22.02.12

Iniciando la Cuaresma

El miércoles de ceniza, comienzo del tiempo de Cuaresma, constituye una llamada a actualizar una actitud muy propia de la vida cristiana: la conversión, la reconciliación. Convertirse es volverse hacia Dios y, por consiguiente, reconciliarse con Él haciendo penitencia para superar el único obstáculo que puede interponerse entre nosotros y Dios: el pecado.

La conversión no tiene que ver con la apariencia, sino con la realidad. No se trata de que maquillemos nuestra vida para parecer mejores; se trata de renovar el corazón, el fondo de nuestro ser y de nuestro actuar, para ser mejores, para asimilarnos un poco más a Jesucristo, que es el verdadero modelo.

Jesús nos previene frente a una Cuaresma cosmética: No hay que fingir rezar más, sino dejar que la Palabra de Dios nos cuestione, escuchando lo que el Señor nos dice y respondiendo a sus peticiones. No hay que fingir ayunar más, sino concentrarse en lo esencial – en Dios, en la salvación – y relativizar, hacerlo relativo a Él, lo que, aunque importante, ha de ser siempre secundario. No hay que fingir mayor preocupación por el prójimo para sentir la reconfortante recompensa de nuestra filantropía, sino que hay que entregarse a los demás, asumiendo la lógica de la Cruz que es la misma que la del amor.

En su Mensaje para la Cuaresma el papa Benedicto XVI hace hincapié en la limosna, en la caridad. Nos dice que debemos cultivar una mirada atenta al otro, superando el egoísmo y el individualismo. Es muy fácil conformarse con un encierro en el yo que se olvida de los demás: “yo no hago daño a nadie, no me meto en la vida de nadie; estoy a lo mío”.

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21.02.12

El duro camino del Evangelio

“Toma parte en los duros trabajos del Evangelio”, le dice San Pablo a Timoteo (2 Tim 1,8). Anunciar el Evangelio, según el Apóstol, comporta “padecimientos”; es decir, la posibilidad, no meramente teórica, de sufrir física y corporalmente daños, dolores, enfermedades, penas y castigos. Y también de soportar agravios, injurias y pesares.

San Pablo sabe perfectamente de lo que habla. Lo avala una gran experiencia: “Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y agobio, sin dormir muchas veces, con hambre y sed, a menudo sin comer, con frío y sin ropa” (2 Cor 11,26-27).

Para muchos de nosotros las palabras de San Pablo suenan completamente reales – no se puede dudar de que dice lo que ha vivido - , pero revestidas de una especie de realismo épico, heroico. Pero ese heroísmo es, a día de hoy, el pan nuestro de cada día de muchos cristianos; también el de muchos sacerdotes.

No es fácil la tarea de la evangelización. Jesús, desde luego, no ha engañado a nadie: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo: pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). El grano de trigo es Él. Y ha dado fruto por su Muerte y Resurrección. Ha querido morir para destruir la muerte y darnos vida.

La evangelización no puede ser una carrera que persiga el éxito mundano. La semilla, si cae en tierra buena, da fruto, pero ha de caer en tierra buena. Si cae al borde del camino o en terreno pedregoso o entre abrojos no da grano (cf Mc 4, 2-9).

Lo que no puede lograr la semilla no pueden lograrlo los sembradores. Dios lo puede todo, pero Dios no prescinde de nuestra libertad. Él viene a nuestro encuentro, pero nosotros debemos también ir a su encuentro. Dios da de comer a quien tiene hambre, pero, primero, es preciso sentir hambre.

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16.02.12

La sinceridad de Dios

Homilía para el VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.

San Pablo, en la Segunda Carta a los Corintios, escrita en el otoño del año 57, se presenta como un hombre veraz y sincero, libre de fingimiento: “La palabra que os dirigimos no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”. En esta falta de doblez el Apóstol sigue el ejemplo de Jesucristo, que “no fue primero ‘sí’ y luego ‘no’”, ya que “en Él todo se ha convertido en un ‘sí’; en Él todas las promesas han recibido un ‘sí’”. En definitiva, la sinceridad de San Pablo se fundamenta en la sinceridad de Dios mismo, en la fiabilidad de su Palabra, en la lealtad con la que, enviando a Jesucristo, ha cumplido todas sus promesas.

Lo contrario de la sinceridad es la doblez de corazón; la astucia o la malicia en la manera de obrar o de hablar dando a entender lo contrario de lo que se siente. Un corazón doble dice unas veces ‘sí’ y otras ‘no’, según la conveniencia de cada momento. Uno de los más antiguos textos cristianos, la Didaché o Enseñanzas de los Doce Apóstoles, contrapone dos caminos, el de la vida y el de la muerte. El camino de la muerte se caracteriza, entre otras cosas, por los falsos testimonios, la hipocresía, la doblez de corazón, el engaño y la malicia (cf Didaché, V,1).

Al igual que San Pablo, también el Compendio del Catecismo basa la obligación que un cristiano tiene de vivir en la verdad en la manifestación íntegra de la verdad de Dios que ha tenido lugar en Jesucristo: “Él es la Verdad. Quien le sigue vive en el Espíritu de la verdad, y rechaza la doblez, la simulación y la hipocresía” (n. 521).

