20.09.12

El primero y el último

Domingo XXV del TO (B)

El Señor realiza un nuevo vaticinio de su pasión, pero los discípulos “no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle” (Mc 9,32). “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres”; es decir, en lugar de ser recibido con alegría va a ser víctima de los impulsos violentos originados por el pecado.

En su renuncia a preguntar los mismos discípulos se revelan, en cierto modo, como duros de corazón: no entienden ni quieren entender. Tienen delante al Maestro y no se esfuerzan por aprovechar sus enseñanzas. A veces, como ellos, podemos ser los causantes de la propia ceguera cuando preferimos continuar la inercia de nuestras vidas en lugar de confrontarnos con la Palabra de Dios, con la persona misma de Jesús.

El Señor insiste y, una vez llegados a Cafarnaún, es Él quien formula la pregunta: “¿De qué discutíais por el camino?”. Los discípulos optan de nuevo por el silencio porque no se atreven a decirle que por el camino habían discutido quién era el más importante. Habían hecho el camino junto a Jesús, pero no lo habían hecho con Él. El camino del Señor conduce a la gloria de la Pascua a través de la vía dolorosa de la entrega y del servicio hasta la muerte. El camino paralelo de los discípulos se aferra a la gloria mundana, a los criterios de este mundo: “¿Quién es el más importante?”.

Como los discípulos, necesitamos muchas veces reorientar el camino para que se identifique con el del Señor. Podemos pensar vanamente que seguimos a Cristo, que trabajamos por su causa y, sin embargo, sin que quizá nos atrevamos a confesarlo abiertamente, estar más preocupados por prevalecer sobre los demás que por servir. No solo en la sociedad, sino también en el seno de la Iglesia, entre los cristianos, puede anidar la codicia, la ambición, las luchas y las peleas (cf Sant 3,16-4,3).

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15.09.12

Y vosotros, ¿quién decís que soy?

Domingo XXIV del TO (Ciclo B)

Jesús pregunta a los suyos sobre su propia identidad. Han escuchado sus palabras y han visto los milagros que realizaba. Sobre esta base pueden ya hacerse una idea ajustada acerca de su naturaleza y de su misión.

Una primera opinión – que responde al interrogante: “¿Quién dice la gente que soy yo?” – recoge, por así decirlo, el sentir popular acerca de Jesús. Unos dicen que es Juan Bautista; otros, que es Elías, y otros, que es uno de los profetas (cf Mc 8,27). La respuesta es inexacta, aunque no completamente desacertada, ya que sitúa a Jesús en la estela de los profetas. Pero Él es más que un profeta.

El Señor no se conforma con esta primera respuesta y se dirige directamente a los discípulos: “Y vosotros, quién decís que soy?” Pedro toma la palabra y da la contestación correcta: “Tú eres el Mesías” (Mc 8,29). Jesús es el rey esperado de Israel, que enseñará al pueblo los rectos caminos de Dios y establecerá el reinado divino sobre la tierra. Pero esta respuesta verdadera no puede ser divulgada hasta después de la muerte y Resurrección del Señor. Solo entonces, con la Pascua, se pondrá de relieve la auténtica esencia de su realeza.

Como un maestro que enseña gradualmente a sus discípulos, el Señor revela a los suyos la singularidad de su mesianismo haciendo una predicción de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días” (Mc 8,31). Así ha sido profetizado por las Escrituras en la figura del Siervo sufriente que ofrece la espalda a los que le golpeaban (cf Is 50,5-9). Dios realiza su plan salvador según unos parámetros que nos desconciertan y nos sorprenden.

Como Pedro, también nosotros podemos tener la tentación de querer instruir al Maestro; de decirle a Dios cómo ha de salvarnos, apartando del camino el escollo de la cruz. Nos parece impropio de Dios el abajamiento terrible de su Hijo, el descenso hasta el abismo del sufrimiento, del dolor y de la muerte. También nosotros, como Pedro, querríamos tal vez un reino terreno, visible, resplandeciente ante los ojos del mundo. Un reino del bien que aplastase definitivamente a los enemigos. Pero ese no parece ser el querer de Dios, que ha optado por el sinsentido y la locura de la cruz. Pedro, sin saberlo, sigue el juego de Satanás. Rechazando el sufrimiento del Mesías rechaza los planes de Dios, intentando poner a Dios a su nivel, reduciéndolo a su altura: “¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”, le dice Jesús.

