17.08.12

Venid a comer mi pan y a beber el vino

XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La Sabiduría construye su casa y prepara el banquete: “Venid a comer mi pan y a beber mi vino que he mezclado”, nos dice el libro de los Proverbios. Dios se comunica con el hombre mediante el signo del banquete, de la comida, de la comunión. Si el inexperto y falto de juicio quiere compartir la sabiduría de Dios, ha de acudir a ese banquete, para seguir el camino de la prudencia.

Podemos ver esa Sabiduría como una anticipación de Jesucristo. Él es, en persona, la Sabiduría de Dios, que resplandece en la paradoja de la Cruz (cf 1 Cor 1,24-25). Él ha venido a su casa, ha acampado entre nosotros (cf Jn 1,11.14), para prepararnos el banquete de la vida.

Lo recuerda San Pablo en la primera carta a los Corintios: “el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan, y pronunciando la acción de Gracias, lo partió y dijo: ‘Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía’. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: ‘Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía’ ” (1 Cor 11,23-25).

La Eucaristía no es un puro símbolo de la entrega de Jesucristo; es mucho más, es el memorial de su vida, de su muerte, de su resurrección, de su intercesión ante el Padre (cf Catecismo 1341). Participar en su banquete es permitir que Él siga siendo para nosotros el Pan de la vida: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55).

Difícilmente se podría exagerar el realismo de estas palabras, en las que el Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle, a acrecentar nuestra unión con Él, la Palabra encarnada, la Sabiduría que tiene cuerpo y sangre, rostro crucificado y glorificado.

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13.08.12

La Asunción de María

La Asunción de Nuestra Señora. El premio de la gloria

Los primeros cristianos tenían conciencia viva de ser ciudadanos del cielo, donde nos aguarda Cristo. Esperaban la vida eterna. También nosotros, y todos los hombres, esperamos una vida que valga la pena: “una vida que es plenamente vida y por eso no está sometida a la muerte” (Benedicto XVI).

¿En qué consiste la gloria? ¿En qué consiste la vida eterna? En conocer y amar a Dios: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). La vida es conocimiento y relación. “Conocer” es algo más que tener noticia de un acontecimiento.

Conocer es, como enseña Benedicto XVI, “llegar a ser interiormente una
sola cosa con el otro”: “Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar”.

Vivir de verdad es ser amigo de Jesús. La amistad con Él se expresa en toda la existencia: con la bondad del corazón, con la humildad, la mansedumbre y la misericordia, el amor por la justicia y la verdad, el empeño sincero y honesto por la paz y la reconciliación. “Éste, podríamos decir, es el «documento de identidad» que nos cualifica como sus auténticos «amigos»; éste es el «pasaporte» que nos permitirá entrar en la vida eterna”, explicaba el Papa Benedicto.

En la Santísima Virgen María vemos reflejada esta vida plena. Su conocimiento de Cristo, de su Hijo, es indisociablemente amor a Cristo y unión con Él. La Madre es la perfecta discípula, aquella que escucha su palabra, la conserva en su corazón y da fruto en la perseverancia.

El Cielo es la coronación del plan divino de la salvación. Cristo es la Puerta del Cielo y el premio de la gloria: “Mi vivir es Cristo”, dice San Pablo. María, con su fe, nos abrió la puerta de la vida eterna, el acceso a Jesucristo; a ese futuro, pregustado en la fe, que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (1 Cor 2,9).

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9.08.12

El camino es superior a tus fuerzas

XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

En el libro primero de los Reyes se cuenta como un enviado de Dios, “el ángel del Señor”, despierta al profeta Elías y le dice: “Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas” (1 Reyes 19, 7). Con el alimento que Dios le había proporcionado – un pan cocido en las brasas y una jarra de agua -, Elías pudo caminar y llegar hasta el Horeb, el monte de Dios.

La experiencia de Elías, el agotamiento al descubrir que el camino es superior a las propias fuerzas, y la tentación de “sentarse bajo una retama” y desear la muerte, puede ejemplificar nuestra personal experiencia y la de cada hombre que tiene que recorrer el camino de la vida. ¿Quién se siente siempre a la altura de los propios retos, de las propias responsabilidades, de las propias tareas? Sí, verdaderamente, el camino es a veces superior a las fuerzas.

Si esta desproporción entre fuerzas y tareas se verifica en la existencia humana, se constata también en la vida de fe. La fe no es un camino paralelo o yuxtapuesto al de la vida. Es el mismo camino, pero iluminado por la luz serena de saberlo recorrido en Dios, con Dios y para Dios. ¿Quién podría, contando sólo consigo mismo, cumplir todos los mandamientos? ¿Quién podría, apoyado en su esfuerzo, vivir esa ética del amor que San Pablo perfila en la Carta a los Efesios: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos, comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo” (Efesios 4, 31-32)?

Como a Elías, Dios no nos deja solos en el camino de la vida ni en el camino de la fe. Dios provee el alimento. Pero este alimento ya no va a ser, simplemente, un poco de pan cocido en las brasas, sino el mismo Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre: “Yo soy el pan de la vida. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre” (Juan 6, 48.51).

La Palabra que es Cristo es el auténtico viático, el alimento para el camino. Creer en Él es alimentarse y fortalecerse para poder andar y llegar a la meta, que ya no es el Horeb, sino la vida eterna. La fe establece la comunión íntima con Cristo, posibilita nuestra asimilación a Él, introduciéndonos en su vida, capacitándonos con su fuerza.

