24.08.15

Ser católico es algo muy serio

Algunas personas, en esta época secularizada, podrían llegar a pensar que ser católico es una especie de broma. No lo es. Es algo muy serio. Ser católico supone – como preámbulo de la fe –  reconocer que Dios existe. Y no solo esto, sino que supone creer que Dios puede comunicarse con nosotros y que, de hecho, se ha comunicado. Y no de cualquier modo, sino mediante la Encarnación de su Hijo; mediante Jesucristo.

Y supone más: Un católico cree que, si Dios se ha comunicado, no nos dejará nunca en la incertidumbre acerca de si se ha comunicado o no. Supone, pues, que si Dios se ha comunicado con nosotros en Jesucristo, esa comunicación – o revelación – quedará garantizada de algún modo.

La Iglesia entra dentro de la lógica de la revelación y de la garantía. Si Dios habla, si lo ha hecho, hablará para todos y para siempre, no solo para unos pocos y ahora. Si habla, necesitamos contar con una cadena de transmisión que, con garantías, nos haga llegar ese hablar de Dios.

Entre Jesús de Nazaret y nosotros han transcurrido ya muchos siglos. Las palabras de Jesús, su memoria, solo pueden llegarnos a través de una institución que no dé motivos para desconfiar; en definitiva, que nos dé motivos para creer. Y esa realidad es la Iglesia. Esa realidad tiene su origen, su Fundador y su fundamento en Jesús.

La Iglesia tiene en Jesús su origen, su principio y su nacimiento. Sin Jesús, no habría Iglesia. El origen es Él, claramente. Es su actitud, su predicación, su muerte y el testimonio de su Resurrección. Sin Él, no quedaría nada. Nada merecería permanecer en el tiempo. Algo tenía que tener ese tal Jesús – el Verbo encarnado – para que hoy exista la Iglesia.

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21.08.15

Y tú, más

Acabo de leer una carta al Papa en la que veinte personas, que dicen que son teólogos, le piden al Romano Pontífice que apruebe la posibilidad de que los divorciados vueltos a casar (civilmente) puedan acceder, sin más, a la comunión eucarística.

Los argumentos son un tanto pobres. No piden un cambio “dogmático” – no piden que lo que era verdad deje de serlo - , sino un cambio “pastoral”. Ya no sé qué significa eso. En nombre de la “pastoral” parece que cabe todo. Pero no puede caber todo si se trata de seguir a quien se definió a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida.

Lo sensato sería que, si piden un cambio, pidiesen no un cambio pastoral, sino un cambio dogmático. Algo así como decir: “Hemos descubierto nuevos campos en el mapa de la verdad. Lo que considerábamos que era la verdad, no lo es en realidad. Por fidelidad a la misma, rogamos que se tenga como verdad lo que hasta ahora no se reconocía como tal". Eso sería más honrado.

Si ese punto no queda claro, no cabe invocar soluciones “pastorales”, suponiendo quizá que la “pastoral” sea algo así como las rebajas de la temporada. Las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio son muy claras: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

Estas palabras son tan absolutas que no se prestan a mucha interpretación. Ni parecen ser unas palabras dependientes de un contexto cultural, ya que Jesús remite no a una cultura, sino al proyecto creador de Dios (“Al principio, no era así”).

La misericordia es un atributo divino. Que Dios es misericordioso significa que Dios está dispuesto a perdonarnos. Pero la misericordia no puede amparar la injusticia. Dios no puede decirnos, por ejemplo: peca y sigue pecando, roba y sigue robando, fornica y sigue fornicando. Dios sí nos dice que, a pesar de nuestros pecados, Él está dispuesto a perdonarnos. Pero si nosotros no nos burlamos de su misericordia, trataremos de dejar de hacer lo que no está bien, sino mal.

Comparar la indisolubilidad del matrimonio con la norma de la circuncisión tampoco es un argumento que me convenza.  La circuncisión no forma parte, que yo sepa, del orden de la creación. Era una norma, diríamos hoy, de derecho positivo, no de derecho natural. O sea, una norma que se puede cambiar.

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17.08.15

Cómo se pasa la vida

“Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando", decía Jorge Manrique, recogiendo, eso creo, una experiencia universal: la vida, la vida terrena al menos, se escurre entre los dedos como si se tratase de agua que quisiésemos retener.

Cuando veo a mis padres pienso, a veces, que los conocí, a ellos, con menos edad de la que yo tengo hoy. Yo no pensaba, entonces, que dejarían de ser jóvenes, que se multiplicarían las visitas al médico… Nada eso pensaba, in illo tempore.

Estoy, no diré que en la mitad de la vida, sino, más bien, en la segunda etapa. Que se extenderá más o menos en el tiempo, pero que es ya, claramente, la segunda etapa, la última. Ya no es la mitad, es menos de la mitad, porque ya tengo 48 años.

Me habían dicho que a los 40 se sufría una crisis. Yo no recuerdo haber padecido ninguna a esa edad. Ya no sé si pensaré lo mismo cuando cumpla 50, si llego a cumplirlos.

Lo que más nos sitúa ante la realidad de nosotros mismos es encontrarnos con compañeros de la infancia y de la adolescencia. Al hacerlo, tras muchos años sin verlos, se comprueba cómo han cambiado. Y supongo que ellos tendrán la misma impresión sobre nosotros, sobre mí, que nosotros (o yo) tenemos (tengo) sobre ellos.

