8.11.13

Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna

Los saduceos formaban un importante grupo religioso dentro del judaísmo. No creían ni en la inmortalidad del alma ni en la resurrección de los muertos y, en consecuencia, tampoco en la recompensa o castigo después de la vida presente. Se remitían a los cinco libros del Pentateuco, los únicos que ellos reconocían, en los que, de modo explícito, no se habla de la resurrección. La pregunta que aquellos saduceos dirigen a Jesús no busca aclarar una duda, sino que es una pregunta malintencionada, pretendiendo asechar al Señor.

Por razones distintas a las de los saduceos, también hoy son muchos los que no creen en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. No solo ateos o agnósticos, sino incluso bastantes católicos: “llama la atención que no pocos de los que se declaran católicos, al tiempo que confiesan creer en Dios, afirman que no esperan que la vida tenga continuidad alguna más allá de la muerte”, escribían en 1995 los obispos de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe.

En realidad, la fe en la resurrección de los muertos es una consecuencia de la fe en Dios. Así lo explica Jesús: “que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos” (Lc 20,37-38).

Dios es nuestro creador. Nos ha hecho de la nada, pero en la omnipotencia de su amor no permite que volvamos a la nada. Los mártires Macabeos, cuando se enfrentaron a la prueba, se mantuvieron firmes basándose en la fidelidad de Dios, en la seguridad de que Él no abandonaría después de la muerte a los que, en esta vida, confesaron su fe hasta la muerte: “Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará” (cf 2 M 7,9-14).

Jesús nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25). Lo que el hombre no puede hacer - dar vida a un muerto - Jesús sí lo puede hacer. Él ha vencido la muerte resucitando glorioso del sepulcro. Por la virtud de la Resurrección de Cristo, Dios, en el último día, también “dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas” (Catecismo 997).

¿Cómo será nuestra resurrección? La doctrina de la Iglesia sostiene la esperanza pero no satisface la curiosidad: “Este ‘cómo ocurrirá la resurrección’ sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe” (Catecismo 1000). Entre el cuerpo terreno y el cuerpo resucitado habrá, a la vez, continuidad – será el mismo cuerpo – y discontinuidad – será un cuerpo glorioso, transformado - , a semejanza de lo que ya aconteció con el cuerpo de Jesucristo.

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6.11.13

Cooperador parroquial: ¿Por qué no?

El papa Francisco ha expresado su deseo de tener una Iglesia pobre y para los pobres. Yo, hasta la fecha, no he conocido otra cosa. En los niveles en los que me muevo, ese desiderátum no es un desiderátum sino una realidad.

La Iglesia es, de hecho, pobre. Y también es para los pobres. Es pobre porque vive con muy poco. Una parroquia no es un centro financiero. Hay muchos gastos y, normalmente, menos ingresos. Los feligreses son pobres. Cuando se cuenta la colecta de un domingo no se tiene noticia – que yo sepa - ni de un solo billete de 500 euros, ni de un solo billete de 200 euros, ni de un solo billete de 50 euros. Ni apenas de un solo billete.

En España, si cayese la asignación tributaria, la destinación de un pequeño porcentaje de los impuestos que ya se pagan, a la Iglesia Católica, entraríamos en bancarrota. Ese porcentaje del IRPF garantiza, sobre todo, un módico sueldo a los ministros del culto. Sin esa “X” los ministros del culto – los sacerdotes – no podrían vivir. O, si quisiesen vivir, tendrían que restringir su dedicación a la actividad pastoral para buscar otras actividades más lucrativas, suficientemente lucrativas, para costear su subsistencia.

Yo creo que no podemos seguir así. No hace falta ser profeta para prever que algo tan sencillo como un cambio de Gobierno o como una denuncia unilateral de los Acuerdos Iglesia- Estado o como un cambio de la Constitución (no imposible) daría al traste con ese “mínimo” vital.

A “la sociedad” le daría lo mismo. A los católicos no debería darles lo mismo. Un no creyente, un ateo o un agnóstico, quizá no tenga por qué aportar ni un solo euro al sostenimiento de la Iglesia. O sí. Pero si lo hace, si aporta algo, será porque está convencido, aunque no comparta la fe, de que la Iglesia es un bien para la mayoría.

Un católico, creo, debe pensar de otro modo. La Iglesia es un bien, sí. Pero la Iglesia no es un ente abstracto, es la comunidad de los fieles cristianos. La Iglesia soy, también, yo. Y si me importa la Iglesia debo sostener a la Iglesia.

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2.11.13

El deseo de ver a Jesucristo

La constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II enseña que en Jesucristo culmina la revelación divina: Dios “envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios […]. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre” (cf DV 4).

El amor misericordioso caracteriza el ser de Dios: “a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”, leemos en el libro de la Sabiduría (cf Sb 11,23-12,2). Dios es clemente y compasivo, “tardo a la cólera y rico en fidelidad”. A pesar de nuestro pecado, Él mantiene su amor.