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3.08.12

El que viene a mí

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario (B)

La figura de Moisés guiando al pueblo de Israel en su travesía por el desierto sirve de contrapunto a la figura de Jesús, el Moisés definitivo. Dios hizo llover el pan del cielo para saciar el hambre de los israelitas (cf Ex 16,2-4.12-15). “Dio orden a las altas nubes, abrió las compuertas del cielo: Hizo llover sobre ellos maná, les dio un trigo celeste”, proclama el Salmo 77.

La salvación que Dios ofrece va más allá del alimento corporal: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). El hombre necesita el alimento para poder vivir, pero necesita también que la palabra de Dios oriente su caminar por este mundo proporcionando luz y sentido para la existencia. El maná, el trigo celeste, evoca así un alimento más alto: la Ley, la palabra de Dios que guiaba al pueblo.

Jesús reprocha a la gente el haberse quedado en un nivel muy primario en la interpretación del signo de la multiplicación de los panes y de los peces: “Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna” (Jn 6,26-27).

Limitarse a cubrir las necesidades materiales equivale a despreciar la abundancia de la salvación que Dios nos ofrece. El Concilio Vaticano II advierte que “son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico”, no quieren saber nada sobre las preguntas fundamentales acerca de la auténtica condición humana (cf GS 10). Debemos abrir las puertas de nuestro corazón para que Dios pueda entrar en nuestras vidas, sin dejarnos empequeñecer por la búsqueda imparable del bienestar.

Jesús también va más allá de las expectativas de sus oyentes cuando contesta a la pregunta que le formulan: “¿Cómo podemos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?” (Jn 6,28). El Señor no les propone una lista de obras que han de hacer para estar en regla con Dios. No se trata, primeramente, de hacer, sino de creer: “Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado” (Jn 6,29).

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1.08.12

Había estado. Epílogo

EPÍLOGO

Cuando el capitán hizo sonar, por tres veces, el cuerno, sueltas las amarras la nave zarpó puntualmente, a la hora tercia, de Seleucia rumbo a Zephyrion el puerto de Tarso, ciudades unidas por una vía recorrida por todo tipo de viajeros que hacían el desplazamiento, 13 millas, muy llevadero. La ruta, unas 94 millas, nunca era fija, pues si había mar de fondo de poniente las corrientes les llevaban hacia la costa prolongando la distancia; en todo caso tratarían de alejarse lo más posible del Sinus Issicus (Golfo de Issus). Si todo iba bien y la nave conseguía una velocidad promedio de 7 nudos llegarían pasada la hora séptima.

Para Rómulo y Melitón era un breve prólogo ya que su destino final, Roma, lo conseguirían embarcando en una nao militar trirreme de transporte de tropas que les llevaría a Ostia haciendo escala en Ἡράκλειον, Hêrákleion un puerto al norte de Creta, desde allí, a mar abierta, hasta Catăna (Catania) y por último llegados al puerto ampliado de Ostia, tomarían la calzada hacia Roma y cada uno enfrentaría su nuevo destino.

- Te digo, Rómulus (el que es fuerte y poderoso), que, en tus febriles delirios, no paraste de mencionar al crucificado, sabes al que me refiero de los tres, tu quejido era Filius dei, filius dei!. No hemos hablado mucho de lo que ocurrió con nosotros en aquella crucifixión, nos salpicó su sangre, y ya sabemos lo que significa eso para un judío, para nosotros es pura patraña pero lo cierto es que ni tu ni yo somos los mismos, estamos como ánfora a medio llenar y antes ambos vivíamos satisfechos aunque solteros.

- Sí, solteros, pero no solos – rió el interpelado – sin embargo, desde entonces miro a las mujeres de otra manera, no se me olvida la expresión de la madre del crucificado, allí al pié de la cruz. Pero, volviendo a mis delirios cuyo origen está en el vía crucis y posterior muerte te puedo asegurar que lo que dije no fue de mi cosecha, de algún modo vino a mi mente y lo expresé; no quiero decir que estuviera disconforme con lo dicho, pero yo no elaboré la frase.

Los militares, aposentados en un sobrio, pero exclusivo, camarote, recordaron aquellos momentos y expresaron, libre y crudamente, las repercusiones y consecuencias en sus vidas: tras aquello, en síntesis, ellos no eran los mismos. Gaio Acilio Rómulo sobrino-primo del gran Manio Acilio Canino, lugarteniente de Gaio Julius Caesar era un fiel seguidor de las virtudes estoicas de escuela senequista – apatía, ataraxia y autarquía – y desde aquel episodio se impuso a sí mismo vivir la castĭtas. Melitón más apegado a sus ancestros helénicos, pese a su origen humilde, hizo de las virtudes cardinales - phrónēsis (prudencia), dikaiosýnē (justicia), andreía (fortaleza) y sōphrosýnē (templanza) – su modus vivendi: ambos militares primaban el ethos sobre el ego. Pese a su admiración por el crucificado, les faltaba algo para identificarse con sus seguidores; en primer lugar no eran judíos ni estaban circuncidados – ni dispuestos a admitirlo – en segundo lugar desconocían todo sobre el Tanaj.

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