27.07.13

Accidente en Santiago: La presencia de los sacerdotes

Me encontraba fuera de España cuando se produjo el terrible accidente ferroviario en Santiago de Compostela, aunque lo supe enseguida, ya que la noticia se divulgó a través de los medios de comunicación internacionales.

Desde lejos he podido rezar y ofrecer la Santa Misa por las víctimas y por sus familiares.

Esta mañana, en la catedral de Tui, he asistido al funeral de una de esas víctimas, la profesora Blanca Padín, que me había dado clase en el Instituto de Lengua y Literatura.

En el funeral he encontrado a un sacerdote de Santiago de Compostela. Me ha comentado como, en todo momento, los sacerdotes de la archidiócesis estuvieron acompañando a las víctimas y a sus familias.

Lo cuenta también el director de comunicación del Arzobispado de Santiago:

“No quisiera dejar de decir algo que clama por salir de mi garganta conmovida. Y es, sencillamente, que estoy orgulloso de mi obispo y de los sacerdotes de mi diócesis, porque desde el primer momento todos los que pudieron, estuvieron acompañando humana y espiritualmente a las víctimas de este drama tan cercano. Supieron llevar a Cristo a quien pedía un apoyo desde la fe; ofrecieron ayuda a quien buscaba a un familiar o demandaban información de lo que estaba aconteciendo en las UCIs; arroparon a quien se sentía desvalido, triste o deprimido.

Tal vez esta realidad no salga reflejada en los medios de comunicación. Pero ha sido tan real como el esfuerzo realizado por los psicólogos. Mons. Barrio dijo ayer en su homilía de la Misa del Apóstol que Santiago había peregrinado con las víctimas hasta el Pórtico de la Gloria. Y yo me atrevo a decir que mi obispo y nuestros sacerdotes llevaron esperanza a los pasajeros de un tren que iba a la vida eterna".

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16.07.13

Oración y acción

Domingo XVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

La oración y la acción, la escucha de la palabra de Dios y el trabajo, no son realidades contrapuestas, sino elementos que configuran la existencia cristiana. Por la fe, recibimos a Cristo en nuestra casa, en nuestra intimidad, como hizo Marta. Al igual que ella, debemos disponer las cosas para que el Señor pueda morar entre nosotros, construyendo una sociedad y un mundo que resulten habitables para Dios.

Cada uno de nosotros ha de asumir, con plena responsabilidad personal, su propia tarea: el cuidado de la familia, la preocupación por la educación de los hijos, el afán de realizar bien el propio trabajo. De esta manera contribuimos al bien común de la sociedad y al perfeccionamiento del mundo.

Hemos sido creados a imagen de Dios y estamos llamados, en consecuencia, a prolongar la obra de la creación mediante nuestro trabajo (cf Catecismo 2427). Trabajar es un deber y una manera de hacer fructificar los talentos recibidos: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma”, dice el Apóstol (2 Ts 3,10. Soportando el peso del trabajo, colaboramos también con Jesucristo en su obra redentora para, como decía San Pablo, completar en propia carne los dolores de Cristo (cf Col 1,24-28).

Pero en todas las actividades humanas debe existir un orden. El primer mandamiento de la ley de Dios nos ayuda a situarnos en la perspectiva adecuada: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con todas tus fuerzas”. Si vivimos en conformidad con esta orientación fundamental, la relación con Dios será para nosotros prioritaria.

Amar a Dios sobre todas las cosas significa estar disponibles para aceptar sus palabras y para entregarnos a Él mediante la fe y la confianza. Significa, asimismo, depositar en Él todas nuestras esperanzas y responder a su amor divino con un amor sincero. María, la hermana de Marta, se sienta con humildad a los pies del Señor para escuchar su palabra. Jesús hace un elogio de esta actitud: María ha escogido lo único necesario, la parte mejor, aquella que no podrán quitarle jamás.

