3.06.11

Yo estoy con vosotros

Homilía para la solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo A)

Cuarenta días después de la Resurrección, durante los cuales “come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino” (Catecismo 659), el Señor entra de modo irreversible con su humanidad en la gloria de Dios. El acontecimiento histórico y trascendente de la Ascensión supone la exaltación de Cristo a la derecha del Padre, obteniendo el señorío sobre todas las fuerzas creadas: “Y todo lo puso bajo sus pies”, escribe San Pablo (Ef 1,22).

La Ascensión del Señor no equivale a su ausencia, sino a un modo nuevo de presencia. Él, que tiene “pleno poder en el cielo y en la tierra”, les dice a los discípulos: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (cf Mt 28,16-20). Jesús, que por su Encarnación se hizo el “Emmanuel”, sigue siendo el “Dios con nosotros”. Su presencia es, a la vez, un consuelo – ya que nunca estaremos solos – y un desafío, que nos tiene que mover a descubrirlo continuamente en los hambrientos, en los pequeños y en los marginados (cf Mt 25, 31-46).

La presencia de Jesús es incondicional: “Yo estoy con vosotros”. Nada ni nadie puede destruir esta presencia, ni siquiera la muerte o nuestra imperfección. Él siempre está y, por consiguiente, siempre podemos estar con Él o retornar a Él si nos hemos alejado del Señor por nuestro pecado. Igualmente, a pesar de las crisis que le toque padecer a la Iglesia en su caminar por la historia, tenemos la certeza de que el Señor sigue estando en ella y con ella.

San Mateo, en el final de su Evangelio, recoge esta promesa de Jesús; una promesa que va acompañada de un encargo: “Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). A unos discípulos que no son perfectos - al menos, no todos, ya que, aunque “se postraron” reconociendo a Cristo, “algunos vacilaban” – el Señor les confía la misión de hacer nuevos discípulos.

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1.06.11

Sobre sacerdotes y blogs

Hoy he tenido una jornada bastante “mediática”. Un periódico, “Atlántico Diario”, ha publicado un reportaje titulado “Internet gana adeptos en el clero”. Recoge la experiencia de cuatro sacerdotes de diferentes edades y con una mayor o menor presencia en Internet.

Internet no es la panacea. Sería absurdo pensar que, por estar los cristianos en la red, ya el mundo es “ipso facto” evangelizado. No, las cosas no son así. Internet es un cauce y una posibilidad. Ni más ni menos. El Evangelio se transmite de persona a persona, sin que nada pueda suplir el testimonio de la propia vida, la palabra que lo ilumina y, sobre todo, la referencia a Jesucristo, centro de la revelación y de la fe.

Pero Internet es un medio que conecta a muchas personas, que hace posible el “milagro” de que lo que uno escribe pueda ser seguido, en tiempo real, en cualquier lugar del mundo. Las posibilidades de la palabra y del anuncio se multiplican hasta alcanzar dimensiones planetarias. En cierto sentido, también cabe el testimonio personal, aunque siempre de un modo más indirecto, menos inmediato y quizá por ello menos creíble.

Nada puede sustituir, en la Iglesia, la predicación directa, la celebración de la fe y de los sacramentos, la vivencia de la caridad. Lo “virtual” no suple lo “real”, aunque también lo virtual es real. Detrás de una pantalla de PC está una persona, con las mismas dudas, miedos y esperanzas que cualquier otra persona que podamos tener delante. Creo que en el mundo “virtual” debemos aspirar a una ética que no esté por debajo de la que se espera, o se practica, en el mundo “real”: No abusar del anonimato, no creerse impune, no atacar sin misericordia al otro pensando en que el ataque quedará encubierto.

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28.05.11

Para una reunión con los padres

Los que estamos en parroquias tenemos que cuidar, en estas fechas o en fechas próximas, como elementos integrantes de la iniciación cristiana, la celebración de los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía - en concreto, de la Primera Comunión-.

No creo que me canse de pedir la recuperación del orden tradicional, y a mi modo de ver lógico, de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía, en este orden. ¿Por qué razón un bautizado que ya ha accedido a recibir a Cristo en la Comunión ha de esperar a los catorce años para recibir la Confirmación?

En una reunión con los padres hay un elemento de “agenda”: Señalar fechas y horas, obviamente de mutuo acuerdo. Creo que se debe señalar una o varias fechas “oficiales”, por decirlo así, y estar dispuestos a una total flexibilidad, ya que cada familia tiene sus propias circunstancias. Si se calcula que el número de comulgantes es alto, convendría ofrecer un abanico amplio de días.

Ya en el plano celebrativo, habrá que indicar cuándo los niños harán su primera confesión. Un aspecto nada secundario. El canon 914 del “Código de Derecho Canónico” prescribe una “previa confesión sacramental”: “Los padres en primer lugar, y quienes hacen sus veces, así como también el párroco, tienen obligación de procurar que los niños que han llegado al uso de razón se preparen convenientemente y se nutran cuanto antes, previa confesión sacramental, con este alimento divino; corresponde también al párroco vigilar para que no reciban la santísima Eucaristía los niños que aún no hayan llegado al uso de razón, o a los que no juzgue suficientemente dispuestos”.

