7.12.12

Llena de gracia

Homilía para solemnidad de la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen

En la Anunciación a María el ángel Gabriel le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). “Llena de gracia” es – ha dicho Benedicto XVI – “el nombre más hermoso de María”. La Virgen es la “kecharitomene”, la que ha estado y sigue estando llena del favor divino.

San Pablo escribe, en la Carta a los Romanos, que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20). El pecado ha introducido un desorden en la creación y en la historia de la humanidad, pero no ha podido hacer fracasar el plan de Dios.

En el libro del Génesis, el relato de la caída incluye también una promesa de victoria. El Señor Dios dijo a la serpiente: “pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza, cuando tú la hieras en el talón” (Gen 3,15).

La Iglesia, que “no deriva solamente de la Sagrada Escritura su certeza acerca de todas las verdades reveladas” (DV 9), sino de la Sagrada Escritura unida a la Tradición, ha visto en ese pasaje del Génesis una profecía de lo que había de suceder en Cristo y en María: la victoria de Jesús sobre el mal. Una victoria a la que, de modo singular, está asociada su Madre.

Poco a poco, partiendo del paralelismo antitético existente entre Eva – la primera mujer - y María – la nueva mujer - , la Iglesia ha tomado conciencia explícita de que la santidad de Dios reclama la santidad absoluta de María. De una manera muy gráfica lo expresa San Cirilo de Alejandría en una homilía contra Nestorio: “¿Quién oyó nunca que el arquitecto, cuando edifica una casa para él mismo, cede primero a su enemigo la ocupación y habitación de ella?”.

María es más que la casa en la que Dios habita: es la Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Es la Madre de Dios. En Ella el proyecto creador de Dios no se ve ensombrecido por ninguna mancha. La Virgen es la Purísima, “la pureza en persona, en el sentido de que en Ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la voluntad de Dios” (Benedicto XVI).

La solemnidad de la Inmaculada tiene sus orígenes en Oriente, en los siglos VII y VIII, y paulatinamente se extendió a Occidente y a toda la Iglesia. Algunos teólogos se resistían a aceptar la Inmaculada Concepción de María porque no veían compatible esa verdad con la redención universal obrada por Cristo.

Esta dificultad fue solucionada por el beato Duns Scoto: Cristo es el Redentor de todos; también el Redentor de su Madre, a quien redimió preservándola del pecado original y haciendo que desde el primer instante de su existencia recibiese la plenitud de la gracia.

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4.12.12

La predicación evangélica

Segundo Domingo de Adviento (Ciclo C)

El profeta Baruc ve la vuelta del destierro como un segundo éxodo en el que, ya no Moisés, sino Dios mismo guiará a su pueblo. Dios muestra su esplendor trayendo a los hijos desterrados y preparando el camino para que Israel camine con seguridad: “Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados, a todas las colinas encumbradas, ha mandado que se llenen los barrancos hasta allanar el suelo, para que Israel camine con seguridad, guiado por la gloria de Dios” (cf Baruc, 5-19).

La imagen del camino que se prepara, de los senderos allanados, reaparece en boca de Juan el Bautista, con palabras tomadas del profeta Isaías: “preparad el camino del Señor”, para que todos puedan ver “la salvación de Dios” (cf Lucas 3, 1-6).

Eusebio de Cesarea relaciona esta preparación del camino con la predicación evangélica: “se trata [escribe Eusebio] de la predicación evangélica y de la nueva consolación, con el deseo de que la salvación de Dios llegue a conocimiento de todos los hombres. […] ¿Y qué es evangelizar? Predicar a todos los hombres, y en primer lugar a las ciudades de Judá, que Cristo ha venido a la tierra” (Eusebio de Cesarea, Comentarios sobre el libro de Isaías, capítulo 40).

El anuncio de la palabra de salvación tiene la finalidad de allanar el camino, de prepararlo, para que todos los hombres, volviendo del exilio de la lejanía de Dios, conozcan a Cristo, el Verbo encarnado, y, conociéndole, encuentren en Él al Salvador y la Salvación.

