19.09.13

Dios y el dinero

“No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Lc 16,13). Se trata, en definitiva, de una consecuencia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Adorarás al Señor tu Dios y le servirás […] no vayáis en pos de otros dioses” (Dt 6,13-14). Nuestra confianza, nuestras esperanzas y nuestros afectos han de estar centrados, por encima de todas las cosas, en Dios.

El servicio de Dios proporciona libertad. Reconocer a Dios como Dios, como Señor y como Dueño de todo lo que existe, “libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo” (Catecismo 2097).

Las riquezas se convierten en una dificultad cuando el servicio a Dios es suplantado por la servidumbre del dinero, que es un amo implacable. La seducción de las riquezas ahoga la palabra del Evangelio, impide que fructifique en nuestras vidas (cf Mt 13,22) y hace olvidar lo esencial: la soberanía de Dios.

En la adoración del Dios Único se unifica la vida humana, evitando así una dispersión infinita (cf Catecismo 2113). Las riquezas en sí mismas no son malas, pero no deben constituir un obstáculo a la hora de confesar la bondad de Dios, que es nuestra verdadera riqueza. Frente a lo principal, que es Dios, las demás realidades – también el dinero – ocupan un lugar secundario y relativo. Cuando esta relativización de la riqueza es olvidada, se corre el peligro de fiarse en exceso de los bienes terrenos olvidando que solamente Dios es nuestra fortaleza.

El respeto de Dios va unido al respeto del prójimo. El profeta Amós condena, con duras palabras, la corrupción y el abuso de los más indefensos: “Disminuís la medida, aumentáis el precio, usáis balanzas con trampa, compráis por dinero al pobre, al mísero por un par de sandalias (…) Jura el Señor por la Gloria de Jacob que no olvidará jamás vuestras acciones” (cf Am 8,4-7).

Los bienes de este mundo han de estar ordenados a Dios y a la caridad fraterna. No es ilegítimo poseer riquezas, pero sí lo es convertirlas en un fin último. El dinero es sólo un instrumento del que nos servimos los hombres para poder vivir con mayor dignidad, para atender a nuestras necesidades y a las necesidades de quienes están a nuestro cargo. El cristiano ha de ser señor de su dinero, no su siervo.

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13.09.13

Cólera y misericordia

En la Sagrada Escritura, la misericordia es a la vez ternura y fidelidad. La ternura refleja el apego instintivo de un ser a otro; por ejemplo, el de una madre o de un padre hacia su hijo. La fidelidad alude a una bondad consciente y voluntaria, no meramente instintiva, que equivale, en cierto modo, al cumplimento de un deber interior.

En Dios vemos reflejadas de modo eminente ambas acepciones de la misericordia. Dios se siente vinculado por lazos muy firmes a cada uno de nosotros. Nuestra suerte, nuestro destino, no le resulta indiferente. Esta ternura se traduce en compasión y en perdón. Dios es capaz incluso de “arrepentirse” de su cólera, que es una muestra de su afección apasionada por el hombre.

Dios cede a la súplica de Moisés y “se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo” (cf Ex 32,7-14). San Pablo experimenta en primera persona esta compasión divina: “Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano” (cf 1 Tm 1,12-17).

Pero la misericordia de Dios es, igualmente, fidelidad. Dios se manifiesta tal como es; obra en coherencia con su ser más íntimo, que no es otro que el amor. Podríamos decir que Dios no puede no amar. Y ese amor fiel se traduce en paciencia y en espera, en una permanente disposición que busca la conversión de los pecadores.

La oveja o la dracma perdida, así como el hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, son imágenes del pecador que vuelve a Dios y que, con ese retorno, es capaz de conmover su corazón.

En Jesús se ha manifestado la misericordia de Dios. Cada vez que celebramos la Santa Misa, acudimos a Él diciendo: “Kyrie eleison!”, “Señor, ten piedad!”. Afligidos por nuestro pecado, por nuestra miseria, imploramos su ternura y su fidelidad. Como Moisés, nos permitimos refrescar la memoria de Dios para que no tenga en cuenta nuestros pecados, sino la fe de su Iglesia.

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11.09.13

La carta del Papa a Scalfari

No es frecuente, más bien yo diría que es la primera vez, que un papa envía directamente una carta a un periódico para contestar a algunas preguntas que en ese medio se le habían formulado. Me refiero a la carta dirigida por Francisco a Eugenio Scalfari, editorialista del cotidiano “Repubblica”. Scalfari, a propósito de la encíclica “Lumen fidei”, había firmado sendos artículos titulados, respectivamente, “Las respuestas que los dos Papas no dan” y “Las preguntas de un no creyente al papa jesuita llamado Francisco”.

