15.02.14

El amor que no desprecia lo mínimo

Homilía para el Domingo VI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

De modo más o menos consciente o inconsciente podemos experimentar la tentación de contraponer la exigencia de la Ley a la palabra de gracia del Evangelio. La Ley apuntaría a lo imposible, a lo que el hombre, conforme a su naturaleza, no podría hacer ni cumplir. Frente a la imposibilidad de la Ley, estaría la pura gracia del Evangelio.

Es verdad que “Dios hace posible por su gracia lo que manda” y que, sin la ayuda de Cristo, no podemos hacer nada (cf Jn 15,5). Pero, en realidad, no hay una contraposición entre la Ley y el Evangelio. Jesús no viene a abolir la Ley de Moisés, que se resume en los diez mandamientos, sino a llevarla a plenitud: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud” (Mt 5,17).

Jesús lleva a plenitud la Ley “aportando de modo divino su interpretación definitiva: Habéis oído también que se dijo a los antepasados […] pero yo os digo (Mt 5,33-34)” (cf Catecismo 581). Esta autoridad que Jesús reivindica para sí es la autoridad de Dios. Él es el legislador y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12).

¿En qué sentido Jesús lleva la Ley a su plenitud? En primer lugar, interiorizando su cumplimiento. La alianza nueva se grabará en la mente y en los corazones (cf Hb 8,8.10), sin que quepa una observancia de la misma puramente exterior.

En segundo lugar, subrayando la importancia del amor: “La Ley nueva es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor” (Catecismo 1972).

En tercer lugar, elevando sus exigencias; es decir, tratando de imitar la generosidad divina. No basta, por ejemplo, con no matar; es preciso perdonar a los enemigos y orar por los perseguidores (cf Mt 6,1-6).

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14.02.14

Francisco. El Papa manso

M. LÓPEZ CAMBRONERO – F. MERINO ESCALERA, Francisco. El Papa manso, Planeta Testimonio, Barcelona 2013, 371 pp., 20 euros.

Marcelo López Cambronero y su mujer, Feliciana Merino Escalera, son profesores en el Instituto de Filosofía Edith Stein de Granada. Ambos han trabajado sobre los mecanismos ideológicos que han dado lugar a los regímenes fascistas y sobre la tentación totalitaria de los Estados contemporáneos.

El libro que reseñamos, Francisco. El Papa manso, se encuadra, en cierto modo, en el ámbito de investigación de los autores, en la medida en que se hace eco de la represión llevada a cabo por la Dictadura militar argentina y, en ese contexto, destaca la labor de Jorge Bergoglio frente al terrorismo de Estado.

Pero, a mi modo de ver, el libro es, sobre todo, una introducción al pensamiento de Bergoglio, hoy el Papa Francisco. Así lo dicen expresamente los autores: “Al comenzar a estudiar los escritos del Papa Francisco decidimos que el libro debía contener una exposición, lo más clara y sencilla posible, de su pensamiento” (p. 13).

La obra se divide en once capítulos, seguidos de un amplio anexo documental. Los tres primeros capítulos son, más bien, de carácter biográfico. Recogen los primeros años de la vida de Jorge Bergoglio, su papel como provincial de los jesuitas argentinos durante la etapa de Dictadura, así como un perfil de su personalidad, destacando su compromiso pastoral y social como arzobispo de Buenos Aires. Sin duda, la lectura de estas páginas ayuda a conocer mejor a Bergoglio, pero el lector queda con el deseo de “saber más”.

Desde el capítulo cuarto al once se expone el pensamiento de Jorge Bergoglio, partiendo de sus escritos, de sus discursos y alocuciones en Buenos Aires. Y sí consiguen, a mi juicio, los autores ofrecer una exposición de su pensamiento: La cultura del encuentro; la reflexión sobre el pueblo, con sus tensiones y principios; la esperanza; la misión; el poder como servicio; el trabajo y la justicia social; la vida sacerdotal; la cultura y la educación.

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13.02.14

Cristo, centro de la historia

DAVID VARELA VÁZQUEZ, “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcelo Bordoni y Olegario González de Cardedal”, Extracto de la Disertación para el Doctorado en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Gregoriana, Lugo 2012, 128 pp.

Una tentación grave para los cristianos, y para la teología cristiana, sería hacer de Jesucristo una “cuestión particular”. Como si Cristo tuviese que ver únicamente con los que nos profesamos cristianos. El Nuevo Testamento se revuelve contra esa reducción. Baste citar Colosenses 1,16: “porque en él fueron creadas todas las cosas (…); todo fue creado por él y para él”.

En el siglo XX, el filósofo Maurice Blondel veía en el Verbo, en el Emmanuel, el “Realizador universal” y la “fuente y vínculo de todo ser”. Sobre el particular ha escrito interesantes páginas el P. X. Tilliette.

