12.10.13

Gracias

El Señor muestra con un signo milagroso, la curación de la lepra, la presencia del Reino de Dios entre nosotros (cf Lc 17,11-19). Él, que es más que un profeta, lleva a cabo una acción prefigurada por Eliseo, quien había mandado a Naamán bañarse en las aguas del Jordán para quedar liberado de su enfermedad.

Los leprosos eran los “golpeados” por un mal que era prueba de impureza y de pecado. No se atreven ni siquiera a acercarse a Jesús, sino que permanecen a distancia y le piden a gritos que tenga piedad de ellos: “Creían que Jesucristo los rechazaría también, como hacían los demás. Por esto se detuvieron a lo lejos, pero se acercaron por sus ruegos”, escribe Teofilacto. La oración, la plegaria, la súplica, la petición confiada, es capaz de salvar la distancia que separa el pecado de la gracia, al impuro de Aquel que es la fuente de toda pureza.

Si Eliseo manda a Naamán adentrarse en las aguas del Jordán, Jesús envía a los leprosos a presentarse a los sacerdotes, como prescribía la Ley. Podemos ver en ambas indicaciones una prefiguración de los sacramentos de la Iglesia, mediante los cuales actúa Cristo mismo con la eficacia de su poder para comunicarnos la gracia, la vida nueva que nos rescata de los “golpes” que el pecado imprime en nuestras almas.

Nos salva el Siervo doliente que se dejó golpear, que cargó con los pecados de los hombres, que se hizo, pese a su inocencia, semejante a un leproso de quienes las gentes se apartaban: “Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron” (cf Is 53,1-11). Nos salvan las llagas de Cristo, que “por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento.

San Pablo, en la segunda carta a Timoteo, apunta al núcleo esencial de la fe, al misterio pascual, de muerte y de resurrección, de Nuestro Señor: “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David”. En este fundamento se apoya toda la existencia cristiana: “Es doctrina segura: Si morimos con Él, viviremos con Él. Si perseveramos, reinaremos con Él. Si lo negamos, también Él nos negará. Si somos infieles, Él permanecerá fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (cf 2 Tm 2,8-13).

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10.10.13

Energúmenas

Han sido noticia, porque otra cosa no sabrán hacer pero sí saben llamar la atención de los medios, incluso irrumpiendo – aparentemente de modo delictivo – en el Parlamento. Creo que eran tres indivuas; tres energúmenas. Un energúmeno – energúmena, en este caso – es una persona poseída por del demonio y/o furiosa y alborotada. Y poseídas y alborotadas parecían estarlo las tres sujetas. Mucho.

Casi me siento tentado de darles las gracias. Con sus gritos, con sus protestas, desvelan de un modo muy claro la lógica perversa que está detrás de la aceptación y de la promoción del aborto provocado; es decir, de la interrupción del desarrollo del feto durante el embarazo. Una interrupción que sigue siendo, pese a un lenguaje anestesiado, lo que es: la eliminación física del feto. Provocar un aborto es, ni más ni menos, matar a un feto humano. O lo que es lo mismo, eliminar a un ser humano durante su etapa embrionaria.

Los que hemos nacido hemos sobrevivido a esa posibilidad letal, pero los que hemos nacido hemos sido también embriones humanos. No hemos sido un óvulo ni un espermatozoide, aunque hiciese falta un espermatozoide que fecundase un óvulo para que la aventura de nuestra propia vida personal tuviese su inicio.

Según los alaridos de las energúmenas el aborto ya no es solo un delito que en determinados supuestos es despenalizado por las legislaciones; ni siquiera solo un “derecho” unilateral de la mujer que lo pide, ni tampoco algo así como una exigencia “ética” en algunos casos. Es mucho más que eso: El aborto, chillan las energúmenas, es “sagrado”; es decir, objeto de culto, de veneración y de un respeto sobrenatural o, casi mejor, preternatural.

Los abortorios son, en consecuencia, lugares apartados, reservados, en los que, en aras de una libertad idolátrica e insolidaria, se inmolan sin cesar fetos humanos cuya trayectoria vital se ve interrumpida por la decisión de quien “puede”, de quien tiene poder. El poder de los gritos y el poder de los votos. El poder que se convierte en totalitarismo. El poder que no reconoce límites. Que no se para ante nadie y, mucho menos, ante un pobre feto humano.

Decía que casi estoy preternaturalmente tentado de darles las gracias a las energúmenas. No disfrazan su discurso. No lo elaboran. No lo revisten de “honorabilidad” jurídica y leguleya. Más que estas individuas me asustan los que, con nuestros votos, ocupan los escaños de la Cámara. Ellos no gritan porque no necesitan hacerlo. Ellos elaboran leyes que, en ocasiones, tampoco respetan los límites y no se detienen, si eso les resulta rentable electoralmente, ante la posibilidad de dar cobertura jurídica a quienes matan a seres humanos inocentes – de momento solo en su etapa embrionaria, pero todo se andará - .

