8.02.12

Una colaboración de un lector: Había estado XI

“Había estado” (XI). Escrito por Norberto

Miryām observaba desde el balcón sito en la puerta de la casa, que daba al rellano en el que Shimon hablaba, su cuerpo estaba inclinado, en actitud reverencial, había detectado la presencia del Ruaj Ha Kodesh (Espíritu Santo), recordaba aquel instante cuando dijo “hágase”; simultáneamente escuchaba las voces procedentes de quienes hablaban unos metros más abajo.

Todo volvía a ser luz, fuego, Šekina (Presencia), una vez más se cumplía una promesa y un anuncio que su hijo Ioshua había confiado; ellos, bajo su amoroso cuidado y su continua exhortación, lo habían invocado y allí estaba, podía ver las lenguas de fuego que se posaban sobre los seguidores de Ioshua y sobre ella misma.

Ana, acompañada de su guardián - y primo - Eliecer, su hijo Eulogio y su primo jerosolimitano y hospedero Mohsé llegaron al lugar de los hechos a tiempo de escuchar las palabras de Shimón “… bautizaos y recibiréis el Ruaj Ha Kodesh…”; sin premeditación, como si una mano oculta les empujara se encontraron en la fila de quienes esperaban recibir el agua del bautismo, sin embargo Ana, sintió el temor de que se transgredieran los mandatos de YHWH.

Mohsé giró la cabeza y vio el gesto de ambigüedad de Ana, la expectación en la expresión de la tez del joven Eulogio y el gesto vigilante de Eliecer a punto de preguntar a sus congéneres “¿qué hacemos aquí?”.

Shimon Bar Ionah apenas podía atender el rito del Bautismo, pese a contar con la asistencia de sus compañeros, los asistentes, conmovidos por su discurso, preferían recibirlo de sus manos; cuando llegaron a su altura los viajeros con Mohsé, que conocía a Shimon les encontró dubitativos, apesadumbrados, a diferencia de los anteriores candidatos no solicitaban el bautismo, solo Mohsé parecía decidido y así lo hizo. Con los ojos llenos de lágrimas de felicidad se dirigió a sus parientes y les dijo “Venid”.

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4.02.12

Una tarea difícil, pero muy bella

En la homilía de hoy no he podido apenas glosar el texto de San Pablo a los Corintios (1 Cor 9,16-19.22-23). Ya se sabe, así lo decía el beato Newman, que toda homilía ha de ser incompleta – no doy fe de la literalidad de las palabras, pero sí de la integridad del sentido de esta afirmación -. No se puede, ni se debe, decirlo todo de una vez. Mejor es decir algo, un poco, en cada ocasión.

San Pablo dice que no tiene más remedio que predicar. No lo hace por soberbia, sino por ser consciente de que es la misión que se le ha encomendado. Una tarea que comporta su propia paga. No se refiere el apóstol al salario en dinero – ya que él, renunciando a un derecho, ha optado por no vivir del ministerio - , sino a una compensación mucho mayor y más honda: el bien del Evangelio, del cual el predicador es el primer beneficiario.

Cada vez veo con mayor claridad la exactitud de esta valoración de San Pablo. El Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, la Buena Noticia que es Él en persona, es un bien, algo valioso y estimable por sí mismo. El mayor de los bienes, ya que nada puede compararse a la Palabra de Dios. El Sumo Bien, del que proceden todos los bienes, es Dios mismo y Él se comunica mediante su Palabra, a través de su Hijo, el Verbo encarnado.

Desde una consideración meramente humana, demasiado humana, la predicación puede parecer inútil. Predicar es proferir palabras, solo palabras, como quien esparce por aquí y por allá pequeñas semillas. Benedicto XVI, que es un gran predicador, ha dicho al respecto: “En apariencia, la semilla no es casi nada y, a pesar de ello, es la presencia del futuro, es promesa ya presente hoy. Y así, con esta parábola [se refiere a la parábola del sembrador], dice: ‘Estamos en el tiempo de la siembra: la palabra de Dios parece solo una palabra, casi nada. Pero ¡ánimo!, esta palabra contiene en sí la vida. Y da fruto” (25-7-2005).

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En la casa de Pedro

Homilía para el V Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

La llegada de Jesús libera a los hombres de la opresión del Maligno y del peso de las enfermedades. El Señor, en su ministerio público, expulsa a los demonios, cura a muchos enfermos y predica incansablemente la Buena Noticia (cf Mc 1,29-39). Como proclama la liturgia de la Iglesia: “Cristo tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades” (cf Mt 8,17).

El libro de Job describe la angustia que provoca la enfermedad en quien la padece: “Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga; al acostarme pienso: ¿cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba” (Job 7,3-4). Como comenta Benedicto XVI, la enfermedad “conlleva inevitablemente un momento de crisis y de seria confrontación con la situación personal” ya que la vida humana tiene sus límites y, tarde o temprano, termina con la muerte (8-12-2006).

