20.06.14

La Primera Comunión: El protagonista es Jesús

En un encuentro con los niños que se preparan para recibir la Primera Comunión, les he preguntado, a ellos, : “¿Quién es el protagonista en la Santa Misa?”. Y, sin dudarlo, han contestado: “El protagonista es Jesús”.

Tienen toda la razón del mundo. El “personaje principal”, en la Misa, no somos nosotros: ni los sacerdotes, ni los niños que van a comulgar por vez primera, ni los padres de estos niños… El personaje principal es Jesús. La Liturgia es “el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo”, ha recordado el Concilio Vaticano II (SC 7).

Es Jesucristo quien, asociando a su Iglesia, da gracias al Padre por todo lo que nos ha dado: por habernos creado, redimido y santificado. “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”. Con estas palabras termina la plegaria eucarística.

En la Santa Misa se hace presente la Pascua de Cristo, el sacrificio que Él ofreció de una vez para siempre en la Cruz.

Es Jesucristo quien se hace presente en la Santa Misa por el poder de su palabra y por la acción del Espíritu Santo. Se hace presente de un modo singular, real por excelencia, con su Cuerpo y su Sangre, su alma y su divinidad. Se hace presente, como enseña el Concilio de Trento, “Cristo entero”.

Es Jesucristo, en la Santa Misa, quien se nos da como comida: “Comulgar es recibir a Cristo mismo que se entregó por nosotros” (Catecismo 1382). Por eso, muy poco antes de comulgar, repetimos las palabras del Centurión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Es la humildad y la fe; la humildad de la fe.

Creo que todo este “protagonismo” de Jesucristo, mediador entre Dios y los hombres, es entendido, en la medida en que puede serlo, por los niños que se preparan para comulgar por primera vez.

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19.06.14

La piedad (filial) del rey Felipe

La doctrina de la Iglesia, y la moral natural, destacan el valor del respeto a los padres; de la “piedad filial”. El “Catecismo” dice que la piedad filial consiste en gratitud “para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia” (Catecismo, 2215).

“Honra a tu padre y a tu madre” (Éxodo 20,12). Este mandamiento nos dice que, después de Dios, debemos honrar a nuestros padres.

El nuevo rey, Felipe VI, no ha dicho explícitamente nada sobre Dios, – implícitamente sí, porque ha jurado su cargo (1) - , pero ha sido muy claro a la hora de hablar de sus padres. Destaco dos fragmentos de su discurso:

“Ante sus Señorías y ante todos los españoles - también con una gran emoción - quiero rendir un homenaje de gratitud y respeto hacia mi padre, el Rey Juan Carlos I. Un reinado excepcional pasa hoy a formar parte de nuestra historia con un legado político extraordinario. Hace casi 40 años, desde esta tribuna, mi padre manifestó que quería ser Rey de todos los españoles. Y lo ha sido. Apeló a los valores defendidos por mi abuelo el Conde Barcelona y nos convocó a un gran proyecto de concordia nacional que ha dado lugar a los mejores años de nuestra historia contemporánea”.

No entro en los méritos que Felipe elogia de su padre, el Rey Juan Carlos. Sí destaco el orden de las palabras: “quiero rendir un homenaje de gratitud y respeto hacia mi padre, el Rey Juan Carlos I”. “Mi padre, el Rey”.

Pero si este homenaje a su padre – de quien hereda la corona – es lógico, me ha emocionado mucho más el reconocimiento hacia su madre, la Reina Sofía:

“Y me permitirán también, Señorías, que agradezca a mi madre, la Reina Sofía, toda una vida de trabajo impecable al servicio de los españoles. Su dedicación y lealtad al Rey Juan Carlos, su dignidad y sentido de la responsabilidad, son un ejemplo que merece un emocionado tributo de gratitud que hoy -como hijo y como Rey- quiero dedicarle. Juntos, los Reyes Juan Carlos y Sofía, desde hace más de 50 años, se han entregado a España. Espero que podamos seguir contando muchos años con su apoyo, su experiencia y su cariño”.

