1.11.13

Los difuntos y la misericordia

Conmemoración de los Fieles Difuntos

La conmemoración de los fieles difuntos se debe a una iniciativa de San Odilón de Cluny. Fue este abad un hombre muy exigente consigo mismo y, a la vez, muy comprensivo con los demás. En una ocasión, ante quien le reprochaba su mansedumbre, contestó: “Si me he de condenar prefiero serlo por exceso de misericordia que por exceso de severidad”.

Sin duda este espíritu misericordioso le llevó a ordenar, en el año 998, que en todas las abadías dependientes de su jurisdicción se celebrase el 2 de noviembre un oficio especial en sufragio por todos los fieles difuntos. Poco a poco esta costumbre se extendió a la Iglesia universal.

La Iglesia nunca ha ahorrado la misericordia. Más bien la ha dispensado con total liberalidad. Ya San Agustín animaba a ser generosos no en la suntuosidad de las tumbas, sino en las oraciones por los difuntos: “convenzámonos de que solo podemos favorecer a los difuntos, si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna”.

Y en el Martirologio Romano leemos: “La Santa Madre Iglesia, después de su solicitud en celebrar con las debidas alabanzas la alegría de todos sus hijos bienaventurados en el cielo, se interesa ante el Señor en favor de las almas de todos cuantos nos precedieron en el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección, y por todos los difuntos desde el principio del mundo, cuya fe solo Dios conoce, para que, purificados de toda mancha del pecado y asociados a los ciudadanos celestes, puedan gozar de la visión de la felicidad eterna”.

La Sagrada Escritura fundamenta esta solicitud: “Hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión”, dice el libro de las Lamentaciones (3,21-22). La bondad de Dios no se agota y abarca incluso a los que ya han muerto. Ser cristiano, estar bautizado, es haber muerto con Cristo para también vivir con Él (cf Rom 6,8). Nada, ni siquiera la muerte, podrá apartarnos jamás “del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 8,39).

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31.10.13

Tres preguntas sobre el cielo

La consideración conjunta de las tres lecturas que la Iglesia ha seleccionado para la celebración de la solemnidad de Todos los Santos responde a tres preguntas que podemos hacernos: ¿Quiénes están en el cielo?, ¿qué es el cielo? y ¿cómo se va al cielo?

Lo más importante, creo yo, es desear el cielo. Lo que no se desea no despierta curiosidad ni tampoco se busca. Aspiraremos al cielo si el cielo nos resulta deseable, apetecible. El deseo es movimiento, acción e impulso. Un dinamismo bueno si el objeto de ese anhelo es bueno.

¿Quiénes están en el cielo? Responde la palabra de Dios en el libro del Apocalipsis: “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua”. Los que han llegado ya a la meta son muchos; son muchedumbre, una multitud inmensa de personas. Tantas que son imposibles de contar. Tantas que proceden de la universalidad del tiempo y del espacio: de ayer y de hoy, de cerca y de lejos. Tantas que superan las estrecheces que nos acechan y que nos dividen en la vida presente: “de toda nación, raza, pueblo y lengua”.

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26.10.13

Arrogancia

La oración, además de perseverante, ha de ser humilde. Por eso comienza con el reconocimiento de los propios pecados: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan”, dice el libro del Eclesiástico. La humilde toma de conciencia de lo que somos debe empujarnos a ofrecernos al Señor para ser purificados: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”, rezaba el publicano.

La oración es incompatible con el menosprecio de Dios. “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito?”, se pregunta el Catecismo. Atribuirse principalmente a uno mismo, y no a Dios, las buenas obras equivale, en cierto modo, a negar a Dios, ya que todo lo bueno procede de Él.

San Gregorio comenta que “de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia”. La primera de ellas es “cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo”. El fariseo no se desprende de su yo: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. De este modo no reconoce la primacía de la acción de Dios. Las buenas obras se deben, en primer lugar, a la gracia de Dios, y solo secundariamente a nuestra colaboración libre con ella.

Se da a conocer también la arrogancia “cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos”. En sentido estricto, frente a Dios no hay “mérito” por parte del hombre: “Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador” (Catecismo, 2007). Los méritos de nuestras obras son dones de Dios que tienen su fuente en el amor de Cristo.