Este proceso de envejecimiento es, digámoslo claramente, una aproximación a la muerte. Que sí, que puede sobrevenir al cualquier edad, pero que, mayormente, sobreviene a ciertas edades. A las que ya, peligrosamente, uno se acerca, aunque sea un poco de lejos de momento.

Pero esta evocación del paso del tiempo, de la brevedad de la vida, se hace más dolorosa si uno piensa que, quizá, su vida ha sido leve hasta ahora. No se trata de revivir el pasado que, para bien o para mal, pasado está. Se trata, más bien, de aprovechar mejor el presente, en una especie de carpe diem no hedonista, sino fructífero.

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14.08.15

No banalicemos la misericordia

La misericordia es una característica de Dios, muy ligada a uno de los principales atributos divinos: la omnipotencia. Por su misericordia infinita, Dios muestra su poder “en el más alto grado perdonando libremente los pecados” (Catecismo, 270).

Estamos acercándonos a algo muy serio, entrando, por decirlo así, en terreno sagrado: En el ser de Dios y en su actuar. Yo no creo que Dios sea, como se suele decir, el “Totalmente Otro”. Pero sí estoy convencido de su santidad, de su divinidad.

¿Cómo sabemos que Dios es misericordioso? Lo sabemos, en última instancia, gracias a Jesús, que es el revelador y la revelación del Padre. Jesús, el Verbo encarnado, expresa en lenguaje humano el ser de Dios. Y no se cansa de manifestar su infinita compasión.

Como enseñaba San Juan Pablo II: “en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia, esto es, se pone de relieve el atributo de la divinidad, que ya el Antiguo Testamento, sirviéndose de diversos conceptos y términos, definió «misericordia ». Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente « visible » como Padre « rico en misericordia »” (Dives in misericordia, 2).

Si nosotros hemos de ser misericordiosos es porque Dios lo es. La motivación es claramente teologal. Y esta motivación obliga a no frivolizar, a no banalizar, a no convertir en insustancial lo que no puede serlo bajo ningún concepto.

La peor trivialización de la misericordia sería, a mi modo de ver, equipararla a una especie de indiferencia, en la que todo vale. Si todo vale es que nada vale. Esta banalización se llama relativismo.

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13.08.15

Es un error eliminar la enseñanza de la Religión en la escuela

Orillar a Dios, confinar en los márgenes de la vida pública la esfera de lo religioso, es un grave error. Dios tiene que ver con todo – de hecho – y es absurdo pretender que, de derecho (positivo), no cuente para nada. No hay cultura sin referencia a Dios – bien sea a favor o en contra -, ni hay sociedad humana sin bases religiosas – y allí donde se han erigido sociedades ateas son, en el fondo, idolátricas - . Tampoco la economía y la política pueden desligarse de Dios si no pretenden ser inhumanas.

San Juan Pablo II reivindicaba con vigor – él, que conoció el totalitarismo nazi y el totalitarismo comunista - , la “carta de ciudadanía” de la religión cristiana. Y lo hacía evocando la “Rerum novarum” de León XIII. Muchos se preguntaban, entonces y hoy, a cuenta de qué el Papa  León XIII se atrevía a pronunciarse sobre las realidades sociales. Para unos, este mundo y esta vida deberían permanecer extraños a la fe. Para otros, la Iglesia había de ocuparse exclusivamente de la salvación ultraterrena, sin decir nada sobre los avatares de la existencia en esta tierra (cf Juan Pablo II, Centesimus annus, 5).

Pero sabemos que no es así. La salvación que Dios ofrece al hombre no separa este mundo y el otro. Ni la religión, al menos la cristiana, aliena o enajena al hombre de sus compromisos en este mundo.

Ha habido intentos, y los sigue habiendo, de impedir que la religión inspire la vida pública. Pero esos intentos no llevan a nada bueno. Benedicto XVI, tan lúcido siempre, lo indicó con claridad: “La exclusión de la religión del ámbito público, así como el fundamentalismo religioso, por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad” (Caritas in veritate, 56).

Es decir, hay dos amenazas que penden sobre nosotros: el laicismo y el fundamentalismo. El laicismo recorta las posibilidades de la razón y reduce al hombre a lo mundano. Para el laicismo, la religión es una especie de excrecencia que hay que evitar a toda costa. Se le puede tolerar, como quien tolera el mal, pero jamás se le podrá reconocer como algo digno de presentarse en sociedad.

El fundamentalismo, en el ámbito de lo religioso, aunque yo creo que abunda más en el ámbito de lo laico, equivale a la apuesta en favor de unas bases de lo religioso que prescinden completamente de la relación con la razón. Cualquier cosa que pretenda iluminar los fundamentos de la creencia, como la razón humana, es vista con absoluta sospecha. Merece la pena reivindicar a Melchor Cano que señaló, entre los lugares teológicos, el papel de la razón humana.

Si la política cede al laicismo se empobrecen las motivaciones para buscar el bien común y se da un paso hacia la opresión agresiva. El que manda cree, porque manda, que puede dictar las normas inapelables de lo verdadero y de lo falso, de lo bueno y de lo malo. Sin ningún freno, sin tener que respetar el sagrario de las conciencias, el que manda, manda. E impone y castiga, si no le hacen caso.

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