1.05.12

Comienza mayo

Y nos sorprende “con el corazón en un puño”, por usar una expresión popular. El día del trabajo es casi el día del “sin trabajo” o el día del que “casi” está sin trabajo o el día, nefasto, en el que el “ex –trabajador” se queda sin subsidio.

Mal, mal, mal comienza mayo. Y los que leemos los periódicos no sabemos muy bien – al menos yo – con qué quedarnos. Que si las inversiones sin recortes, para reactivar la economía; que si los recortes sin inversiones, para reducir la deuda; o que lo uno y lo otro, como si se tratase de la cuadratura del círculo: recortes, sí; inversiones, también.

Es muy normal que una persona no versada en Economía comparta mi perplejidad. Es algo menos normal que, si se lee lo que dicen algunos expertos - o que pasan por tales -, se vaya de la perplejidad a la confusión total, al sinsentido, a la convicción profunda de que el mundo es demasiado complicado para que uno lo entienda.

Parecería de sentido común que, para equilibrar las cuentas, no se puede gastar más de lo que se ingresa. Pero, a la vez, si no se pone dinero en circulación, todo se paraliza. Algo así como si los pulmones hubiesen conseguido expulsar todas las inmundicias, toda la contaminación del tabaco y de la polución ambiental, pero al precio de quedar reducidos a no oxigenar ninguna sangre, porque ya el organismo está desangrado.

Lo peor de las crisis no son los números, son las personas. Y a las personas no se les ayuda con demagogia y con proclamas, sino con medidas justas, bien pensadas, bien explicadas, suficientemente argumentadas.

Y se les ayuda, además de con justicia, con solidaridad, con caridad, que no son la otra cara de la justicia, sino, si acaso, su complemento necesario.

Pero yo no quería hablar de todo esto, de temas que me afectan, aunque no tenga conocimientos suficientes como para expresar algo con un mínimo de seriedad.

Quería decir que, también, a pesar de todo, mayo es el mes de María. Y que es bueno y noble imitar sus virtudes: Ella acoge a Jesús, su Hijo, aunque no tenga una casa enorme para ofrecerle. En Caná, está pendiente de los novios que celebran su boda más que de su propio bienestar personal. En la Cruz, no se desentiende del que padece, sino que continúa a su lado.

No es únicamente la madre que comparte las amarguras; es, asimismo, la madre de las buenas noticias, de la alegría de la Pascua. La madre de la fe, de la esperanza y de la caridad. La madre del consuelo y de la paz.

Como siempre, y el “siempre” incluye el “hoy”, honrar a María equivale a abrir los ojos, para ver más y para ver mejor, para que nada – ni nadie – se nos pierda de vista.

Guillermo Juan Morado.

30.04.12

28.04.12

El débil rebaño

La oración colecta de la Misa del cuarto domingo de Pascua se refiere a la Iglesia con la denominación de “débil rebaño” del Hijo de Dios. Es una expresión que recuerda la empleada por el mismo Jesús, que llama a su Iglesia “pequeño rebaño” (cf Lc 12,32), y que tiene su precedente en el anuncio profético de que Dios mismo pastoreará a su pueblo (cf Is 40,11; Ez 34,11-32).

La Iglesia es, en medio del mundo, un débil y pequeño rebaño - pussilus grex - que Jesús pastorea. Es una realidad humilde, que no se impone ni por su tamaño ni por su fuerza. Después de dos mil años de cristianismo, son muchos los que aún no han conocido a Cristo ni se han incorporado a su Iglesia.

La Iglesia es también una realidad débil: no cuenta con ejércitos; no tiene unos ilimitados recursos económicos; no figura entre las potencias mundiales que pretenden decidir el destino de la historia. Más aun, la Iglesia es débil porque carga con los pecados de sus miembros, los de cada uno de nosotros; los tuyos y los míos.

A este pequeño rebaño, Jesús le pide fortaleza: “No temáis, pequeño rebaño” (Lc 12,32). La fortaleza es una virtud que asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien. La fortaleza hace capaz de vencer el temor y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones (cf Catecismo 1808).