Es muy importante la gradación de responsabilidades que señala el “Código”: Los padres “en primer lugar”, así como “también el párroco”. Los primeros responsables de la educación cristiana de los niños no son los párrocos, son sus padres. La Parroquia cumple un papel importante, pero subsidiario.

¿Dónde debe estar centrada nuestra atención? En el acontecimiento que esos niños van a vivir: recibir, por vez primera, a Cristo en la Comunión. Todo lo demás es secundario, muy secundario. Por otra parte, la comunidad cristiana que se reúne cada domingo ha de acoger a estos niños, pero sin romper el ritmo que marca el año litúrgico y sin relegar a un segundo plano la solemnidad que se celebra. Por decirlo de un modo concreto: la solemnidad del Corpus es, ante todo, la solemnidad del Corpus, con Primeras Comuniones o sin ellas. No desenfocar la realidad de las cosas resulta esencial y, por añadidura, pedagógico.

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26.05.11

La comunión con Cristo

Homilía para el Domingo sexto de Pascua (Ciclo A)

La fe es la adhesión personal de cada uno de nosotros a Jesucristo, el Señor. Creer supone conocer y amar, sin que podamos establecer una separación tajante entre ambas dimensiones. En la medida en que amemos más a Jesucristo, mejor lo conoceremos y, a su vez, cuanto más lo conozcamos más lo amaremos.

En este proceso de identificación con el Señor se hace concreta la vocación fundamental de todo hombre, que no es otra que participar en la plenitud de la vida divina: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada” (Catecismo 1).

La adhesión a Jesucristo comporta querer lo que Él quiere y hacer lo que Él hace. Como ha explicado Benedicto XVI: “Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común” (Deus caritas est 17). Este pensar y desear común se expresa, para el seguidor de Cristo, en el cumplimiento de los mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”, dice el Señor (Jn 14,15).

Esta observancia de los mandatos de Jesús no es una imposición externa, una carga pesada, sino que se trata de una exigencia que brota del amor. San Agustín decía que “el amor debe demostrarse con obras, para que su nombre no sea infructuoso”: “Quien los tiene presentes [los mandamientos] en la memoria y los guarda en la vida; quien los tiene en sus palabras, y los practica en sus obras; quien los tiene en sus oídos, y los practica haciendo; quien los tiene obrando y perseverando, ‘Ese es el que me ama’ ”.

La vivencia de la fe que se manifiesta en el amor prepara para recibir con fruto al Espíritu Santo: “el que ama tiene ya al Espíritu Santo, y teniéndolo merece tenerlo más, y teniéndole más merece amar más”, dice también San Agustín. Jesús promete enviar a los suyos “otro Defensor”, otro “Paráclito” (Jn 14,16). El “paráclito” es el “valedor”, el que ayuda a aquel a cuyo lado se encuentra. A través de Jesucristo, el Padre nos envía al Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, para que esté a nuestro lado y nos ayude.

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24.05.11

Una purificación de la fe

La fe es una virtud sobrenatural por la que confiamos en Dios y, basados en esa confianza, aceptamos lo que Él ha revelado. Creer es una realidad nueva, que no la da ni la carne ni la sangre, sino que procede de la gracia divina acogida por el hombre de un modo libre y razonable.

Hoy los creyentes vivimos un poco a la intemperie. No podemos refugiarnos en una cultura dominante afín a nuestras creencias. Más bien todo lo contrario. No está mal visto discrepar en público de la fe cristiana, sino al revés. No está bien visto definirse católico, obediente al papa y dispuesto a aceptar lo que la Iglesia nos enseña. Todo lo contrario. Se tolera, a lo sumo, un catolicismo “liberal” que, antes que la adhesión, interpone la distancia. Incluso en ambientes teóricamente muy católicos el criticismo excesivo parece querer levantarse como una pantalla protectora que pretende salvaguardar la propia “independencia” de juicio. Unos y otros, liberales y anti-liberales, dejan claro que, ante todo, está “su” pensamiento, “su” criterio, “su” modo de ver las cosas y de interpretarlas.

Culturalmente, nos encontramos a veces con la oposición y, más veces aún, con la indiferencia. Con la persecución o con el relativismo igualador de todas las creencias. En definitiva, si todas las religiones valen lo mismo es que ninguna vale nada. Si todos salvan, nadie salva.

Debemos, en cierto modo, aprovechar las posibilidades que ofrece el tan cacareado “pluralismo”, a veces puramente teórico, pero que puede permitir que “también” nosotros digamos “algo”. Y debemos decirlo, aprovechando todas las ocasiones, a tiempo y a destiempo, proclamando la novedad del Evangelio.

La indiferencia es un serio obstáculo que hay que sortear. La fe parece no interesar, parece no decir nada. La única manera de salvar esta barrera es, creo, la propia convicción, serena y esperanzada, de que al menos a mí la fe sí me dice mucho y sí me interesa en gran manera. Y, en buena lógica, cabe pensar que si me interesa a mí puede también, en línea de principio, interesar a otros.

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