Las energúmenas, dicen ellas, son militantes feministas. Habrá, como en todo, feministas y feministas. Pero estas se autodefinen así. Su “unum argumentum” es el de siempre: “nosotras decidimos”. No pueden decir “nosotras parimos”, porque, si abortan, no quieren parir. El “unum argumentum” tiene fuerza: el feto humano no puede sobrevivir, al menos hasta alcanzar unos cuantos meses de desarrollo, fuera del cuerpo de la mujer. Es verdad.

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4.10.13

Dios no nos pide nada que Él no haya hecho

En la profecía de Habacuc se contraponen dos actitudes: el injusto tiene el alma hinchada, mientras que el justo vivirá por su fe (cf Ha 2,2-4). Frente a la hinchazón de la soberbia está, como un auténtico principio que dinamiza la propia vida, la humildad de la fe.

La fe, como la esperanza y la caridad, adapta las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf Catecismo 1812). Es Dios mismo quien, infundiendo en nuestra alma la virtud de la fe, nos capacita para una vida nueva que se caracteriza no por la cerrazón en uno mismo, sino por la apertura y la relación con la Santísima Trinidad.

Se entiende entonces que San Pablo, citando el texto de Habacuc: “El justo vivirá de la fe” (Rm 1,17), resalte la primacía de la iniciativa de Dios. No somos nosotros quienes nos hacemos justos a nosotros mismos, es Dios quien nos hace justos, borrando nuestros pecados y renovándonos interiormente con su gracia.

Esta relación nueva que la fe hace nacer en nosotros está llamada a incrementarse, a hacerse más profunda e intensa. Por la fe, hemos comenzado a ser de Dios y, si correspondemos a su gracia, si tratamos de conocerlo más cada día, si intentamos amar y cumplir su voluntad, Dios completará en nosotros lo que Él mismo ha iniciado.

No debe sorprendernos que los Apóstoles pidiesen al Señor: “Auméntanos la fe” (cf Lc 17,5-10). Ya pertenecían a Jesucristo, ya eran sus amigos, ya habían sido llamados por Él, pero esta pertenencia al Señor no se ve jamás culminada en la tierra, sino en el cielo, cuando vivamos por siempre con Dios.

Cada uno de nosotros puede hacer suya esa súplica. Puede constatar, asimismo, lo mucho que falta para que nuestra entrega a Él sea plena. Creemos, sí, pero no creemos del todo, en la medida en que subsisten en nuestra mente pensamientos que no son compatibles con los pensamientos de Dios, o en nuestro corazón afectos e inclinaciones que no proceden de Él ni llevan a la unión con Él.

La fe es un itinerario de comunión creciente, un camino de obediencia concreta en el que, incluso habiendo hecho todo lo mandado, no habríamos hecho nada más que lo mandado. San Beda escribe que “la perfección de la fe en los hombres consiste en reconocerse imperfectos después de cumplir todos los mandamientos”. La perfección nuestra, lo que nos da el acabamiento de nuestro ser, su plenitud, está más allá de nosotros: es Dios mismo. Es Él quien generosamente nos perfecciona porque nos diviniza.

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28.09.13

Amar es buscar, de modo concreto, el bien del otro

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro nos invita a la sobriedad y a la solidaridad. La moderación en el estilo de vida y el desprendimiento de las cosas ayuda a estar alerta para descubrir las necesidades de los demás; para abrirnos al otro y, de este modo, también a Dios.

No se dice en el texto evangélico que Epulón cometiese grandes crímenes. Más bien, vivía ocupándose sólo de sí mismo y con indiferencia en relación a la suerte de los otros: “vestía de púrpura y lino finísimo, y todos los días celebraba espléndidos banquetes” (Lc 16,19). Una vida cómoda, disoluta, que está en origen de la falta de compasión y de la ceguera ante los males ajenos. También el profeta Amós advierte a sus contemporáneos del riesgo que comporta este estilo de vida: “bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes, y no os doléis de los desastres de José” (cf Am 6,1-7).

Lázaro no estaba lejos, estaba a la puerta de la casa de Epulón. Esta proximidad, incluso física, hace más reprobable su indiferencia: “Estaba recostado a la puerta para que el rico no dijese: yo no lo he visto, nadie me lo ha anunciado. Lo veía ir y venir y estaba cubierto de llagas para dar a conocer en su cuerpo la crueldad del rico”, comenta San Juan Crisóstomo.

La ceguera ante las necesidades del prójimo impide que podamos acoger la palabra de Dios, aunque estuviese acompañada de manifestaciones extraordinarias. Epulón, en vida, no quiso escuchar ni a Moisés ni a los profetas. Tampoco sus cinco hermanos, en la medida en que continúen sumergidos en la ebriedad de las riquezas, harán caso de las advertencias de Dios.