No han faltado nunca a la Iglesia las pruebas y las persecuciones. Ni le faltan tampoco hoy. En Europa, en esta vieja Europa que ha crecido vivificada por el cristianismo, “aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 7).

Un desdén y una amenaza que comprobamos cada día: en una legislación civil muchas veces contraria a la ley moral natural; en estilos de vida marcados por el agnosticismo y la indiferencia religiosa; en un ambiente social que desprecia abiertamente la herencia cristiana. Jesús nos dice: “No temáis”.

La confianza del pequeño rebaño que es la Iglesia no se deposita en los poderes de este mundo, sino en Dios nuestro Padre; en Jesucristo, su Hijo; en el Espíritu Santo que nos asiste. La fortaleza del pequeño rebaño reside en su Cabeza, que es Cristo, el Buen Pastor. Él no nos deja desasistidos. Él nos conoce por nuestro nombre y da la vida por nosotros. Jesucristo guía a este pequeño rebaño a la vida eterna a través de su Pascua.

“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo”, dice el Salmo 22. El Señor es Cordero y Pastor. Él ha caminado delante de nosotros, atravesando las cañadas oscuras del dolor y de la muerte, para abrirnos paso. Él es el Cordero degollado, mudo, inmolado, aparentemente vencido por el mal de este mundo (cf Is 52). Pero es también, por su muerte y Resurrección, el Cordero vivo y glorioso que está en pie en el trono de Dios, tal como lo describe el libro del Apocalipsis (5,6).

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23.04.12

El matrimonio de los católicos

El matrimonio no es, en ningún caso, una institución puramente humana, sino que obedece al plan creador de Dios: “El mismo Dios es el autor del matrimonio”, enseña el Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, 48.

Es decir, el matrimonio es una realidad que se encuadra en el orden de la creación. Dios ha creado al hombre y a la mujer, y los ha llamado al amor; de tal modo que “el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1604).

Por su propia naturaleza, el matrimonio, que es “la íntima comunidad de vida y amor conyugal” (Gaudium et spes, 48), está provisto de leyes y características propias: exige la unidad y la indisolubilidad; la fidelidad inviolable y la apertura a la fecundidad. Y la razón última de estas propiedades del matrimonio la encontramos en la totalidad que comporta el amor conyugal, como enseña Juan Pablo II en Familiaris consortio, 13.

El matrimonio, por su propia naturaleza, está ordenado al bien de los cónyuges, así como a la generación y educación de los hijos (Catecismo, 1660).

Jesucristo, Nuestro Señor, no ha instituido un “matrimonio nuevo”, sino que ha elevado a la dignidad de sacramento el matrimonio entre bautizados:

“La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (Catecismo, 1601; Código de Derecho canónico, canon 1055, & 1).

¿Qué significa que el matrimonio entre bautizados es sacramento? Significa que es signo eficaz de la alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Efesios 5,31-32). Es signo y comunicación de la gracia y, por consiguiente, es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza: “Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna” (Catecismo,1661).

El hecho de que Jesucristo no instituyese como sacramento una realidad nueva, sino el matrimonio tal como había salido de las manos de Dios en la creación, tiene una consecuencia de gran importancia: “Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento” (Código de Derecho canónico, canon 1055, & 2).

Es decir, entre bautizados no se puede separar la realidad “natural” del contrato y la realidad “sobrenatural” del sacramento significante de la gracia. Lo que es elevado a sacramento es, precisamente, esa misma realidad del orden natural.

Para los bautizados, la sacramentalidad no es un añadido, no es un adorno, sino que pertenece a la misma raíz del matrimonio: “La dimensión natural y la relación con Dios no son dos aspectos yuxtapuestos; al contrario, están unidos tan íntimamente como la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios” (Juan Pablo II, “Discurso a la Rota Romana”, 30 de Enero de 2003).

Tratándose de bautizados, si no hay contrato válido no hay sacramento; y si no hay sacramento, no hay contrato.

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22.04.12