25.03.13

Paciencia

A veces, cuando escribo un post, escribo, ante todo, para mí mismo. Y ello obedece a la convicción fundamental de que más altos o más bajos, mejores o peores, más listos o menos listos, los humanos somos muy parecidos.

Entre las virtudes que me resultan difíciles de adquirir está la paciencia, la capacidad de padecer o soportar algo sin alterarme. O quizá, por decirlo con mayor exactitud, mi paciencia, que no es poca, es limitada. Soy paciente hasta que dejo de serlo. Y si dejo de serlo me parece casi imposible retroceder y tratar de intentarlo de nuevo.

San Gregorio decía que, sin la paciencia, sin dominarnos, no poseemos nuestra alma. “La paciencia – escribe – consiste en tolerar los males ajenos con ánimo tranquilo, y en no tener ningún resentimiento con el que nos los causa”.

Es muy difícil tener un perfecto dominio sobre uno mismo. Somos nuestros propios dueños y no lo somos. O podemos dejar de serlo en cualquier momento. Y en lo que atañe a la tolerancia con los otros, los umbrales de resistencia resultan también inestables. Una vez, dos, o más, podemos casi soportarlo todo. Pero cuatro, cinco, o cien veces, uno ya no está dispuesto a resistir nada.

¿Qué ventajas tiene la paciencia? No es que pretenda basarme en un argumento utilitarista, pero sí es verdad que la virtud comporta ventajas. Por ejemplo, no ser rencoroso es muy bueno: el rencor no hace más que dar poder a quien nos ha agraviado, real o supuestamente, para que siga haciéndolo. No es inteligente ser rencoroso. Ese malévolo resentimiento contradice el amor a los demás pero, también, el sano amor a uno mismo.

La paciencia, explica Santo Tomás, es necesaria para vencer la tristeza; para que la razón no sucumba ante ella. Es así: perder la paciencia conduce a entristecerse; a la aflicción, a la pesadumbre, a la melancolía.

¿Se imaginan a un párroco impaciente? Terminará siendo un párroco amargado. O, salvadas las diferencias, un padre, una madre, un esposo, una esposa, un trabajador…

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23.03.13

El Papa de la humildad

En la visita del Papa Francisco al Papa emérito, Benedicto XVI, el Pontífice le regaló a su predecesor un icono de la Virgen de la Humildad (icono que, si no me equivoco, recibió Francisco, al día siguiente del inicio de su ministerio, de manos del arzobispo ortodoxo ruso Hilarión).

Francisco le dijo a Benedicto: “Cuando la vi [la imagen] pensé en usted”. “Gracias por la humildad durante su Pontificado. Nos ha dado un gran ejemplo de humildad y ternura”, añadió.

Tiene toda la razón el Papa. Benedicto XVI ha sido, desde el primer día hasta el último, “un simple y humilde trabajador en la viña del Señor”. Un hombre brillantísimo, un intelectual de primera, un sacerdote ejemplar, pero siempre en ese registro de la humildad.

Así se ha manifestado también en su renuncia, al ser consciente de las propias limitaciones y debilidades, obrando de acuerdo con ese conocimiento. Yo no me he alegrado nada de la renuncia de Benedicto XVI. No a causa de ninguna hipótesis extraña. No. Simplemente me daba pena que un Papa tan querido dejase de ser Papa.

Pero, hoy, viendo las imágenes del Papa junto a su predecesor, he comprendido de un modo más claro que Benedicto XVI, como siempre, ha sido responsable. Realmente se le ve mayor, conmovedoramente anciano y, creo yo, habrá pensado que la Iglesia, con tantas tareas pendientes, necesita al Papa en plenas facultades para poder ejercer como tal.

Le pediría una cosa al Papa: que este encuentro se repitiese. Que podamos seguir sabiendo cómo está Benedicto. El Papa no perderá nada; es más, ganará mucho, si sigue manifestando, como hasta ahora, su veneración por quien le ha precedido en el ejercicio de ese ministerio. Y, en esto, Francisco, desde el primer día, ha dado muestras de una ejemplaridad que le honra.

En todas las diócesis tenemos ya la experiencia de los Obispos eméritos. No son una carga, son un tesoro. Pueden ayudar al nuevo Obispo. Y, ayuden más o menos, están ahí, rodeados normalmente de la veneración y el agradecimiento de los sacerdotes y de los fieles.

