13.08.13

La Teología como espectáculo

En el mundo del relativismo, sometido al acecho constante de los medios de comunicación y fascinado por lo que aparentemente es “nuevo”, lo que gusta, lo que interesa de momento- no hay ningún afán de permanencia – es el espectáculo: lo que divierte, atrae, asombra o incluso escandaliza.

Escuchaba hace poco la enorme cantidad de millones de euros que una escritora ha ingresado en solo un año por los derechos de autor de una novela supuestamente “espectacular”. Parece que sin “sombras” - sean las que sean – no hay dinero. No tanto dinero.

Esta tentación de notoriedad, de espectacularidad, puede planear sobre la mente de los teólogos y teólogas. Máxime en un país como el nuestro, en el que los estudios de Teología no aseguran mínimamente el sustento, al no existir cátedras de la materia en las Universidades del Estado y al verse reducidas al límite incluso las plazas de enseñanza de la Religión en escuelas e Institutos.

¿Cómo ser un teólogo famoso? ¿Cómo ver reconocida la propia excelencia o compensada de alguna manera la conciencia de la escasa excelencia propia? Hay una vía dolorosa, difícil de transitar: El camino del trabajo, del esfuerzo, del ir sumando poco a poco estudios y publicaciones. No se garantiza el éxito.

Hay otra vía, una especie de atajo: Crear espectáculo. Ser continuamente noticia. Con la esperanza de alcanzar la fama, aunque sea efímera. Y es verdad que la fama, salvo para los verdaderamente inmortales, siempre es efímera.

Un teólogo excelente, pongamos Joseph Ratzinger, es aquel que destaca por la capacidad de profundizar en los misterios de la fe, esclareciendo su mutua conexión. Asimismo, es aquel capaz de ilustrar la analogía de esos misterios con las realidades naturales, haciendo así que los misterios resulten, en cierto modo, comprensibles. Es aquel, en suma, que logra que estos contenidos que provienen de la Revelación iluminen, abran un horizonte, a la vida y a la esperanza de los hombres.

Leer más... »

9.08.13

Vigilancia y esperanza

XIX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

“Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia”, escribía San Gregorio. Se presenta con estas palabras uno de los rasgos de la vida cristiana: la vigilancia.

Vigilancia, ante todo, en los modos de pensar, para evitar que nos invadan las mentalidades de este mundo (cf Catecismo 2727). Estar abiertos a la luz verdadera significa estar dispuestos a acoger a Jesucristo como Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Lo verdadero no se reduce a lo que la razón y la ciencia pueden verificar por sí mismas; ni a lo útil o a lo productivo, ni al activismo, ni tampoco al sensualismo o al confort. Los ojos de la fe descubren una hondura de lo real que abarca la dimensión de misterio, una esfera que desborda nuestra conciencia, que hace espacio a lo aparentemente “inútil”, que no retrocede ante la inaferrable gloria de Dios.

La vigilancia se esfuerza por mantener la coherencia entre la fe y la vida; rechazando todo lo que, en la teoría o en la práctica, se opone al testimonio cristiano. Este esfuerzo exige luchar contra las tentaciones, evitando tomar el camino que conduce al pecado y a la muerte. Vigilar es guardar el corazón, para que se mantenga en la opción perseverante en favor de Dios.

La pereza y la negligencia nos sumergen en los excesos de la noche, en las distracciones que nos pueden apartar de la espera del Señor. La espera vigilante pide la sobriedad, en contraste con la ebriedad, con la turbación de la memoria, de la inteligencia o de la voluntad. La embriaguez es una fuga, un escape, un abandono de nuestras responsabilidades. El hombre vigilante está preparado para dar cuenta, para responder, cuando llegue el Hijo del Hombre.

Leer más... »

2.08.13

La feroz idolatría

Homilía. Domingo XVIII. Tiempo Ordinario. Ciclo C

En el lenguaje de la tauromaquia se habla de la “codicia” de un toro para referirse a la vehemencia con la que el animal persigue el engaño que se le presenta. Un toro codicioso contribuye a la brillantez del espectáculo. Si aplicamos la palabra “codicia” a los seres humanos, podemos mantener similares registros. El hombre codicioso persigue con vehemencia un engaño. Pero, a diferencia del arte de lidiar toros, el resultado de la codicia humana no es la brillantez, sino el fracaso.

En la versión griega de la Escritura se emplea la palabra “pleonexia” para designar la sed de poseer cada vez más, sin ocuparse de los otros o, incluso, a costa de los otros. Consiste, la codicia, en una perversión del deseo, en una avidez violenta y frenética que persigue, sobre todo, el dinero, la riqueza, los bienes materiales. Es el origen de todo pecado (cf St 1,14).

Adán y Eva quisieron ser más, ser “como dioses” (cf Gn 3,5), inaugurando así una historia de abusos y pecados que llevará a decir a San Pablo: “La raíz de todos los males es el amor del dinero” (1 Tim 6,10). Santo Tomás de Aquino explica que así como la raíz del árbol extrae su alimento de la tierra, así la codicia es la raíz de todos los pecados: “Pues vemos que por las riquezas el hombre adquiere la facultad de cometer cualquier pecado y de cumplir el deseo de cualquier pecado: porque el dinero le puede ayudar a obtener cualquier bien temporal, según dice Ecl 10,19: Todo obedece al dinero”.

