2.06.12

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Decía un filósofo ilustrado, I. Kant, que “de la doctrina de la Trinidad… no se puede simplemente sacar nada para la vida práctica, incluso si se creyera entenderla inmediatamente; pero mucho menos todavía cuando uno se convence de que supera nuestros conceptos”. Desde los presupuestos racionalistas de este pensador, la Trinidad de Dios es vista como algo irrelevante y, en consecuencia, se relega a un papel secundario lo que, en cambio, constituye el centro original de la fe cristiana.

De esta originalidad y centralidad da testimonio el pasaje evangélico de San Mateo. Jesús encomienda a los suyos el mandato de bautizar: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19). En este texto, el Señor enseña la trinidad de las personas divinas – El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo – y a la vez su unidad: no pide bautizar en “los nombres”, sino “en el nombre”, en singular, del único Dios, que es Padre e Hijo y Espíritu Santo.

La unión entre confesión de fe trinitaria y Bautismo es significativa. Por el sacramento del Bautismo, que nos hace cristianos, el bautizado queda referido al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. En su único nombre se entra en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia Santa de Dios.

Si atendemos a otros elementos esenciales de la fe cristiana, caeremos en la cuenta de esta centralidad de la doctrina trinitaria: El Credo, la profesión de fe, tiene una estructura trinitaria. La Trinidad ocupa el centro de la Liturgia de la Iglesia, que es alabanza al Padre dirigida por Cristo en la unidad del Espíritu Santo. Igualmente, la vida cristiana consiste en la participación, por la gracia, en la misma vida de Dios como hijos adoptivos del Padre, por la acción del Espíritu Santo, que nos une a Cristo el Señor.

No solamente es falso que “de la doctrina de la Trinidad no se pueda sacar nada para la vida práctica”, sino que es todo lo contrario: sin la doctrina de la Trinidad no podríamos entender nada de la realidad de nuestra salvación, porque Dios es, en sí mismo, nuestra salvación.

La Solemnidad de la Santísima Trinidad nos permite honrar a Dios, profesando la fe verdadera, conociendo la gloria de la eterna Trinidad y adorando su Unidad todopoderosa.

En una época marcada por el relativismo y la desconfianza hacia la verdad, puede parecer de poca importancia “profesar la fe verdadera”. Sin embargo, solo la verdad hace libres; sólo la verdad salva. La perseverancia en la fe verdadera – garantizada por Dios mismo que es la Verdad – equivale a la perseverancia en la salvación.

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28.05.12

IBI: ¿Medias verdades o mentiras manifiestas?

Mientras conduzco suelo escuchar la radio, actividad a la que no dedico ningún tiempo el resto del día. Esta tarde, mientras hacía uno de los trayectos habituales, discutían en una emisora sobre el manido tema de la Iglesia y el IBI.

Uno de los argumentos curiosos que empleaban los contertulios – que deben de ser más sabios que los siete sabios de Grecia juntos, ya que hablan de todo como si supiesen de todo – era que la Iglesia, por supuesto, debía pagar el IBI, sin que ese pago tuviese que afectar para nada a la labor de Cáritas ya que, según ellos, solo en una mínima parte – hablaban, creo, de un 2% - la financiación de Cáritas depende de la Iglesia.

Voy a obviar otros aspectos y centrarme solo en ese dato. Es, en términos absolutos, una afirmación falsa. ¿Por qué lo es? Porque computaban exclusivamente – suponiendo que lo hiciesen bien - la cantidad que la Conferencia Episcopal Española (CEE), a cargo de su presupuesto anual, había destinado a Cáritas.

La CEE es una institución muy importante de la Iglesia en España, pero, ella sola, no es toda la Iglesia. El dinero que llega a Cáritas procedente de la CEE es únicamente una parte del dinero que la Iglesia en España destina a Cáritas. Y me refiero, en primer lugar, a las donaciones de las instituciones de la Iglesia. Da dinero a Cáritas la CEE, pero también cada una de las diócesis españolas, así como cada una de las parroquias españolas. Sumando todo, resultaría una cantidad muy significativa y una parte importantísima del presupuesto total de Cáritas.

Pero, si consideramos que la Iglesia es no solo el conjunto de sus instituciones, sino también la comunidad de los fieles católicos resulta evidente que otra parte sustancial de lo que llega a Cáritas procede de las aportaciones que, a título individual, hacen los colaboradores católicos. Y sí, hay también – no hay ningún interés en negarlo – aportaciones que provienen de otros colaboradores – incluso de no católicos - y de instituciones públicas y privadas.

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26.05.12

El fruto del Espíritu

Uno de los significados de la palabra “espíritu” es ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo. Cuando nos falta el “espíritu” nos sentimos languidecer. No solamente puede debilitarse el cuerpo - por ejemplo, en la enfermedad - , sino que también el “espíritu” puede abatirse.

Aunque mejoremos nuestras condiciones de vida – la vivienda, el bienestar material, la comodidad – , si nuestro espíritu no está fuerte, entonces no encontraremos la felicidad. Incluso teniéndolo todo, nos parecerá que las cosas, y que la misma existencia, no merecen demasiado la pena.

El “espíritu” es también un modo de denominar nuestra alma. Los hombres somos seres “espirituales”, dotados de “espíritu”; es decir, llamados a un fin sobrenatural, destinados, desde la creación, a ser elevados, por pura gracia, a la comunión con Dios (cf Catecismo 367).