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La puerta de Dios

Homilía para el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor

Jesús entra gloriosamente en Jerusalén, cumpliendo un oráculo profético de Zacarías: “Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, montado en un asno, en un pollino hijo de asna” (Za 9,9). Los discípulos, entusiasmados por todos los milagros que habían visto, lo aclamaban: “¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!” (Lc 19,38). Jesús no reprime a los suyos, porque es tan evidente su condición de Mesías que, si no la reconocieran los hombres, gritarían las piedras.

En la celebración litúrgica del Domingo de Ramos podemos sentirnos miembros de esa muchedumbre que aclamaba a Cristo, al Rey de la gloria. También nosotros, como enseñaba Benedicto XVI, “hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira para difundir en el mundo la verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad”.

Algunos fariseos le dijeron: “Maestro, reprende a tus discípulos”. “Es admirable la locura de los envidiosos- comenta Beda - . Aquel a quien no dudan que debe llamarse maestro, porque conocían que enseñaba verdaderas doctrinas, creen que, como si ellos fueran más sabios, debe reprender a sus discípulos”. También hoy se pueden percibir las voces de los envidiosos, de aquellos que quieren silenciar los prodigios de Cristo y las palabras de sus discípulos. Una parte del mundo nos invita a callar, a no decir que Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida, a ocultar que Él es el Rey del universo, que posee la autoridad de la verdad, la autoridad de Dios.

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21.03.13

Dar a conocer la doctrina cristiana: El ejemplo del papa Francisco

Me he fijado en un detalle del Papa Francisco. A la Presidenta de Argentina y a la de Brasil les ha regalado un libro del Documento de Aparecida, que corresponde a la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe.

El Papa es el Obispo de Roma. No hace falta recordarlo, aunque resulte un poco extraño que algunos se sorprendan de que Francisco utilice, sobre todo, ese título. Es el más importante que tiene. El Obispo de Roma es el Sucesor de Pedro y, por ello, el Pastor de la Iglesia Universal.

Como decía Benedicto XVI: “La comunión con el Obispo de Roma, sucesor del Apóstol San Pedro, puesto por el Señor mismo como fundamento visible de unidad en la fe y en la caridad, es la garantía del vínculo de unión con Cristo pastor, e inserta a las Iglesias particulares en el misterio de la Iglesia una, santa, católica y apostólica”.

La comunión con el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, es criterio de permanencia en la Iglesia de Cristo. Si hay plena comunión con el Obispo de Roma los fieles pueden tener la certeza de que, unidos con él, permanecen en la verdadera fe y en la verdadera unidad fundada por Cristo y vivificada por su Espíritu.

Pero no deseo entrar en estas cuestiones eclesiológicas. Prefiero referirme a algo más simple. El Papa es, también, de hecho, un Jefe de Estado. Es el Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano. La Santa Sede es una entidad soberana, suprema e independiente, desde muy antiguo. Con territorios o sin ellos, esa soberanía se ha conservado hasta el presente. Al servicio de la misma, desde los Pactos de Letrán, está el Estado de la Ciudad del Vaticano.

Habrá a quienes estas palabras: “soberanía”, “Estado”, etc., les produzcan urticaria. A mí no me la producen en absoluto. Que la Santa Sede sea soberana no es más que un medio - humano, pero conveniente – para garantizar la libertad de la Iglesia y de su Pastor Supremo. El Obispo de Roma, Pastor universal, no puede estar condicionado por los intereses de una nación, ya que su servicio se extiende a todos los hombres de todas las naciones.

Pues bien, el Obispo de Roma, el Papa, cuando se encuentra con otros Jefes de Estado, se encuentra, en cierto modo, con sus “iguales”, tómese el calificativo en sentido análogo. ¿Y qué hace el Papa cuando se encuentra con sus “iguales”? Hace lo que deberíamos hacer todos cuando nos encontramos con nuestros “iguales”, nuestros compañeros de trabajo y de profesión: les da a conocer la doctrina católica.

