19.07.14

La paciencia

Homilía para el Domingo XVI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Dios se revela como moderado, indulgente, dando lugar tras el pecado al arrepentimiento: “Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con gran indulgencia, porque puedes hacer cuanto quieres” (Sab 12,18). El poder de Dios se relaciona en este texto con su clemencia y con nuestra esperanza: “diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sab 12,19).

Santo Tomás de Aquino señala, en un Comentario de la Epístola a los Efesios, cuatro razones de la misericordia divina en relación con nosotros: Dios nos dio el ser; nos hizo a imagen suya y capaces de su felicidad; reparó la quiebra del hombre corrompido por el pecado y entregó a su propio Hijo para que nos salváramos. El poder que manifiesta su obra creadora y redentora expresa, asimismo, su clemencia y misericordia, su “excesivo amor” (Ef 2,4).

La paciencia de Dios sabe esperar el momento de la siega para separar el trigo de la cizaña (cf Mt 13,24-30). Junto a la buena semilla que Cristo planta en el campo del mundo crece también la cizaña. La paciencia de Dios permite incluso actuar a su enemigo, que siembra la cizaña en medio del trigo. Nuestro papel es atajar, en la medida de lo posible, la cizaña pero sin usurpar el papel de Dios. Solo a Él le corresponde el juicio definitivo, no a nosotros.

La comunidad cristiana no es ni puede ser una secta de puros y de iluminados. Esa tentación sectaria, proclive a un ascetismo extremo, no ha estado nunca ausente del todo en la historia del cristianismo. La preocupación de cada uno de nosotros ha de ser dar buen fruto, ser buen trigo, apartando de nuestro corazón todo lo que pueda ser cizaña, sabiendo esperar nuestra propia conversión y la conversión de los otros.

La Iglesia es santa, porque está unida a Cristo y es santificada por Él, aunque en sus miembros – en nosotros que aún peregrinamos por este mundo - esta santidad esté todavía por alcanzar. No podemos, pues, extrañarnos de que la Iglesia abrace en su seno a los pecadores: “En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos” (Catecismo 827).

La presencia del mal en el mundo y en el interior de la Iglesia no ha de llevarnos a dudar de la eficacia del Evangelio, sino a esperar y a confiar en el poder de Dios. No todo tenemos que hacerlo nosotros con nuestras solas fuerzas. Nosotros debemos hacer lo que podamos sabiendo que todo, al final, está en manos de Dios; que a Él, en última instancia, le corresponde establecer la justicia.

Leer más... »

17.07.14

La capilla de la Complutense

El artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.

Y, por su parte, la Constitución española establece: “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley” (art. 16,1).

Ambos textos tienen una enorme importancia, ya que reconocen, a cada individuo y a las comunidades, libertad no solo para profesar una religión, sino también para manifestar públicamente esa profesión religiosa.

Hay un error que se difunde fácilmente en ambientes “laicistas”: la religión, se suele decir, pertenece al ámbito de lo privado, pero no ha de tener presencia pública. Es algo perteneciente a la intimidad del yo, pero no es algo que pueda tener vigencia ante otros o ante todos. No es eso lo que se lee ni en la Declaración de los Derechos Humanos ni en la Constitución.

Una interpretación “estrecha” de estas normas tiende a conformarse con respetar, y a veces ni eso, la “libertad de culto”. Habría libertad de culto si se les permite a las religiones tener abierto un local en el que puedan oficiar sus actos de culto. Se dice que hay libertad de culto en un país en el que, por ejemplo, no se prohíbe celebrar, en las iglesias católicas, la Santa Misa.

Pero la libertad religiosa es mucho más amplia. La libertad religiosa tiene su base en el respeto a la persona. Y no pone más límites a los derechos de la persona – también al derecho a la libertad de creer – que los mínimos esenciales para que se mantenga el orden público.