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7.09.12

La fe y el oído

Domingo XXIII del TO (B)

Los seres humanos nos orientamos en el mundo gracias a los sentidos. La vista, el gusto, el tacto, el oído y el olfato nos permiten recibir y reconocer estímulos que provienen del exterior o, incluso, de nosotros mismos. La privación de alguna de estas fuentes de conexión con la realidad nos atrofia en mayor o menor medida.

La imposibilidad de oír nos aísla singularmente. Gracias a Dios, ha habido progresos en el tratamiento y en la inserción social de las personas que padecen una pérdida auditiva. Hoy, merced a esos avances, el mundo del silencio no es ya tan dramáticamente silencioso.

Jesús se encuentra con un sordomudo, con alguien que “era sordo y que a duras penas podía hablar”. La dificultad de comunicarse traía como consecuencia inevitable la exclusión, la marginación, la soledad, el ostracismo. El Señor se hace cargo de esa situación. Él, que es la Palabra, sabe ponerse en el lugar del que no puede oír. Discretamente, lejos de la muchedumbre, mete los dedos en los oídos del sordo y toca su lengua para que aquel hombre pueda, en adelante, oír y hablar.

Suscita asombro la humanidad del Señor: ve incluso a los que se esconden, como Zaqueo; huele el perfume que a sus pies derrama una mujer pecadora; nota cómo tocan la orla de su manto; escucha a aquellos a quienes nadie oye, como escuchó a aquella mujer que iba a buscar agua al pozo; saborea el pan y el pescado. E impregna con este realismo de la Encarnación todos los gestos salvadores que ha querido legar a los suyos para que, en las diversas generaciones, sigan experimentando, palpando, la grandeza y la misericordia de Dios.

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30.08.12

La morada de la obediencia

Domingo XXII TO (B)

“Estos mandatos son vuestra sabiduría” (Dt 4,6). La Ley es presentada en la Escritura como don de Dios y fuente de sabiduría y de vida. Al pueblo, liberado de Egipto, se le otorga la Ley como un primer camino de libertad frente a la esclavitud del pecado; un primer camino que anticipa la redención del pecado que realizará Cristo. La obediencia al mandato conduce a la sabiduría, a la “rectitud de juicio según razones divinas” (Santo Tomás).

Nuestra conducta será prudente, y alcanzaremos el grado más alto del conocimiento, si nos dejamos conducir según Dios, en conformidad con sus normas. Nada hay en lo que Dios nos pide que pueda contradecir nuestro bien, y ninguna senda es más razonable que la obediencia libre a su Palabra.

La obediencia es un elemento intrínseco de la fe y de la práctica de la misma. Creer es obedecer; es la antítesis del orgullo y de la autosuficiencia. La revelación, la Palabra de Dios, es mensaje y mandato, enseñanza y ley. La fe es, simultáneamente, confianza y sumisión; entrega de todo el hombre, también de su razón, a Dios. La obstinación, la confianza excesiva en el propio juicio, hace imposible la fe.

Creer es depender. Éste es el reto que el Evangelio no oculta ni disimula: “Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvarnos” (Sant 1, 21). Es necesario escuchar y actuar; conocer y cumplir. Como al joven rico, Jesús nos dice a cada uno: “Uno sólo es el Bueno. Pero si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17).

La docilidad permite que, de modo suave y apacible, penetre la enseñanza de Dios en la profundidad de nuestro corazón, en lo más hondo de nosotros mismos, de donde brotan nuestras decisiones. Por eso la morada de la obediencia es el corazón.

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24.08.12

Escoged a quien servir

XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Una de las características de la fe es la libertad. El hombre, al creer, responde voluntariamente a Dios, sin estar movido por una coacción externa. Jesucristo “dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían” (Dignitatis humanae, 11).

Muchos discípulos suyos, al oírlo, pensaban que su modo de hablar era inaceptable, se resistían a creer, y “se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6,66). Es decir, el Evangelio no es rechazado únicamente por la incoherencia de quien lo anuncia, o por no ser adecuadamente presentado; sino que es rechazado por sí mismo, ya que resulta inadmisible a quienes lo reciben de modo carnal, y no según el Espíritu (cf Jn 6,63).

Nos encontramos una vez más con el misterio de la gracia y de la libertad, con esa conjunción entre la atracción que Dios ejerce sobre nuestra alma y la respuesta, de cooperación o de rechazo, que nosotros podemos dar. Sólo Dios conoce este misterio; sólo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre; sólo Él puede adentrarse en los ocultos resortes de la voluntad y de la conciencia. Desde fuera solo cabe el respeto y el silencio.

La respuesta de fe es profesada por Pedro. A la pregunta que Jesús dirige a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”, Simón Pedro contesta: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios” (Jn 6, 67-68).

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