La Teología como espectáculo
En el mundo del relativismo, sometido al acecho constante de los medios de comunicación y fascinado por lo que aparentemente es “nuevo”, lo que gusta, lo que interesa de momento- no hay ningún afán de permanencia – es el espectáculo: lo que divierte, atrae, asombra o incluso escandaliza.
Escuchaba hace poco la enorme cantidad de millones de euros que una escritora ha ingresado en solo un año por los derechos de autor de una novela supuestamente “espectacular”. Parece que sin “sombras” - sean las que sean – no hay dinero. No tanto dinero.
Esta tentación de notoriedad, de espectacularidad, puede planear sobre la mente de los teólogos y teólogas. Máxime en un país como el nuestro, en el que los estudios de Teología no aseguran mínimamente el sustento, al no existir cátedras de la materia en las Universidades del Estado y al verse reducidas al límite incluso las plazas de enseñanza de la Religión en escuelas e Institutos.
¿Cómo ser un teólogo famoso? ¿Cómo ver reconocida la propia excelencia o compensada de alguna manera la conciencia de la escasa excelencia propia? Hay una vía dolorosa, difícil de transitar: El camino del trabajo, del esfuerzo, del ir sumando poco a poco estudios y publicaciones. No se garantiza el éxito.
Hay otra vía, una especie de atajo: Crear espectáculo. Ser continuamente noticia. Con la esperanza de alcanzar la fama, aunque sea efímera. Y es verdad que la fama, salvo para los verdaderamente inmortales, siempre es efímera.
Un teólogo excelente, pongamos Joseph Ratzinger, es aquel que destaca por la capacidad de profundizar en los misterios de la fe, esclareciendo su mutua conexión. Asimismo, es aquel capaz de ilustrar la analogía de esos misterios con las realidades naturales, haciendo así que los misterios resulten, en cierto modo, comprensibles. Es aquel, en suma, que logra que estos contenidos que provienen de la Revelación iluminen, abran un horizonte, a la vida y a la esperanza de los hombres.