A la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, le corresponde, en los desiertos de nuestro mundo, tan variados y tan extendidos, esta tarea de abajar los montes y las colinas, de enderezar lo torcido e igualar lo escabroso. Y cumple este cometido con la predicación del Evangelio: “Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa” (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14).

En la Iglesia, el oficio pastoral del Magisterio está dirigido “a velar para que el Pueblo de Dios permanezca en la verdad que libera” (Catecismo, 890). El Papa y los obispos cumplen, con su predicación y su enseñanza, la misión de preparar los caminos: “Como dijo en Verona el Papa Benedicto XVI, en estos momentos seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran `’sí’ que en Jesucristo Dios dice al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; haciéndoles ver cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo” (Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, 28).

Pero no solamente los Obispos, sino que todos los cristianos tenemos que sentir la responsabilidad de anunciar a Jesucristo. San Pablo, dirigiéndose a los cristianos de Filipo, les dice: “habéis sido colaboradores míos en la obra del evangelio, desde el primer día hasta hoy” (cf Filipenses 1, 4-11).

En la espera del Adviento, que es la espera de la salvación que viene a nuestro encuentro en la Persona de Cristo, debemos preguntarnos cómo estamos, nosotros, preparando el camino para encontrarnos con Él. ¿Cómo escuchamos la predicación del Evangelio? ¿Cómo anunciamos a los demás que Cristo ha venido a la tierra?

Guillermo Juan Morado.

Fuente: Guillermo Juan Morado, La humanidad de Dios. Meditaciones sobre Jesús, el Señor. Cobel Ediciones, Alicante 2011, 9-12.

3.12.12

Ahora les ha tocado a los Magos

Contaban de un mal predicador que, en su afán de arrimar el ascua a su sardina, empezaba del siguiente modo el sermón de la solemnidad de San José: “San José era carpintero. Los carpinteros hacen los confesonarios, así que vamos a hablar de la confesión”.

Con el libro del papa titulado La infancia de Jesús pasa algo similar. Que el papa habla de Tarsis – Tartesos en España - , como de hecho habla, pues la conclusión se impone con una lógica aplastante: “Los Reyes Magos son andaluces”, y aquí paz y después gloria.

Yo comprendo que leerse enterito el Dictionnaire de théologie catholique, obra de muchos tomos y volúmenes, no está al alcance de cualquiera. Pero leerse La infancia de Jesús, de Joseph Ratzinger, sí lo está. 136 páginas, nada más. Y encima, bien escritas.

En el capítulo IV de este libro – que el papa escribe en calidad de teólogo, no de Sumo Pontífice - , se pregunta Benedicto XVI: “¿Quiénes eran los Magos?”. Analiza cuatro acepciones del término “magos”. Esa palabra – “magos” – se aplicaba en ese momento a cuatro categorías de personas: 1) A los sacerdotes persas. 2) A hombres dotados de saberes y poderes sobrenaturales. 3) A los brujos. 4) A los embaucadores y seductores.

Los Magos de los que habla San Mateo parecen pertenecer al ambiente religioso y filosófico persa. Quizá eran astrónomos. En cualquier caso, eran sabios, buscadores de la verdad y del verdadero Dios.

La tradición de la Iglesiaasí como ha llegado al pesebre del buey y del asno leyendo Isaías 1,3ha llegado a los Reyes Magos leyendo el Salmo 72,10 e Isaías 60. “Y de este modo – escribe el papa – los hombres sabios de Oriente se han convertido en reyes, y con ellos han entrado en el pesebre los camellos y los dromedarios”.

¿Qué decían esos textos del Antiguo Testamento? Que esos sabios venían desde el extremo de Occidente: “los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributo” (Salmo 72,10). E Isaías dice: “Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora” (Isaías 60,3).

Se menciona Tarsis – y se sugiere una identificación de Tarsis con Tartesos, en España -, pero nada más. El papa señala asimismo que la tradición “ha desarrollado ulteriormente este anuncio de la universalidad de los reinos de aquellos soberanos, interpretándolos como reyes de los tres continentes entonces conocidos: África, Asia y Europa”.