Es una constatación que todos podemos hacer fácilmente: Por dinero se llega, en ocasiones, a hacer cualquier cosa. Por dinero se roba y se mata; se quebranta la ley; se venden y compran cuerpos y voluntades; se ofende la justicia; se generan luchas en el seno de los matrimonios y de las familias - ¡cuántas familias destrozadas por una herencia!-. Si rastreásemos las huellas de los diferentes crímenes que se cometen en el mundo casi siempre encontraríamos la pista del dinero y, siempre, la de la codicia, el afán inmoderado de algún bien o goce material.

El Papa Francisco ha alertado sobre la “feroz idolatría del dinero”, sobre el humanismo deshumano que estamos viviendo, que puede llevar a la “globalización de la indiferencia”. De este modo no se construye una sociedad solidaria y justa.

Leer más... »

30.07.13

El estilo del papa Francisco

El estilo del papa Francisco

El “estilo” es el modo, la manera, la forma de comportarse, de decir y de hacer. Es algo así como el carácter propio que cada artista da a sus obras; a las que crea o a las que ejecuta. Si hablamos del estilo de un Papa podríamos, creo yo, compararlo con un gran director de orquesta que interpreta una partitura. La mayor parte de las veces el director no es el autor de las obras, pero tiene la responsabilidad de conjuntar y marcar una orientación a los componentes de la orquesta o del coro, asumiendo la responsabilidad de su actuación pública.

El Papa se encuentra con una partitura ya escrita, con un texto de una composición de la cual él, el Papa, no es autor. El Papa es el primero que ha de ser fiel al Evangelio, a lo que viene de Cristo, a lo que el Señor ha confiado a su Iglesia. En este punto no caben “originalidades”. Nadie admitiría que un director enmendase a Mozart cuando interpreta una obra suya.

Por consiguiente, resulta obvio decir que lo que el Papa enseña es lo que la Iglesia enseña. No está en sus manos cambiar, modificar o alterar esa doctrina. Pero sí puede marcar el modo de comunicarla.

¿Cómo comunica la doctrina de la Iglesia el papa Francisco? Yo creo que con un estilo, con un modo, eminentemente misionero. Resulta muy interesante, a este respecto, leer el discurso del Santo Padre dirigido al Comité de Coordinación del CELAM (de las Conferencias Episcopales de América Latina y El Caribe).

Ha insistido el Papa en dos aspectos de la misión, la dimensión programática y la paradigmática: “La misión programática, como su nombre lo indica, consiste en la realización de actos de índole misionera. La misión paradigmática, en cambio, implica poner en clave misionera la actividad habitual de las Iglesias particulares”.

¿A dónde conduce esta actitud misional? Básicamente, a la renovación interna de la Iglesia y al diálogo con el mundo actual. ¿Cuál es la base de esa renovación interna? Es la fe. Consiste, esa renovación, en creer: “creer en la Buena Nueva, creer en Jesucristo portador del Reino de Dios, en su irrupción en el mundo, en su presencia victoriosa sobre el mal; creer en la asistencia y conducción del Espíritu Santo; creer en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y prolongadora del dinamismo de la Encarnación”.

Leer más... »

27.07.13

Accidente en Santiago: La presencia de los sacerdotes

Me encontraba fuera de España cuando se produjo el terrible accidente ferroviario en Santiago de Compostela, aunque lo supe enseguida, ya que la noticia se divulgó a través de los medios de comunicación internacionales.

Desde lejos he podido rezar y ofrecer la Santa Misa por las víctimas y por sus familiares.

Esta mañana, en la catedral de Tui, he asistido al funeral de una de esas víctimas, la profesora Blanca Padín, que me había dado clase en el Instituto de Lengua y Literatura.

En el funeral he encontrado a un sacerdote de Santiago de Compostela. Me ha comentado como, en todo momento, los sacerdotes de la archidiócesis estuvieron acompañando a las víctimas y a sus familias.

Lo cuenta también el director de comunicación del Arzobispado de Santiago:

“No quisiera dejar de decir algo que clama por salir de mi garganta conmovida. Y es, sencillamente, que estoy orgulloso de mi obispo y de los sacerdotes de mi diócesis, porque desde el primer momento todos los que pudieron, estuvieron acompañando humana y espiritualmente a las víctimas de este drama tan cercano. Supieron llevar a Cristo a quien pedía un apoyo desde la fe; ofrecieron ayuda a quien buscaba a un familiar o demandaban información de lo que estaba aconteciendo en las UCIs; arroparon a quien se sentía desvalido, triste o deprimido.

Tal vez esta realidad no salga reflejada en los medios de comunicación. Pero ha sido tan real como el esfuerzo realizado por los psicólogos. Mons. Barrio dijo ayer en su homilía de la Misa del Apóstol que Santiago había peregrinado con las víctimas hasta el Pórtico de la Gloria. Y yo me atrevo a decir que mi obispo y nuestros sacerdotes llevaron esperanza a los pasajeros de un tren que iba a la vida eterna".

Leer más... »