En la entrega de su Hijo, en la Encarnación y en la Cruz, este amor incondicional se hace visible y palpable: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9). Zaqueo, “jefe de publicanos”, estaba ciertamente “perdido”, al menos a los ojos de los hombres oficialmente piadosos de Israel, vigilantes de una pureza ritual.

Su oficio, recaudador de aduanas y cobrador de impuestos, lo desacreditaba completamente. Desempeñar esa tarea equivalía a vivir de modo permanente en el pecado y en la injusticia. Además, era rico y posiblemente se había aprovechado en ocasiones de los pobres.

Sin embargo, en este hombre, en Zaqueo, había germinado la semilla de la salvación porque deseaba ver al Salvador. Este deseo le lleva a superar las dificultades: su escasa estatura y la aglomeración de las gentes, que se levantaba como un muro infranqueable que le impedía divisar al Señor.

En cada uno de nosotros pueden estar presentes estas dificultades. Algunos Padres de la Iglesia relacionan la pequeña estatura con la escasez de la fe, ya que sin fe, o sin una disposición a creer, no se puede “ver” a Jesús, no se puede reconocerlo como Salvador. Por su parte, la turba simboliza “la confusión de la multitud ignorante”, decía San Cirilo; es decir el cúmulo de prejuicios que se convierten en obstáculos para encontrar al Señor.

Pero Zaqueo no se resigna ante estos inconvenientes y “se subió a una higuera para verlo”. El pequeño Zaqueo, comenta San Beda, se sube, para elevarse, al árbol de la Cruz. Desde esa altura sí es posible “ver” a Jesús. El resto lo hace ya sólo el Señor. Le pide que se baje de la higuera y toma la iniciativa de hospedarse en su casa. La gracia de Dios, la proximidad de su amor misericordioso, llena a Zaqueo de alegría.

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1.11.13

Los difuntos y la misericordia

Conmemoración de los Fieles Difuntos

La conmemoración de los fieles difuntos se debe a una iniciativa de San Odilón de Cluny. Fue este abad un hombre muy exigente consigo mismo y, a la vez, muy comprensivo con los demás. En una ocasión, ante quien le reprochaba su mansedumbre, contestó: “Si me he de condenar prefiero serlo por exceso de misericordia que por exceso de severidad”.

Sin duda este espíritu misericordioso le llevó a ordenar, en el año 998, que en todas las abadías dependientes de su jurisdicción se celebrase el 2 de noviembre un oficio especial en sufragio por todos los fieles difuntos. Poco a poco esta costumbre se extendió a la Iglesia universal.

La Iglesia nunca ha ahorrado la misericordia. Más bien la ha dispensado con total liberalidad. Ya San Agustín animaba a ser generosos no en la suntuosidad de las tumbas, sino en las oraciones por los difuntos: “convenzámonos de que solo podemos favorecer a los difuntos, si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna”.

Y en el Martirologio Romano leemos: “La Santa Madre Iglesia, después de su solicitud en celebrar con las debidas alabanzas la alegría de todos sus hijos bienaventurados en el cielo, se interesa ante el Señor en favor de las almas de todos cuantos nos precedieron en el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección, y por todos los difuntos desde el principio del mundo, cuya fe solo Dios conoce, para que, purificados de toda mancha del pecado y asociados a los ciudadanos celestes, puedan gozar de la visión de la felicidad eterna”.

La Sagrada Escritura fundamenta esta solicitud: “Hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión”, dice el libro de las Lamentaciones (3,21-22). La bondad de Dios no se agota y abarca incluso a los que ya han muerto. Ser cristiano, estar bautizado, es haber muerto con Cristo para también vivir con Él (cf Rom 6,8). Nada, ni siquiera la muerte, podrá apartarnos jamás “del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8,39).

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31.10.13

Tres preguntas sobre el cielo

La consideración conjunta de las tres lecturas que la Iglesia ha seleccionado para la celebración de la solemnidad de Todos los Santos responde a tres preguntas que podemos hacernos: ¿Quiénes están en el cielo?, ¿qué es el cielo? y ¿cómo se va al cielo?

Lo más importante, creo yo, es desear el cielo. Lo que no se desea no despierta curiosidad ni tampoco se busca. Aspiraremos al cielo si el cielo nos resulta deseable, apetecible. El deseo es movimiento, acción e impulso. Un dinamismo bueno si el objeto de ese anhelo es bueno.

¿Quiénes están en el cielo? Responde la palabra de Dios en el libro del Apocalipsis: “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua”. Los que han llegado ya a la meta son muchos; son muchedumbre, una multitud inmensa de personas. Tantas que son imposibles de contar. Tantas que proceden de la universalidad del tiempo y del espacio: de ayer y de hoy, de cerca y de lejos. Tantas que superan las estrecheces que nos acechan y que nos dividen en la vida presente: “de toda nación, raza, pueblo y lengua”.

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