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13.07.13

Jesús, el Buen Samaritano

Domingo XV del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

El Señor no ha querido abolir la antigua ley, sino llevarla a plenitud. Los mandamientos constituyen un camino de vida; un camino accesible. Para conocerlos y cumplirnos no es preciso “subir al cielo” ni tampoco “atravesar el mar”: “El mandamiento está muy cerca de ti: En tu corazón y en tu boca. Cúmplelo” (cf Dt 30,10-14). Dios, desde la creación, había grabado estos preceptos en el corazón de los hombres, para que, escuchando la voz de la conciencia moral, pudiésemos orientar, según ellos, nuestra vida.

Esta capacidad para descubrir los deberes esenciales que debemos cumplir se ve oscurecida por el influjo del pecado, que aparta nuestra mirada de la verdad y desvía nuestra voluntad del bien. El egoísmo, la soberbia, el interés, la inclinación al mal, nos llevan, con frecuencia, a confundir las cosas, a llamar, en ocasiones, mentira a lo que es verdad, o mal a lo que es bien. ¿Cómo explicar, sin esta penumbra que causa el pecado, la reivindicación como derecho, como algo justo, de lo que, en sí mismo, es injusto? Esta perversión del juicio y del lenguaje se manifiesta en toda su crudeza en nuestro mundo; por ejemplo en la defensa del aborto como un pretendido derecho.

Por ello, se hace necesaria la luz más fuerte de la revelación divina para que, disipando las tinieblas del pecado, podamos saber qué es lo que Dios espera de nosotros y cómo debemos comportarnos si queremos ser auténticamente humanos. Sin esta luz que viene de Dios, nos sentiríamos perdidos. Los Padres de la Iglesia ven, en ese hombre del que habla el Evangelio, que cayó en manos de los bandidos, que fue apaleado y abandonado medio muerto en un camino (cf Lc 10,25-37), una imagen del hombre, golpeado y herido en su naturaleza por el pecado.

Pero esta situación nuestra no ha dejado indiferente el corazón misericordioso de Dios. Para levantarnos de esa postración, para curarnos de la herida del pecado, que todo lo pervierte, y para socorrer nuestra necesidad ha querido acercarse a nosotros. Ha enviado a Jesús como nuestro prójimo, como el Buen Samaritano que nos rescata del abandono. Jesús “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal”. Él sigue también acercándose hoy a cada hombre que sufre en su cuerpo o su espíritu para curar sus heridas, como reza un prefacio de la Liturgia, “con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza”.

Jesús nos recoge medio muertos y nos lleva a la posada, que es su Iglesia. Como decía San Juan Crisóstomo: “La Iglesia es un hospedaje, colocado en el camino de la vida, que recibe a todos los que vienen a ella, cansados del viaje o cargados con los sacos de sus culpas, en donde, dejando la carga de los pecados, el viajero fatigado descansa, y, después que ha descansado, se repone con saludable alimento”.

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10.07.13

El papa Francisco, “El hombre del año”

He leído que la edición italiana de una revista – creo que se trata de una revista de moda – ha elegido al papa Francisco como “Hombre del Año”. La noticia, en sí misma, no tiene mayor trascendencia. De todos modos, puede entenderse esta elección como un signo de la amplia aceptación social de la persona del nuevo Papa.

No es malo, a mi modo de ver, que el Papa sea bien acogido por la opinión pública. El Papa, sea quien sea, cuenta de ordinario con la aceptación de los católicos. Incluso, con la aceptación de muchas otras personas. Pero no siempre resulta grato a la mayoría. Ni tiene por qué. No se es mejor o peor Papa, no se desempeña mejor o peor ese oficio, en función de lo que digan las encuestas o los titulares de la prensa mundial.

No obstante, que el Papa resulte agradable a muchos es, en principio, una ventaja. Vivimos en una época en la que la fe, y la comprensión del mundo que de ella deriva, no es un patrimonio común. Y si alguien tiene simpatía por el Papa es más fácil que la tenga por el Catolicismo y, en resumidas cuentas, por Cristo y por el Evangelio. Que es, en suma, de lo que se trata.