La tercera manifestación de la soberbia, sigue diciendo San Gregorio, se da “cuando se jacta uno de tener lo que no tiene”. La alabanza propia más absurda, desordenada y presuntuosa consistiría en considerarse uno mismo como perfecto, como santo, olvidando que es Dios quien nos santifica.

Finalmente, la cuarta manera de mostrarse la arrogancia se produce “cuando se desprecia a los demás queriendo aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean”: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano”, dice el fariseo.

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18.10.13

Perseverancia

Uno de los rasgos que han de caracterizar a la oración es la perseverancia. Debemos orar siempre y sin desanimarnos (cf Lc 18.1-8). Como escribía Evagrio Póntico: “No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar”.

¿De dónde brota la oración perseverante? Surge del amor humilde y confiado. El Catecismo nos recuerda, al respecto, tres evidencias de fe “luminosas y vivificantes” (cf Catecismo 2742-2745): Orar siempre es posible, es una necesidad vital y resulta inseparable de la vida cristiana.

Siempre podemos orar, porque Cristo está con nosotros “todos los días” (Mt 28,20). Da igual lo que nos toque vivir, bien sea la bonanza o la tempestad. En cualquier situación, podemos elevar nuestra alma a Dios y pedirle los bienes convenientes. En cualquier tiempo se hace posible el encuentro personal de cada uno de nosotros con Dios.

Orar es una necesidad vital, a fin de no caer en la esclavitud del pecado. Sin Dios, separados de Él, al margen de Él, no hay vida verdadera. Dios no nos creó para la muerte, sino con la finalidad de hacernos partícipes de su vida. La gracia consiste en esa participación en la vida de Dios que nos introduce la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La oración resulta, en consecuencia, inseparable de la vida cristiana, pues no se puede establecer una disociación entre la plegaria y las obras. Cada acontecimiento, cada instante, cada situación, ordinaria o extraordinaria, se convierte en ocasión propicia para implorar la venida del Reino de Dios.

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12.10.13

Gracias

El Señor muestra con un signo milagroso, la curación de la lepra, la presencia del Reino de Dios entre nosotros (cf Lc 17,11-19). Él, que es más que un profeta, lleva a cabo una acción prefigurada por Eliseo, quien había mandado a Naamán bañarse en las aguas del Jordán para quedar liberado de su enfermedad.

Los leprosos eran los “golpeados” por un mal que era prueba de impureza y de pecado. No se atreven ni siquiera a acercarse a Jesús, sino que permanecen a distancia y le piden a gritos que tenga piedad de ellos: “Creían que Jesucristo los rechazaría también, como hacían los demás. Por esto se detuvieron a lo lejos, pero se acercaron por sus ruegos”, escribe Teofilacto. La oración, la plegaria, la súplica, la petición confiada, es capaz de salvar la distancia que separa el pecado de la gracia, al impuro de Aquel que es la fuente de toda pureza.

Si Eliseo manda a Naamán adentrarse en las aguas del Jordán, Jesús envía a los leprosos a presentarse a los sacerdotes, como prescribía la Ley. Podemos ver en ambas indicaciones una prefiguración de los sacramentos de la Iglesia, mediante los cuales actúa Cristo mismo con la eficacia de su poder para comunicarnos la gracia, la vida nueva que nos rescata de los “golpes” que el pecado imprime en nuestras almas.

Nos salva el Siervo doliente que se dejó golpear, que cargó con los pecados de los hombres, que se hizo, pese a su inocencia, semejante a un leproso de quienes las gentes se apartaban: “Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron” (cf Is 53,1-11). Nos salvan las llagas de Cristo, que “por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento.

San Pablo, en la segunda carta a Timoteo, apunta al núcleo esencial de la fe, al misterio pascual, de muerte y de resurrección, de Nuestro Señor: “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David”. En este fundamento se apoya toda la existencia cristiana: “Es doctrina segura: Si morimos con Él, viviremos con Él. Si perseveramos, reinaremos con Él. Si lo negamos, también Él nos negará. Si somos infieles, Él permanecerá fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (cf 2 Tm 2,8-13).

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