De un lado, pues, un no creyente, un “laico” y, del otro, el Obispo de Roma. Llama la atención que, en Italia, a diferencia de lo que sucede en algún otro país, un claro exponente de la laicidad se tome la molestia de leer detenidamente una encíclica sobre la fe; un tema, dice, “que nos afecta a todos de cerca”.

El Papa no ha dudado a la hora de responder con un relativamente extenso texto en el que aborda las preguntas y las objeciones que su interlocutor había planteado. Una muestra evidente de que el Papa cree en la oportunidad del diálogo entre la fe y la modernidad ilustrada – o diríamos, para ser más precisos, entre la fe y un cierto tipo de pensamiento moderno – y de que se muestra convencido de que la misma fe impulsa a dar testimonio en diálogo con todos.

Francisco parte del testimonio. Dice lo que la fe significa para él: un encuentro personal con Jesús que da un sentido nuevo a la existencia, si bien ese encuentro, insiste, se ha dado en la Iglesia y por medio de ella.

Del testimonio parte el diálogo. ¿Sobre qué temas? Básicamente sobre las grandes cuestiones que una parte de la modernidad ilustrada desde el siglo XVIII viene formulando al Cristianismo y que, en resumen, versan sobre dos ejes fundamentales: la historia y la verdad. ¿Se puede acceder a través de la investigación histórica a Jesús de Nazaret y a su predicación? ¿Hay razones para sostener la pretensión del Cristianismo de ser la verdad en asuntos de religión? Y si fuese así, ¿qué papel les corresponde desempeñar a las otras religiones, en particular al Judaísmo? Curiosamente, Scalfari se interesa también por la situación de los no creyentes en orden a su salvación eterna. Y digo “curiosamente”, porque no acabo de entender qué interés puede tener un no creyente en saber si Dios – en quien no cree – le va a salvar o no. Pero dejemos eso a un lado.

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7.09.13

¿Cómo seguir la petición del Papa de orar por la paz?

El Santo Padre ha convocado a toda la Iglesia para que mañana, día 7 de septiembre, todos los católicos hagamos una oración por la paz.

¿Cómo podemos hacerlo, en concreto?

Según el maestro de ceremonias del Papa, Mons. Guido Marini, hay tres aspectos que han de estar presentes: las confesiones, el Rosario y la adoración eucarística.

Creo que es sencillo desarrollar este programa. Me refiero ahora a las parroquias.

Se puede comenzar con el rezo del Rosario. Y, ya un poco antes, y durante el mismo rezo, el sacerdote - o los sacerdotes, si hay más de uno - han de estar en el confesionario para atender a los penitentes.

Luego, la celebración de la Santa Misa. La oración de los fieles puede hacerse por la paz y la justicia.

Y, después de la Santa Misa, un tiempo de adoración eucarística.

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6.09.13

Seguir a Jesús

Creer en Jesús es seguirle con valentía y perseverancia por el camino de la cruz – que es, a la vez, el camino de la resurrección - . La fe es algo más que acompañar circunstancialmente a Jesús o que sentir admiración por Él. La fe exige la identificación del discípulo con el Maestro y comporta el dinamismo de caminar tras sus huellas. No se puede creer en Jesús sin vivir como Él, sin seguirle. Y este proceso de seguimiento supone estar dispuestos a un cambio continuo, a una verdadera conversión.

Jesús pide una entrega radical, que solamente puede pedir Dios. Explicando las condiciones que se requieren para seguirle, el Señor, indirectamente, revela su identidad divina. Él es más que un profeta. Siguiéndole a Él se hace concreta la observancia del primer mandamiento de la ley de Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Seguir a Jesús es responder, con la propia vida, al amor de Dios.

Esta primacía de Dios, esta renuncia a divinizar lo que no es divino, que Jesús pone como condición para ser discípulo suyo, la recoge San Benito al indicar la finalidad de su regla: “No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo”. Ni los lazos familiares, ni los bienes, ni el amor a uno mismo pueden tener la precedencia. El primer lugar le corresponde a Dios, que ha salido a nuestro encuentro en la Persona de Cristo.

El Señor, caminando delante de nosotros, nos indica cómo hacer real este programa exigente. Pide renuncia aquel que se anonadó a sí mismo; pide pobreza el que por nosotros se hizo pobre; pide llevar tras Él la cruz aquel que se hizo obediente hasta la muerte. Conformando nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones con los del Señor responderemos a la primera vocación del cristiano, que no es otra que seguir a Jesús (cf Catecismo 2232).

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