A veces, inevitablemente, entre Evangelio y mundo – “mundo”, en general, sin connotaciones especiales – hay contraste, dialéctica, oposición, lucha. No es extraño que sea así. El Evangelio tiene unas prioridades muy claras, Dios y su justicia, que no siempre coinciden con las preferencias común, o mayoritariamente, aceptadas por el mundo. Pero no siempre será bueno exagerar – obviamente, sin ocultarlo - este contraste. Todos nosotros hemos sido, o somos o podemos ser mundanos. Y nos hace bien que una palabra que viene de Dios nos cuestione y nos juzgue. Aunque no siempre entendemos el valor salvador de esta palabra.

Otras veces, tratamos de buscar la diferencia; una diferencia que no es oposición. La razón, la ley natural, aquello que es justo o bueno según podemos juzgarlo con nuestra inteligencia rectamente ordenada, dibujaría un terreno común en principio asumible por todos. Pero, a la hora de la verdad, este territorio compartido se muestra con fronteras muy difusas. Lo que para unos resulta obvio, para otros no lo es. Y no cabe, sin más, privar de juicio o de razón al “otro”, al que piensa de forma distinta. No hay, en este caso, que desesperar de la razón y de sus posibilidades. Más bien, hay que tener paciencia para confiar en que si algo nos convence razonablemente puede también convencer a otros.

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8.07.13

La Tradición en “Lumen fidei”

Al comienzo del capítulo tercero de “Lumen fidei”, el papa Francisco hace una afirmación de gran importancia para comprender qué es la transmisión/tradición de la fe: “La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama” (LF 37). Nada puede suplir esta transmisión viva, que es mucho más que la entrega de un texto. Somos los creyentes los que transmitimos la fe a otros creyentes. El “Catecismo de la Iglesia Católica” emplea, al respecto, una imagen de gran impacto: “Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes” (n. 166). Una gran cadena, que es la Iglesia, en la que cada uno de nosotros es un eslabón.

La fe se transmite testimonialmente – es decir, temporalmente, generacionalmente, históricamente - . Una compresión a-histórica de la tradición, como si se tratase de un no sé qué fijo e inmutable, contradice la lógica de la Revelación. Dios es Dios, pero Dios, por la Encarnación, ha entrado en la historia y, sin dejar de lado su inmutabilidad, se ha mostrado históricamente fiel a los hombres, ya que es a los hombres a quienes Él se ha querido dirigir.

¿Cómo sabemos que lo que llega hasta nosotros es lo que Dios nos ha manifestado? Confiar esta certeza a la memoria individual es exageradamente arriesgado. Recordamos lo que recordamos, ya que nuestra memoria es muy limitada. Pero, más allá de nuestra memoria, está la memoria de la Iglesia, un sujeto único de memoria. Un sujeto sostenido por el Espíritu Santo, que nos irá recordando todo (cf Jn 14, 26). La memoria de la Iglesia vive de la memoria del Espíritu de Dios, que “mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús” (LF 38).

La fe se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia, ya que Dios mismo es comunión: no es solo el yo del Padre frente al tú del Hijo, sino que es también el “nosotros” del Espíritu Santo, del Amor del Padre y del Hijo.

Es la Iglesia quien transmite el contenido de su memoria. Y lo hace mediante los sacramentos, celebrados en la liturgia de la Iglesia: “En ellos se comunica una memoria encarnada, ligada a los tiempos y lugares de vida, asociada a los sentidos; implican a la persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido de relaciones comunitarias” (LF 40).

Esta vinculación entre tradición y fe hace tomar conciencia del carácter sacramental de la misma fe. La transmisión de la fe se realiza por medio de los sacramentos: del Bautismo, que nos coloca – también a los niños - en el ámbito nuevo de la Iglesia y, de modo destacado, por medio de la Eucaristía.

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