La solemnidad de Pentecostés nos recuerda que la fuerza y la energía interior nos vienen de Dios, y que la realización de esa capacidad de nuestra alma de ser elevada al plano de lo divino es también una obra de Dios, del Espíritu de Dios.

Dios, que nos ha creado, ha querido comunicarse a nosotros para salvarnos. Esta comunicación de Dios a los hombres ha tenido lugar por el envío de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que, con su Pascua, nos ha redimido, rescatándonos del pecado y de la muerte y haciéndonos partícipes, por la Resurrección, de su vida nueva. Pero la obra de Jesucristo es inseparable del envío del Espíritu Santo.

Dios no solamente ha querido morar entre nosotros por la Encarnación de su Hijo, sino que ha querido también habitar dentro de nosotros, por la efusión de su Espíritu. El Espíritu Santo es lo más íntimo de Dios, porque Dios es, en su esencia, amor y el Espíritu es, en el seno de la Trinidad, el amor personal de Dios, el amor en persona, la Persona que es el amor (cf Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 10).

El Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo y, queriendo Dios dárnoslo todo, no solo nos ha enviado a su Hijo, sino que ha hecho de su amor personal un don, el don del Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo derraman en nuestros corazones.

Por la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, “la Iglesia se manifestó públicamente delante de la multitud, empezó la difusión del Evangelio entre las gentes por la predicación, y por fin quedó prefigurada la unión de los pueblos en la catolicidad de la fe por la Iglesia de la Nueva Alianza, que en todas las lenguas se expresa, las entiende y abraza en la caridad y supera de esta forma la dispersión de Babel.” (Ad gentes, 4).

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24.05.12

El discurso del papa a los obispos italianos

Me gustaría resaltar algunas líneas maestras del discurso pronunciado por Benedicto XVI en la audiencia concedida a la Asamblea General de la C.E.I. que tuvo lugar esta mañana (24 de mayo de 2012).

1º) La necesidad de escuchar el Concilio Vaticano II. Y escucharlo, ante todo, profundizando en sus textos para así poder recibirlo de un modo dinámico y fiel. Benedicto XVI cita el discurso inaugural del concilio en el que Juan XXIII pedía a los padres conciliares que, en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia, trasmitiesen la doctrina “pura e íntegra”, pero “de un modo nuevo”, tal como requiere nuestro tiempo. Se trata, en suma, se aplicar la clave hermenéutica correcta a la hora de interpretar los textos: no la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino una hermenéutica de la continuidad y de la reforma.

2º) Esa escucha del concilio constituye la vía para “ofrecer una respuesta significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestro tiempo, que tienen consecuencias visibles también en la dimensión religiosa”. ¿Cuáles son estas transformaciones? Benedicto XVI señala algunas de ellas:

2.1. El cientificismo: La racionalidad científica y la cultura técnica tienden, a menudo, a restringir el ámbito de las certezas de la razón a lo empíricamente demostrable y desvincularse de toda norma moral.

2.2. La confusa búsqueda de espiritualidad.

2.3. El secularismo, que provoca que el tejido cultural de matriz cristiana deje de ser un punto de referencia unificador sin que se perciba, además, su instancia veritativa.

3º) ¿Cuáles son las consecuencias de estas transformaciones en la vida religiosa?

3.1. La disminución de la práctica religiosa: Se participa menos en la Santa Misa y, sobre todo, se acude mucho menos al sacramento de la Penitencia.

3.2. Muchos bautizados han desdibujado su identidad cristiana y su sentido de pertenencia a la Iglesia.

3.3. Se excluye a Dios del horizonte personal.

4º) El corazón de la crisis que afecta a Europa “pasa por este abandono, por esta falta de apertura al Trascendente”. La crisis es espiritual y moral.

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23.05.12

Los creyentes se fortalecen creyendo

En “De utilitate credendi” San Agustín afirma que los creyentes “se fortalecen creyendo”. Esta expresión afortunada es recogida por Benedicto XVI en su importante carta apostólica “Porta fidei”, 7.

La fe, la adhesión a Cristo y la aceptación de la revelación que Él es, no es una realidad estática, puntual, sino dinámica, que nos compromete plenamente y a lo largo de toda la vida: desde el bautismo hasta el paso a la vida eterna.

“La fe solo crece y se fortalece creyendo”, insiste el papa. Y de crecimiento y fortaleza estamos necesitados los cristianos. La vida de fe, en analogía con la vida física, debe conocer un desarrollo proporcionado y armónico. Debe ir a más. Creemos, sostenidos por la gracia, pero, siendo dóciles al impulso del Espíritu Santo, podemos creer con mayor intensidad y pureza.

¿En qué reposa la fe, en qué se apoya? En el amor de Cristo, que es la manifestación divina y humana del ser de Dios. Es el amor de Cristo el que nos atrae, el que nos da alegría e impulso para comunicar a los demás el bien de la fe.

Solamente cimentados sobre esa base firme es posible resistir a las presiones, a veces agotadoras, que provienen del exterior y también del interior de nosotros mismos. La incredulidad parece dominarlo todo y encuentra, tantas veces, un eco notable en nuestro corazón.

Muchas veces, siendo creyentes, nos descubrimos a nosotros mismos como ateos o casi ateos. Las pruebas de la vida, el sufrimiento propio o ajeno, la incomodidad de tener que nadar contra corriente atenazan nuestra débil fe: o creemos del todo o, si Dios no lo remedia, podremos incluso dejar de hacerlo.

No hay, nos recuerda el papa, “otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un ‘in crescendo’ continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios” (“Porta fidei”, 7).

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