¿Qué tiene que ver todo esto con lo de las capillas en la Universidad Complutense? Yo creo que tiene mucho que ver. Si la Universidad Complutense cede unos espacios para que se pueda celebrar la Santa Misa y llevar a cabo otras actividades religiosas (católicas) – y podría, en línea de principio, ceder otros espacios a otras religiones – manifiesta con ello, la Universidad, que no solo acepta la libertad de culto, sino que valora como un bien la libertad religiosa de la comunidad universitaria – profesores, alumnos y personal no docente -.

Leer más... »

16.07.14

Alianza de religiones

El expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero ha propuesto este martes la creación de una “alianza permanente entre las confesiones religiosas", vinculada a la ONU y a la Alianza de Civilizaciones, para crear una “autoridad religiosa global” con dos principios: el respeto al pluralismo religioso, la paz y la libertad y la condena de toda violencia. No es la primera vez que se habla de esto. Ya Hans Küng no se ha cansado de repetir que “no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones”.

Hay algo de verdad en esta propuesta. Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han apostado por el diálogo entre las culturas y las religiones. Y Benedicto XVI, en Ratisbona, ha advertido que el mejor camino para emprender ese diálogo no es considerar que “sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales”.

Porque decir, o pensar, de ese modo equivale a marginar, de hecho, cualquier pensamiento que se sienta vinculado con la religión: “Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas”.

Esa es la realidad, de la que, en cierto modo, parece hacerse eco el Sr. Rodríguez Zapatero. En el concierto de las culturas, en el marco de la relación entre los pueblos, marginar la religión no es lo más inteligente. Sorprende que esta clarividencia ante el panorama internacional se disuelva cuando se aborda la cuestión patria. No solo el expresidente, sino muchos otros, también del actual Gobierno, parecen pensar que la religión es un tema de segunda fila y, por ende, susceptible de ser menospreciada en la enseñanza académica de los niños y jóvenes.

Europa no es el mundo. Europa no es, siquiera, el puro laicismo, la intentona de hacer que la religión no sea religión, sino una especie de sentimiento privado que en nada influye en cuando el creyente sale de la intimidad de su casa.

Pero también Benedicto XVI advertía de otro peligro: “La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma”.

Religión y razón han de entenderse. Para el bien de ambas. Aunque justo es decir que, para el Cristianismo, religión y razón no se oponen, ya que el Cristianismo es la religión del Logos.

Ahora bien, el Sr. Rodríguez Zapatero se equivoca gravemente cuando postula que ninguna religión puede presentarse como verdadera. Esta idea es contradictoria. Una religión que no se presentase como verdadera sería una burla, una estafa.

Leer más... »

12.07.14

La predicación de Jesús

Homilía para el Domingo XV del Tiempo Ordinario (ciclo A)

“Les habló muchas cosas en parábolas” (Mt 13,3), anota San Mateo refiriéndose a la predicación de Jesús. El Señor anuncia el reino de los cielos, que no es un territorio particular, sino que alude a la soberanía de Dios sobre la humanidad: “El reino de Dios está presente donde está presente la vida, la reconciliación, el gozo, la alabanza a Dios” (A. Amato).

El anuncio de Jesucristo, su predicación, es poderoso y eficaz porque procede de Dios, ya que Él es el Hijo de Dios hecho hombre. Como dice el profeta Isaías, la palabra que sale de la boca de Dios “no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo” (Is 55,11).

No obstante, esta palabra no ejerce coacción sobre quien la escucha, no fuerza la libertad del receptor, sino que la respeta. De ahí que la aceptación que recibe el anuncio depende no solo de la potencia del mismo, sino también, y en gran medida, de la disposición personal de cada oyente. Jesús es el sembrador que esparce la buena semilla de la palabra de Dios y que percibe los diversos efectos que obtiene, según el tipo de acogida que se le presta.

¿Cómo es esta acogida? Es muy variada. Hay quien escucha superficialmente la palabra, pero no la acoge; no se esfuerza en comprenderla, y entonces “viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón”.