Los católicos tenemos un trabajo por hacer: esforzarnos muchísimo más en conocer, comprender y difundir la doctrina católica. Resulta llamativo que personas que dicen profesar la fe católica desconozcan - o no sepan defender - el enfoque católico de temas tan esenciales como el derecho a la vida, a la libertad religiosa o las exigencias sociales que brotan de la fe.

Me aplico el cuento. Mi primera obligación, como sacerdote y como profesor de Teología, es conocer, comprender y difundir. Malamente podré difundir si no intento comprender lo que enseña la Iglesia. Y no podré comprender si no conozco. Es una obligación grave para mí leer, estudiar y saber lo que la Iglesia enseña.

¿A quién, primeramente, debo comunicar lo que he conocido? Yo diría que, ante todo, a mis compañeros sacerdotes, a mis alumnos y a mis feligreses. En las predicaciones no se puede ni se debe decirlo todo – y, menos, ser pesado - . Pero la homilía no agota el ministerio de la predicación, ni el ministerio de la predicación agota la enseñanza. Así como a los alumnos debemos proporcionarles bibliografía, a los feligreses debemos facilitarles el acceso a libros, textos y documentos que contribuyan a su formación.

¿Y qué han de hacer los que no son sacerdotes ni profesores de Teología? Pues, esencialmente, lo mismo. Si uno es médico, que haga llegar a otros médicos la doctrina de la Iglesia. Si uno es profesor, a otros profesores. Etc.

No como quien da lecciones, sino como quien, humildemente, ofrece la posibilidad de conocer, directamente, lo que la Iglesia dice. Muchas veces lo que llega a las personas no es lo que la Iglesia, a través de su magisterio, dice, sino lo que, de un modo muy superficial, algunos dicen que dice. Que no es lo mismo.

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18.03.13

Lo visible y lo invisible: El inicio del Pontificado

El principio fundamental del Cristianismo es la Encarnación: El misterio de Dios - Invisible e Inefable - nos sale al encuentro en la humanidad de Jesús de Nazaret, su Hijo encarnado. Dios, a quien no podemos ver en la tierra, ha dado una imagen de Sí mismo en la figura de Jesús, nacido en Belén, muerto en la Cruz, Resucitado a los tres días para nunca más morir. Jesús es la Palabra divina que ha hablado en palabras humanas, para que los hombres, interlocutores de ese diálogo, pudiésemos “oír” y “responder". Cristo es el “universal concreto", el “Todo en el fragmento", Dios hecho hombre.

Unida a Cristo, la Iglesia es, en medio del mundo, “sacramento"; es decir, signo e instrumento, de la cercanía y de la proximidad de nuestro Dios. La Iglesia es la “realidad compleja” - humana y divina - , el canal de la gracia, a través del cual se difunde en el mundo el amor misericordioso de Dios.

Quien quiera conocer qué es la Iglesia que contemple su liturgia, su culto. Una antigua máxima cristiana reza: “Lex orandi, lex credendi", la norma de la oración se corresponde a la norma de la fe. Los contenidos se la fe se expresan plásticamente en las palabras y en los ritos que conforman el culto cristiano.

Así sucede en la “Santa Misa para el inicio del ministerio petrino", la celebración solemne en la que el nuevo Obispo de Roma, el Papa, comienza su tarea de Pastor de la Iglesia Universal. Esta Misa no es un discurso, es una acción sagrada cargada de simbolismo.

En el Papa se hace hoy presente el ministerio de Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". El Sumo Pontífice, acompañado por los Patriarcas de las Iglesias Orientales, baja al sepulcro de San Pedro, en la Basílica Vaticana, para orar, y para incensar la tumba del Príncipe de los Apóstoles. Desde allí se inicia la procesión hacia la Basílica, mientras se cantan las “Laudes Regiae", Las Letanías de los Santos. Una invocación que pone de manifiesto que el Papa no está solo. Es más, ningún creyente está solo, sino siempre acompañado, guiado y conducido por los amigos de Dios, por la muchedumbre inmensa de los santos.

Al Santo Padre se le impone el palio, una insignia de lana blanca que pende de los hombros sobre el pecho. Es una señal de yugo suave de Cristo, que no nos hace esclavos sino libres y, asimismo, una imagen del Buen Pastor que carga sobre sus hombros la oveja perdida. La misión del Papa es una misión de amor, de misericordia, de compasión, que prolonga en el tiempo el amor misericordioso del Señor.

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