En su encíclica “Deus caritas est”, el Papa Benedicto XVI comenta que, no obstante, en cierto sentido Jesús “acoge este grito de ayuda [de Epulón] y se hace eco de él para ponernos en guardia, para hacernos volver al recto camino” (n. 15). Jesús nos pone en guardia, nos despierta de nuestro sueño. Nos presenta la figura del buen Samaritano, que se compromete de modo práctico con aquel hombre medio muerto que había encontrado en el camino (cf Lc 10, 25-37), y sitúa ante nuestra consideración la gran parábola del Juicio Final (cf. Mt 25, 31-46), en el cual – como escribe el Papa – “el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana”.

Amar es buscar, de modo concreto, el bien del otro: “cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como ‘otro yo’, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente”, nos recuerda el Concilio Vaticano II (GS 27).

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20.09.13

La entrevista del Papa

Ha sido y es noticia. Es difícil imaginar que las reflexiones, las opiniones y las experiencias de otro líder mundial causen tanto impacto mediático como las de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco. El Papa es, lo reconocen todos de un modo o de otro, el Papa. Y el Papa no es un ente abstracto, sino un hombre concreto que desempeña una misión: la de ser Sucesor de Pedro, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal.

¿Influye el hombre en el desempeño de la misión encomendada? Sí, sin duda alguna. Pedro no de deja de ser Simón. Cristo le confiere una tarea y una potestad. Pedro ya no es solo Simón, pero sigue siendo Simón. Y lo mismo podemos decir de sus sucesores. Juan Pablo II impregnó el ejercicio de su pontificado de la personalidad singular de Karol Wojtyla y en Benedicto XVI podíamos reconocer, sin grandes esfuerzos, al Dr. Ratzinger.

Pero, al mismo tiempo, la misión se impone a la persona. La persona siempre quedará un poco por debajo de la misión. Es normal. Cristo contó con ello desde el principio. La historia de los Papas, como la historia de los demás cristianos, lo pone continuamente de relieve. Ha habido Papas y Papas, cristianos y cristianos, pero no podemos decir que la Iglesia, y en la Iglesia el Papa, haya traicionado jamás la fe. Obviamente gracias a la asistencia de Dios.

¿Qué nos dice esta larguísima entrevista, de 27 páginas en la edición de “Razón y Fe”? Nos dice muchas cosas. Nos ayuda a conocer a la persona – Jorge Mario Bergoglio – que hoy es Papa. La entrevista es un género complicado. El mismo Papa lo reconoce; se muestra renuente a conceder entrevistas, porque prefiere pensarse las cosas más que improvisar respuestas.

Tiene razón, uno se arriesga al ser entrevistado. Al responder en vivo y en directo a una pregunta se dicen muchas cosas, pero no siempre se pueden matizar convenientemente, acabadamente. Una entrevista no es un discurso, ni una encíclica ni ningún tipo de acto magisterial.

Creo que si el Papa Bergoglio atrae a los fieles, e incluso a quienes viven fuera de los confines de la Iglesia visible, es porque no teme mostrarse humano; es decir, limitado y hasta pecador. Es, y lo parece, un hombre auténtico, de una pieza.

Razona Bergoglio de un modo muy humano, en el mejor sentido de la palabra “humano”. Reflexiona, conversa, da vueltas a las cuestiones, deja su pensamiento “incompleto”, abierto, sin negar zonas de incertidumbre.

Se le ve un hombre de Dios, un sincero creyente. Su trayectoria espiritual es claramente la de un buen jesuita, muy atento al “discernimiento”, a encontrar a Dios en la historia, en el hoy y en cada persona.

Bergoglio es, además de un religioso jesuita, un pastor. Muy preocupado por “curar las heridas” de los hombres en esa especie de hospital de campaña que es la Iglesia. Curar, acompañar, mostrar la misericordia de Dios a la persona en sus circunstancias concretas.

Hay una continua apelación a la experiencia: “La reflexión debe partir de la experiencia”, dice. Los grandes principios han de ser encarnados en las circunstancias de lugar, tiempo y personas.

Toda su visión se entiende en una clave misionera, en la que tiene la primacía el anuncio de Jesucristo. Lo principal, Cristo. Lo demás, vendrá por añadidura. Y la urgencia de este anuncio se lleva a cabo desde una enorme sensibilidad hacia las situaciones de pobreza en la que viven muchos seres humanos – no podemos olvidar que Bergoglio viene de Iberoamérica - .

Hay algo en este Papa que me cautiva. Y no voy a negar que también me desconcierta. Yo estoy acostumbrado a pensar desde los principios y, desde ahí, trato de adaptarme a la situación concreta, sin ahorrar, al menos eso intento, ni un átomo de compasión.

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