Una de las promesas divinas que se han cumplido en Jesucristo es la promesa de perdonar los pecados. Precisamente para demostrar que tiene poder para perdonar los pecados Jesús realiza el milagro de curar al paralítico (cf Mc 2, 1-12). Él es el Hijo del Hombre que realiza y cumple sobre la tierra, a través del perdón, la voluntad salvadora de Dios.

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15.02.12

Había estado (XII). Escrito por Norberto

Loukás Hypokraticus Antioquiensis ietèr kakôn (médico de las enfermedades), kheirourgein (cirujano) así rezaba en la tablilla que colgaba en la puerta de la casa del titular, sita en el arrabal sur, en una loma cabe el río Phyrminus, cerca del gran aljibe, a mitad de camino de la cresta de un cerro del monte Silpius; accesible por una vereda que podía transitarse a pié, casi equidistante del barrio judío – de donde procedían buena parte de sus clientes – y de la necrópolis, detalle importante para un médico de la época, ya que la pronta evacuación de cadáveres, por motivo preventivo, era una medida harto repetida, muy a su pesar.

Siendo un niño, apenas 4 años, observaba la práctica de la medicina popular, así como los antioquenos guardaban en el apoteke (botica) de sus casas para remediar las afecciones más comunes; preguntaba, se interesaba y probaba, también se interrogaba sobre la causa y origen de las dolencias y enfermedades. Siendo un zagal -7 años- probó, improvisadamente, un ungüento sobre una oveja herida y preñada recuperándola para que pudiera alumbrar el cordero que llevaba en sus entrañas, sugiriendo al pastor que impidiera a las ovejas comer de ciertos arbustos.

A su edad, 32 años, había recorrido el Mediterráneo, pagándose sus estudios con el trabajo de sanador, en busca de formación médica, así estuvo en Kos en la Escuela de Hypócrates, de la que poco quedaba, al menos conoció la obra de Aulus Cornelius Celsus, que le persuadió de ir a Roma, conocer al autor y formarse en dieta, farmacia, cirugía y temas relacionados, con los seguidores de Asclepíades se formo en cirugía y odontología.

Había conseguido cierta fama entre sus colegas, sin embargo cuando solicitó su adscripción al cupo médico, pese a contar con el apoyo del Questor Salutis – había operado de amígdalitis a su hijo mayor cuando se consumía por la fiebre y peligraba su vida - obtuvo la negativa por respuesta: era extranjero, era muy bueno como médico, méritos/deméritos para una casta como la médica romana.

Si por algo estaba complacido de su estancia en el Askepleion de Kos – frente a la decepción por la decadente Escuela – era por el juramento hipocrático que tenía esculpido en mármol en una placa embutida en el muro, sita en el lado opuesto de la tablilla, así todo solicitante de sus servicio sabía qué podía esperar de él: si alguno sugería cierta extralimitación, la negativa y el fin de la conversación eran inmediatos.

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11.02.12

Quiero: queda limpio

Homilía para el VI Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

La impureza es lo contrario a la santidad. Acercarse a lo sagrado, participar en el culto o, simplemente, formar parte de la comunidad santa que es el pueblo de Dios exige la pureza. La triste condición de un leproso, como aquel que se acerca a Jesús (cf Mc 1,40-45), no radica tanto en su enfermedad, considerada en sí misma, cuanto en la condición de impuro que ese mal, la lepra, acarreaba consigo.

El contacto con lo impuro, con lo sucio, con lo corrompido, contamina e inhabilita para aproximarse a Dios. El leproso era, por ello, algo más que un enfermo; era un maldito; alguien herido por Dios y separado de todos los hombres. Y aquel hombre, consciente de su segregación, no pide a Jesús ser curado, sino que le pide ser purificado: “Si quieres, puedes limpiarme”.

La actitud de Jesús con relación al leproso revela un cambio de perspectiva. No es el hombre impuro el que puede contaminar a Dios, sino que es Dios el que hace puro al hombre. La pureza que irradia Jesús es la fuerza de la santidad divina; una potencia capaz de limpiar cualquier mancha que ensucie al hombre. Jesús es el Salvador universal y espiritual de todos, que extiende su mano y toca al leproso diciendo: “Quiero: queda limpio”.

El gesto físico de tocar al impuro manifiesta que el Señor no emplea sólo el poder de su palabra – que hubiera bastado – sino que también pone en juego su humanidad porque Él quiere salvarnos “no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su encarnación” (STh III 3 ad 2).

La impureza esencial, de la cual la lepra es como una imagen externa, no puede obtenerse por medios humanos. La verdadera impureza del hombre, lo que en realidad ensucia el mundo, es el pecado y sólo Dios puede purificarlo. Por eso los profetas anunciaban una purificación radical - de los labios, del corazón, de todo el ser – que provendría de Dios: “Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas” (Ez 36, 25).

Esta promesa divina se ha cumplido. El agua pura derramada sobre nuestra miseria es la Sangre de Cristo; es la entrega del único Hombre que puede ver a Dios sin morir, porque Él es Dios hecho hombre, y que infunde en nuestros corazones la santidad que brota de su Corazón purísimo.

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