14 de septiembre de 2011”.

Se menciona explícitamente un “Preámbulo doctrinal”; es decir, un punto de partida, una especie de base común que ha servir de supuesto para abordar cuestiones posteriores. Y no olvidemos el adjetivo: “doctrinal”, concerniente a la doctrina. No se trata solo de disciplina o de ritos, sino de doctrina.

¿De qué trata tal “Preámbulo”? Según la Sala de Prensa, “enuncia algunos principios doctrinales y criterios de interpretación de la doctrina católica, necesarios para garantizar la fidelidad al Magisterio de la Iglesia y el ‘sentire cum Ecclesia’, dejando al mismo tiempo a la legítima discusión el estudio y la explicación teológica de determinadas expresiones o formulaciones presentes en los documentos del Concilio Vaticano II y del Magisterio sucesivo”.

Cuando se conozca ese “Preámbulo”, su aportación a la gnoseología teológica será, cabe suponer, de gran valor. Ayudará a discernir cómo compaginar la fidelidad al Magisterio, también al Magisterio ordinario no infalible –fidelidad que se le pide a todo católico-, con la legitimidad, y podríamos decir incluso con la necesidad, de mejorar y aun discutir teológicamente determinadas formulaciones concretas.

En algún sitio he leído que “porque los dogmas son verdaderos, pueden ser interpretados”. Obviamente, no de cualquier manera, ya que tratándose de “dogmas” en sentido estricto se fija no solo un contenido sino también un lenguaje. Si esta apertura a la interpretación cabe en el magisterio extraordinario, mucho más puede caber en el magisterio ordinario y, sobe todo, en el magisterio ordinario no infalible.

Debe quedar claro que jamás se puede interpretar un “dogma” en contra de lo que dice expresamente y tampoco en contra del sentir de la Iglesia, de su tradición, de su catolicidad, de su universalidad. Clarificar las posibilidades de recta interpretación en lo que atañe al Magisterio ordinario no infalible será un gran servicio que este “Preámbulo”, si se hace público, puede prestar a todos.

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11.09.11

Confesarse y confesar

Leía hoy, en el “Oficio de lectura", el comienzo del sermón de San Agustín sobre los pastores: “No acabáis de aprender ahora precisamente que toda nuestra esperanza radica en Cristo y que él es toda nuestra verdadera y saludable gloria, pues pertenecéis a la grey de aquel que dirige y apacienta a Israel".

Nuestra esperanza, nuestra gloria y nuestro Pastor es Cristo. Es muy importante no dudar al respecto. Sin Cristo todo quedaría privado de fundamento, de soporte, de razón de ser. Cristo, el Señor, es la revelación del Padre y es, a la vez, la Cabeza y el Esposo de la Iglesia.

El ministerio pastoral, sin Él, no sería nada. Ha sido Él quien nos ha hecho pastores a los sacerdotes - y , por excelencia, a los obispos - “según su dignación y no según nuestros méritos". Si el Señor ha querido que hubiese pastores ha sido únicamente con vistas al bien de su pueblo. Y jamás quien desempeña este ministerio debe olvidar dos cosas: que es cristiano y que, para ayudar a otros cristianos, es también pastor.

Un sacerdote - y un obispo - es, ante todo, un fiel cristiano. Como tal tiene una sola meta en su vida: llegar a Dios. Además, por el hecho de ser pastor, carga con un peso añadido; colaborar para que los demás lleguen también a Dios: “Son muchos los cristianos que no son obispos y llegan a Dios por un camino más fácil y moviéndose con tanta mayor agilidad, cuanto que llevan a la espalda un peso menor. Nosotros, en cambio, además de ser cristianos, por lo que habremos de rendir a Dios cuentas de nuestra vida, somos también obispos, por lo que habremos de dar cuenta a Dios del cumplimiento de nuestro ministerio".

Si San Agustín tiene razón, y yo creo que sí la tiene, los obispos habrán de dar cuentas a Dios doblemente. Y, junto a ellos, también los sacerdotes. Sería muy triste que, al final de la jornada, nuestras manos estuviesen completamente vacías. Mucho más que estuviesen manchadas. Pero, habiendo dado cuenta de nuestra pobre vida, nos quedaría aún dar cuenta de nuestro ministerio; del bien que hemos dejado hacer a Dios a través de nosotros o del bien que hemos impedido. O hasta del mal propiciado.

Dios hace el bien a través de sus sacerdotes de un modo destacadísimo en el sacramento de la Penitencia. Dios se complace en perdonar y ha querido instituir un sacramento - un signo sensible y eficaz - de esa voluntad suya. Un ministro del perdón es, antes que nada, un beneficiario del mismo. Parafraseando a San Agustín se podría decir: “con vosotros, penitentes; para vosotros, confesores".

Sí, primero penitentes. Porque un sacerdote es un ser humano. Es como cualquier otro hombre capaz de lo mejor y de lo peor. De ser dócil a la gracia o de traicionarla. De confesar a Cristo o de negarlo. Él es el primero que necesita oír las palabras de la absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

Desde esa humildad, desde ese realismo, se sabe también ministro, instrumento, del que el Señor se sirve para perdonar a otros. El sacerdote es siempre un recuerdo de que hay cosas que no podemos darnos a nosotros mismos, sino que nos vienen dadas como un regalo, como un don inmerecido: por antonomasia, la Eucaristía y el perdón.

Desde el comienzo de la Iglesia, se ha ejercitado esa mediación. La historia del sacramento de la Penitencia es singular. Muchas veces se ha querido evitar el rigorismo, en la conciencia de que no es lícito acotar la infinita misericordia de Dios.

Pese a los cambios históricos, la estructura fundamental del sacramento ha sido siempre la misma: por una parte están los actos del hombre - la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción - y por otra la acción de Dios por ministerio de la Iglesia.

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10.09.11

El perdón indivisible

Homilía para el Domingo XXIV del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Dios es “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102). La misericordia de Dios tiene por objeto nuestra miseria, nuestras debilidades y pecados. Él es rico en misericordia porque ofrece a los pecadores el perdón por la penitencia sin ninguna limitación. Como explica Benedicto XVI: “A pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar ‘obstinado’, y nos envuelve en su inagotable ternura”.

La vida de nuestro Señor Jesucristo, y de modo particular su Cruz, revelan la misericordia de Dios. Si el misericordioso es aquel que se deja conmover y que se inclina para atender a las necesidades de otro, no cabe pensar inclinación más profunda que la Cruz. Cristo, dice santo Tomás de Aquino, no solo es misericordioso por la aprehensión de nuestra miseria - porque en cuanto Dios conoce la pasta de que estamos hechos – sino que lo es también por la experiencia, “y así es como Cristo, de modo principalísimo en la Pasión, probó en carne propia la miseria nuestra”. Por eso la enseña, la manda y la ejercita.

En la oración del Padrenuestro el Señor nos enseñó a pedir: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El Catecismo Joven de la Iglesia Católica (Youcat) explica el sentido de esta petición: “El perdón misericordioso, que nosotros concedemos a otros y que buscamos nosotros mismos, es indivisible. Si nosotros mismos no somos misericordiosos y no nos perdonamos mutuamente, la misericordia de Dios no puede penetrar en nuestro corazón” (n. 524). Un corazón cerrado a la acción de la gracia hace imposible el perdón y bloquea nuestra participación en la misericordia de Dios.

El libro del Eclesiástico pone de relieve la contradicción en la que incurre la persona rencorosa, vengativa e inclemente: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados?” (Eclo 28,3-4).

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