Formalismos
Dicen que el “formalismo” es la tendencia a concebir las cosas como formas y no como esencias. Se entiende que la “forma”, en contra de Platón, es la pura configuración externa y no aquello que atañe a lo real.
En gran medida la cultura relativista actual es “formalista”. Lo externo parece más importante y más decisivo que lo interno. “Aparentar” es casi más que “ser”. La democracia corre el riesgo de convertirse en el reino de la forma: Si se observan los procedimientos “todo vale”, o “todo puede llegar a valer”.
En cierto modo es verdad. La democracia es un procedimiento. Se trata de oír a las mayorías. El “pueblo”, se dice, tiene la última palabra. ¿Qué dice el pueblo? Puede decir, casi, cualquier cosa. El “pueblo” es la gente común. ¿Y qué dice la “gente común”? Puede decir varias cosas: lo que piensa, lo que siente o lo que, por medio de la propaganda, puede verse inducida a pensar o sentir.
Apostar por la democracia es, en principio, un acierto. En el gobierno de un Estado parece que el pueblo tiene mucho que decir. Y, sin duda, lo tiene. Pero el acierto no está asegurado. Juan Pablo II decía que “la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Centesimus annus, 46).
Está muy bien que los ciudadanos elijan a sus gobernantes. Pero no basta con eso: “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Centesimus annus, 46).