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29.11.12

Celebrar el Adviento de Cristo

Homilía del Domingo I de Adviento (Ciclo C)

La espera de Jesús, el anhelo de su venida, acompaña los tiempos del hombre. Ayer y hoy y mañana, aguardamos que se haga “justicia y derecho” en la tierra (cf Jr 33, 14-16). La justicia es dar a cada uno su derecho. Nos basta abrir los ojos para descubrir qué lejos estamos de que esto sea una realidad en nuestro mundo; somos espectadores – y, en ocasiones, también actores o víctimas - de las injusticias. Y deseamos que, de una vez, se establezca el derecho, lo justo, lo razonable.

Este afán sería vano si tuviese como objeto únicamente a los hombres. Porque la justicia humana es siempre imperfecta y, además, porque los hombres no pueden hacer justicia a los muertos. ¿Puede un juez, cuando juzga a un asesino, devolver la vida a la víctima? ¿Puede un tribunal reparar todos los daños causados por la acción del delincuente? La justicia humana, aun en el mejor de los casos, es parcial y limitada.

Como Israel, del que se hace portavoz el profeta, nuestra mirada se dirige a Dios. Sólo Él puede suscitar un “vástago legítimo, que hará justicia y derecho en la tierra”. Este vástago de David es Jesús, el Señor. Él ha proclamado bienaventurados a los “perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos” (cf Mt 5, 3-12). La promesa de Jesús, que recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham, señalan a Dios, y a su Reino, como a la meta donde son saciados los deseos del hombre; también los deseos de justicia y derecho.

¿En qué medida estos deseos han sido colmados? El Nuevo Testamento nos indica la Cruz de Cristo como el lugar donde Dios ha hecho justicia: Dios hizo para nosotros a Cristo Jesús “sabiduría, justicia, santificación y redención” (1 Co 1, 30). La justicia y la salvación es, pues, Jesús mismo; su propia persona. Él cargó sobre sí todas las iniquidades y todos los crímenes, todo el pecado, que es la raíz de la injusticia, y, con su muerte en la Cruz, los venció con la fuerza de su amor. Con su Resurrección nos da la posibilidad de asociarnos a ese amor, el amor de Dios, que es el único capaz de instaurar la justicia y de crear en nuestros corazones la dicha, la alegría, la felicidad.

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24.11.12

Jesucristo, Rey del Universo

DOMINGO XXXIV DEL TIEMPO ORDINARIO (B)

SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

El profeta Daniel habla de un hombre – “un Hijo de Hombre” – que es suscitado por Dios (cf Dan 7,13). Esta imagen del Rey Mesías fue aplicada por Jesús a sí mismo repetidas veces. Ante Pilato, el Señor declaró el carácter espiritual de su reinado: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,33); es decir, no se trata de un reino político basado en las armas, sino que es el reino de la salvación.

Jesús es ciertamente Rey: “Tú lo dices: Soy Rey”, respondió a Pilato (Jn 18,37). ¿En qué consiste su poder real? Benedicto XVI explica que “no es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa” (29.XI.2009).

Él ha venido al mundo para ser “testigo de la verdad”. Y todo el que es de la verdad escucha su voz (cf Jn 18,37). Quien acoge su testimonio, quien cree en Él y le obedece, se hace discípulo de la Verdad y súbdito de su Reino. El modelo más destacado de esta obediencia es María. El ángel Gabriel le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre (cf Lc 1,32-33). La Virgen, como perfecta discípula, creyó este anuncio cooperando así “de manera totalmente singular en la obra del Salvador” (Lumen gentium, 61).

Reconocer a Cristo como Rey supone avanzar en el camino de la fe. Santo Tomás de Aquino dice que “el hombre tiene como máximo deseo conocer la verdad, y principalmente la verdad relacionada con Dios”. El Señor ha venido para manifestar la verdad de la fe y así sacarnos de nuestra ignorancia, de nuestro desconocimiento sobre Dios.

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