En Jesús se cumplen las palabras del Salmo 146: “Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. En la casa de Pedro, en Cafarnaún, Jesús cura a la suegra de Pedro. Estaba en cama con fiebre, le hablaron a Jesús de ella y Él la levantó agarrándola de la mano. La fiebre le desapareció y se puso a servirles (cf Mc 1,29-31). El Señor nos toma de la mano para levantarnos de la enfermedad y de la muerte. Esta acción curativa evoca la resurrección de los muertos y, más en concreto, la propia resurrección de Jesús.

Superada la enfermedad, la mujer “se puso a servirles”, prefigurando de algún modo la “diakonía”, el servicio de Jesús, que “no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud” (Mc 10,45). Una prueba de este servicio del Señor es su dedicación al pueblo de Cafarnaún: “Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta” (Mc 1,32-33).

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3.02.12

San Blas

San Blas

Hoy se celebra la conmemoración de San Blas, médico, obispo de Sebaste en Armenia, que vivió en el tiempo de los emperadores Diocleciano y Licinio (307-323). Le tocó padecer la persecución contra la fe. Blas intentó ocultarse en una cueva, pero fue descubierto por unos cazadores de fieras y denunciado al gobernador de Capadocia. Lo torturaron con peines de hierro y finalmente fue decapitado.

La lectura evangélica del día – viernes de la cuarta semana del tiempo ordinario – nos habla de un martirio precedente, el de San Juan Bautista (cf Mc 6,14-29). San Juan es el Precursor de Jesús, a quien señala como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El Bautista no llama la atención sobre sí mismo, sino sobre Jesús. Él va delante, como un heraldo, también en la muerte martirial.

¿Por qué es martirizado, decapitado, el Bautista? Por un conflicto de intereses. San Juan decía en voz alta una verdad que resultaba incómoda: “El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Felipe, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano”. Posiblemente Juan, que gozaba del respeto y hasta de la simpatía del rey Herodes, hubiese hecho carrera en la corte si hubiese sido, humanamente hablando, un poquito más “prudente”.

Herodes, por su parte, se ve coaccionado por la situación. No odiaba a Juan, sino todo lo contrario, pero era el rey y había dado en público su palabra: “Pídeme lo que quieras, que te lo doy”, le dice a la hija de Herodías. La muchacha había danzado en la fiesta de cumpleaños del monarca, gustando a todos. La joven no decide por sí misma el premio sino que consulta a su madre: “La cabeza de Juan el Bautista”. Y el rey, “por el juramento y los convidados”, cede y le entrega en una bandeja el trofeo solicitado.

También la muerte de Jesús es martirial; lo es por antonomasia. También la Cruz se debe a un conflicto de intereses, a las componendas de un mundo que no quiere hacer espacio a Dios. ¿Cuál era la culpa de Jesús? En realidad, ninguna: Anunciar la cercanía de Dios, la irrupción de su Reino, la solicitud de su amor. Contra Él, el Justo, se confabulan todos los poderes, acusándolo falsamente de blasfemo y de sedicioso. No convenía Jesús, resultaba demasiado molesto e insoportable, a pesar de haber transcurrido su vida terrena haciendo el bien.

No es “fácil” para Dios salvar al hombre. El mal, el egoísmo, la codicia y la soberbia – en definitiva, el pecado – es un obstáculo enorme. Solo se le puede vencer “desde dentro”, asumiendo sus consecuencias negativas para transformarlas en todo lo contrario: en amor, en generosidad, en humildad. “Lo que no es asumido no es redimido”, decía San Ireneo.

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1.02.12

Santo Tomás de Aquino, sabio

Los grandes maestros no hablan de sí mismos, no sienten la preocupación de perpetuarse en una escuela, no se creen dueños sino servidores de la verdad. Entre los más grandes ocupa un puesto destacadísimo Santo Tomás de Aquino, el Doctor común. “Se oscureció él mismo en la verdad”, dice sobre el Aquinate Jacques Maritain, haciéndose eco de una sentencia anterior: “Es algo mayor que Santo Tomás lo que en Santo Tomás recibimos y defendemos”.

En él se unieron dos sabidurías, la adquirida y la infusa. La sabiduría es el conocimiento de las cosas divinas: “quien conoce de manera absoluta la causa, que es Dios, se considera sabio en absoluto, por cuanto puede juzgar y ordenar todo por las reglas divinas” (ST ,II-II, 45,1). La sabiduría como virtud intelectual adquirida se alcanza mediante el esfuerzo humano. En cambio, la sabiduría infusa desciende de lo alto.

La sabiduría es la más alta perfección de la razón y, como don del Espíritu Santo, perfecciona también la fe, ya que no solo asiente a la verdad divina sino que juzga conforme a ella.

Naturaleza y gracia, razón y fe, confluyen armónicamente en el sabio, que tiene como doble oficio exponer la verdad divina, la verdad por antonomasia, e impugnar el error contrario a la misma.

El estudio de Dios – a través de la filosofía y de la teología – es “el más perfecto, sublime, provechoso y alegre de todos los estudios humanos” (SCG I, 2) y une especialmente a Dios por amistad. En síntesis, “la suma dignidad del saber humano consiste en el conocimiento de Dios” (SCG, I, 4).

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