Hay quien la escucha en un determinado momento, pero carece de constancia y lo pierde todo. Es lo sembrado al borde del camino, en un terreno poco profundo, donde la planta brota enseguida pero, como no tiene raíces, se seca casi de inmediato.

Otros se ven abrumados por las preocupaciones y seducciones del mundo y de las riquezas. Llega a ellos la palabra, pero la buena semilla se ve ahogada por las zarzas.

Finalmente, está “la tierra buena”. La semilla que cae en este terreno bien dispuesto da mucho fruto.

La pregunta que debemos hacernos es qué tipo de terreno es cada uno de nosotros. ¿Cuál es nuestra disposición para escuchar la palabra, la predicación de Cristo, el anuncio del reino?

Jesús predica siguiendo un método característico: recurre a las parábolas, a relatos breves y sugerentes, con imágenes y comparaciones sacadas de la vida cotidiana, que pretenden hacer pensar a quien escucha y, sobre todo, que buscan convertir el corazón del oyente. Interpelan a la inteligencia, pero también a la libertad.

Leer más... »

11.07.14

En defensa del Decreto “Tametsi”

El concilio de Trento, como es sabido, tuvo que ocuparse del sacramento del matrimonio. Algunas enseñanzas de los reformadores protestantes, de Lutero y hasta de Melanchton, eran sospechosas de herejía.

El decreto “Tametsi” promulga unos cánones sobre una reforma del matrimonio. Básicamente, decreta la obligación de la “forma canónica” para el matrimonio entre los católicos.

Y esta obligación de la “forma canónica” no es, en absoluto, una imposición externa a la realidad del matrimonio, sino un modo de garantizar la verdad del mismo.

Cuando se dice “forma canónica” se está aludiendo a que no basta con casarse clandestinamente, sino que se han de observar, entre los católicos, una serie de formalidades: el matrimonio ha de celebrarse ante el párroco y ante dos o tres testigos.

La Iglesia Católica sabe que el matrimonio no es una institución eclesial. Se trata de una institución natural – o creacional - . No ha sido la Iglesia quien ha “inventado” el matrimonio. Ha sido Dios mismo.

El matrimonio se realiza cuando se da un consentimiento mutuo, del hombre y de la mujer, por el que se entregan el uno al otro como esposo y esposa hasta que la muerte los separe.

Jesucristo no alteró en nada esta gramática de la creación. Por el contrario, reconoció su vigencia y elevó esta realidad natural a la categoría de sacramento, de signo sensible de la gracia. El matrimonio sacramental, el matrimonio contraído entre bautizados, es una señal de la unión de Cristo con la Iglesia.

Durante muchos siglos bastaba con que el hombre y la mujer manifestasen el uno al otro su libre consentimiento. Y es que, realmente, es el consentimiento mutuo lo que hace el matrimonio.

¿Por qué la Iglesia, en el decreto “Tametsi”, obliga a los católicos a la forma canónica; es decir, a que el hombre y la mujer manifiesten el mutuo consentimiento ante el párroco y ante testigos? Por una razón muy sencilla: Para garantizar la verdad del matrimonio.

¿Qué pasaba para que la Iglesia tomase esta medida? Pues pasaban muchas cosas. Entre ellas, que las uniones clandestinas eran, a veces, una especie de cobertura para abusos y para burlas. Lo dice el mismo Decreto: “y considerando los graves pecados que de tales uniones clandestinas se originan, de aquellos señaladamente que, repudiada la primera mujer con la que contrajeron clandestinamente, contraen públicamente con otra, y con esta viven en perpetuo adulterio…”.

Como solo se habían casado “ante Dios” – sin ningún control por parte de la Iglesia – los que podían, y entonces solo podían los hombres, si querían, se casaban otra vez con otra mujer, y tan contentos. Nadie les podría recriminar nada, porque nadie – ni la Iglesia – podía acreditar nada. Ni siquiera la realidad del primer matrimonio.

Leer más... »