A esta problemática - que el Beato Juan Pablo II expresó con lapidarias palabras: “El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia” – se refiere el joven teólogo de Lugo David Varela Vázquez.

Ha publicado, David Varela, un extracto de su disertación para el doctorado, “Cristo, centro de la historia, en la obra cristológica de Marcello Bordoni y Olegario González de Cardedal” (Lugo 2012; 128 pp.); un anticipo de un libro que, ya completo, sacará, eso creo, la Pontificia Universidad de Salamanca.

Es un tema de enorme interés. La historia está marcada – según el testimonio de la Escritura – por un principio cristocéntrico. Pero, como advierte el Dr. Varela Vázquez, con palabras de K. Rahner, la historia de la teología es, con frecuencia, también una “historia de olvidos”.

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11.02.14

Mons. Pere Tena, RIP

Lo he sabido esta mañana, mientras estaba en Getafe, participando en una sesión de la Formación Permanente del Clero. El obispo auxiliar de esa Diócesis, Mons. José Rico Pavés, nos dio la noticia. Una noticia en parte esperada, porque Mons. Tena estaba gravemente enfermo, pero no por eso menos dolorosa.

Yo no puedo juzgar sobre la trayectoria completa de Mons. Tena. Solo puedo dar fe de lo que “ví y oí”. Y le escuché en varias ocasiones, en Roma y en Barcelona. La última vez, este verano en Montserrat, en un curso organizado por el Instituto Superior de Liturgia de Barcelona y por el Centro de Pastoral Litúrgica, también de Barcelona.

Mons. Tena, en esa ocasión, hizo un balance magistral sobre la renovación litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II. Pere Tena era, ante todo, un teólogo. De una enorme profundidad de pensamiento y de una envidiable capacidad de expresión y de comunicación. Un auténtico maestro.

Además, las veces que he tenido el honor de tratarle, he podido atisbar su calidad humana, su extrema cortesía. Hablando con él, siempre tenía, Mons. Tena, una palabra amable, como si no él, sino su interlocutor, fuese la persona importante.

También le he visto celebrar, y he concelebrado con él. Vivía los divinos misterios con auténtica piedad y así lo transmitía en su predicación, brillante, y en su modo de celebrar, completamente devoto y convincente.

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8.02.14

Vivir y enseñar

Homilía para el V Domingo del Tiempo ordinario (Ciclo A)

El Señor compara a sus discípulos con la sal y con la luz (cf Mt 5,13-16): “Vosotros sois la sal de la tierra”; “vosotros sois la luz del mundo”. ¿Qué significa ser sal y ser luz? La sal da sabor a los alimentos y los conserva. La luz ilumina, haciendo irradiar entre los hombres a Cristo, Luz del mundo (cf Jn 9,5).

Ser sal de la tierra equivale a conservar la alianza con Dios para, de este modo, hacer sabroso el mundo. Un mundo sin Dios es un mundo soso, sin gracia y sin viveza. No basta edificar el mundo solamente contando con la ciencia y con la tecnología; es preciso, asimismo, contar con la apertura a Dios y a los hermanos. Dios existe y es Él quien nos ha dado la vida: “Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre” (Benedicto XVI).

Abriéndonos a Dios, viviendo en comunión con Él, nos convertimos en
“templo de Dios vivo” (2 Co 6,16)
. De este modo, Dios puede morar entre los hombres y hacer presente en el mundo el amor incondicional y el perdón sin límites. Para ser sal de la tierra, debemos ser dóciles a la acción del Espíritu Santo, dejándonos conformar con Cristo para convertir nuestra existencia en un culto grato al Padre.

La comunión con Dios se traduce en servicio al prójimo: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne” (cf Is 58-7-10). En Dios podemos reencontrarnos con el otro y ver en el otro algo más que un congénere; ver a un hermano. La coherencia entre la fe y la vida sazonará todas nuestras actividades y todas nuestras relaciones con los demás: en la familia, en el trabajo, en el ocio, en nuestros compromisos con la sociedad en su conjunto.

El mismo testimonio cristiano se convierte así no sólo en sal, sino también en luz: “Entonces romperá tu luz como la aurora”, dice Isaías. La Luz que es Cristo, reflejada en la vida de los creyentes, disipará entonces las tinieblas que envuelven el mundo: “Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5,16).

La imagen de la luz podemos aplicarla no sólo al testimonio de la vida, sino también a la enseñanza cristiana, a la predicación de Cristo crucificado (cf 1 Co 2,1-5). Anunciando el Evangelio, comunicamos a los hombres la verdadera ciencia que proviene de Dios; la sabiduría que ilumina el mundo. Los cristianos no tenemos que predicarnos a nosotros mismos, sino a Cristo. Es su Luz la que no debemos ocultar, sino permitir que resplandezca en la Iglesia, edificada sobre Cristo como una ciudad puesta en lo alto de un monte.

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