Felipe no le debe a su madre la corona de España. Pero el reconocimiento hacia su madre, la Reina, es merecedor de ser subrayado: Una vida de trabajo impecable, la dedicación y lealtad, la dignidad y el sentido de responsabilidad, el ejemplo… y el “emocionado tributo de gratitud que hoy -como hijo y como Rey- quiero dedicarle”.

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18.06.14

¿Rezar por el Rey? Sí, claro

Es necesario rezar por la autoridad. Y por una razón muy sencilla, porque la necesitamos. Necesitamos que alguien regule la búsqueda del bien común. El “bien común” es, dice el Concilio Vaticano II, “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” (GS 26).

No hay bien común sin el respeto a la persona. No lo hay sin respeto a la libertad religiosa. Tampoco hay bien común sin desarrollo y sin bienestar social. No lo hay, bien común, si algunos, o muchos, ciudadanos no pueden comer, o vestirse, o acceder a los servicios sanitarios, o al trabajo, o a la educación. Sin eso, no hay bien común. Y si eso no se busca, la autoridad se deteriora.

La autoridad es necesaria. Pero mandar es servir. Mandar es asegurar, en lo posible, el bien común. Dios cuenta con que sea así. Dios sabe como somos y sabe, mejor que nadie, lo que necesitamos, como personas y como pueblo.

Yo creo que Dios se fía de los hombres. Y de los hombres depende “la determinación del régimen y la designación de los gobernantes”. Todo ello depende de la “libre voluntad de los ciudadanos” (GS 74).

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16.06.14

La defensa no es (siempre) ataque

Defender no ncesariamente es atacar. Cuando alguien defiende algo que considera importante y valioso trata de conservarlo, de ampararlo, sosteniendo, frente a quienes impugnan o cuestionan ese bien o valor, las razones por las cuales nos sigue pareciendo, ese algo, bueno y valioso.

Esta diferencia entre defender y atacar no siempre es nítida, ni mucho menos se percibe, por parte del que mantiene opiniones contrarias, con claridad.

Pongamos algunos ejemplos. Si uno dice que la economía ha de estar al servicio del hombre y que, en consecuencia, los factores económicos no son los únicos que han de determinar enteramente las relaciones sociales, o que el lucro no puede ser la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica, puede parecer, a primera vista, que se está atacando una determinada concepción social, política y económica. Pero el criterio que guía esos juicios no es el ataque, es la defensa de algo bueno y valioso: el bien común, la justicia, la dignidad de la persona.

¿Cómo construir, cómo llegar a este bien común? Aquí, a la hora de decidir esto, creo, entra la libertad y la responsabilidad de los hombres, de cada hombre. Pero, sean cuales sean las preferencias de cada uno, es evidente que se ha de mantener una especie de imperativo ético, de exigencia moral, que nos recuerde qué bienes y valores no podemos perder de vista. Y esa exigencia moral ha de tener un valor normativo, que sirva a la vez de criterio diferenciador para decir, llegado el caso: “Esto no puede ser”, “esto es inaceptable”.

Otro ejemplo: La defensa de la vida humana. Cuando se defiende el valor de la vida humana de un inocente, no se protege solamente un “bien jurídico”; se defiende un bien absoluto. O, dicho de otro modo, se defiende que jamás es lícito privar de la vida a un inocente; ya nacido o aún no, joven o anciano, sano o enfermo. Cuando se defiende este principio no se ataca a nadie; a lo sumo se sostiene un argumento frente a quienes impugnan, relativizan o niegan el valor de la vida.

Lo mismo sucede, a mi modo de ver, cuando se defiende la singularidad y la originalidad del matrimonio, entendido como una unión humana, total, exclusiva, fiel y abierta a la fecundidad, que solo reviste esas características si se da entre el hombre y la mujer. No se ataca a nadie. Se defiende un bien que se estima, por buenas razones, que se ha de preservar.

Debemos, pienso yo, defender lo que sabemos razonable y bueno sin atacar a las personas que ven las cosas de otro modo. Y el objetivo que debemos perseguir, sigo pensando, consiste en mostrar esa racionabilidad y esa bondad; esa verdad, en suma, de lo que defendemos.

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14.06.14

Cada Persona es su amor

Homilía para la solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo A)

“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).

Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.

La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.

El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.

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