3.01.15

En la Iglesia hacen falta la verdad y la misericordia

Verdad y misericordia son realidades que no se pueden separar. Jesucristo, el más misericordioso de los hombres y la encarnación de la misericordia divina (San Juan Pablo II dijo, en Dives in misericordia, que Él la encarna y la personifica) se definió a sí mismo como el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6).

 

La verdad, la conformidad de lo que se dice con lo que se piensa, y de lo que se piensa con lo real, no es una amenaza, sino un medio para alcanzar la libertad: “La verdad os hará libres”, nos dice también Jesús (Jn 8, 32).

 

A muchas personas no les interesa la verdad, ni la estabilidad, ni la firmeza, ni lo que no está escondido frente a lo falso y a lo aparente. A muchas personas, quizá a una civilización entera, la verdad les parece algo muy poco práctico, una cuestión de la que se puede prescindir en aras de la eficiencia. Más o menos lo formuló, en su día, Pilato: “Y ¿qué es la verdad?” (Jn 18,38). ¿Para qué perder el tiempo con la cuestión de la verdad cuando hay tantas cosas que hacer?

 

Esta indiferencia ante la verdad,  si es mala en “el mundo” – que lo es – , más lo será en la Iglesia. El Cristianismo jamás se ha presentado como una mera opinión, sino como verdad; para ser más exactos, como “la” verdad sobre Dios y sobre los hombres. Abdicar de la pretensión de verdad del Cristianismo sería, más o menos, como apostatar de la fe. Un Cristianismo que no pretenda ser verdadero dejaría de ser Cristianismo.

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2.01.15

Una carta a los feligreses

Queridos feligreses:

La Parroquia es, en el día a día, la concreción más próxima, más cercana e inmediata, de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico dice que “la Parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio”.

 La Parroquia no es, ante todo, el párroco, sino la comunidad de fieles. Al párroco le compete, con la eventual ayuda de otros sacerdotes, si la hay, la atención pastoral de esa comunidad. La atención pastoral, el servicio pastoral.

¿Cómo puede mejorar una Parroquia? Yo creo que la “parroquia perfecta” no existe, porque perfecto es Dios y las comunidades humanas no suelen serlo. Pero no ser perfectos, aún, no significa que no podamos mejorar.

 Se me ocurren cuatro objetivos que, una Parroquia, podría intentar alcanzar – o, al menos, caminar hacia ellos – durante el año 2015.

1º.  Mejorar la celebración de la fe, de la Liturgia. Tenemos que cuidar mucho la Liturgia, en especial la celebración de la Santa Misa. Es muy importante hacer un esfuerzo para ser puntuales a la hora de acudir a la Santa Misa. Ser muy puntuales para estar antes de la celebración y para no “huir” antes de que acabe la celebración. Da una penosa imagen que, incluso sin que el sacerdote regrese a la sacristía, los fieles salgan del templo, como si el encuentro con Dios equivaliese a algo de lo que librarse cuanto antes, en una especie de estampida muy poco ejemplar.

2º . Mejorar la escucha de la Palabra de Dios y la formación doctrinal. La fe viene por el “oído”, por la escucha de la Palabra de Dios. Hay que esforzarse por escuchar mejor las lecturas en la Misa. Y no solo eso: hay que saber, ya en casa, qué lecturas se van a proclamar. Hay que leer la Biblia y estudiar el Catecismo. Hay que acudir a la catequesis: de niños y de jóvenes, pero también de adultos. Asimismo, es bueno aprovechar los libros y medios de formación que, de forma discreta pero periódica, se ponen a disposición de los feligreses en casi todas las parroquias.

 Intensificar el compromiso de la caridad. Suele ser el punto en el que mejor responde la Parroquia. La prueba es que, de todas las colectas, las que, en general, resultan más cuantiosas son las que se dedican a la atención de personas necesitadas. Es una muy buena señal.

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27.12.14

Cuerpo y alma, naturaleza y libertad

Estamos en el tiempo de la Navidad, celebrando de modo especial el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: El Hijo de Dios – el Verbo eterno, consustancial con el Padre por la divinidad - , sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, llegando a ser consustancial con nosotros por su humanidad.

 

Jesucristo no solamente es perfectamente Dios y perfectamente hombre, sino que es también el hombre perfecto, el modelo de hombre. Nada falta en su naturaleza humana – en su alma y en su cuerpo – y nada falta tampoco – nada podría faltar – en su naturaleza divina. Una sola Persona, un solo Sujeto, es, a la vez, sin mezcla y sin confusión, Dios y hombre.

 

La unidad no es enemiga de la distinción, de la diferencia. El alma no es el cuerpo, ni el cuerpo es el alma, pero solo la unión de alma y cuerpo conforma una naturaleza humana. Y, en el caso de las personas humanas, nuestro yo, nuestra persona, se realiza – se hace real – en una concreta unión de alma y cuerpo. Yo, persona humana, soy lo que soy en una naturaleza que no es ajena a mi yo, sino que lo hace posible: una naturaleza humana.

 

Distinguir en el hombre cuerpo y alma es lícito; separarlos, no lo es. Separar, en el hombre, el cuerpo del alma es algo así como separar la naturaleza de la libertad. Y ambas magnitudes – naturaleza y libertad – no permiten tal separación. Yo puedo llegar a ser muchas cosas – bueno o malo, sabio o inculto, generoso o egoísta – pero no puedo llegar a ser nada en contra de mi naturaleza: No puedo ser una cabra, o una planta, o un simple virus.

 

La naturaleza “contrae” el ser; es verdad. Si soy algo no puedo ser otra cosa. Pero la naturaleza nos permite desplegar, en la buena dirección, en la única que puede tener éxito, nuestra libertad. La realización personal, la del yo, la del sujeto, consiste, en buena medida, en ese acuerdo, en la armonía entre naturaleza – lo que somos – y libertad – quienes somos  y quienes podemos llegar a ser -.

 

La naturaleza humana no solo es cuerpo, sino alma y cuerpo, pero es también cuerpo. Mi cuerpo, que es siempre un cuerpo “animado”, un cuerpo unido al alma, me limita, sin duda. Me impide ir en contra de la ley de la gravedad, me obliga a no ingerir, o a tratar de no hacerlo, un veneno mortal. Me invita a no desafiar la lógica; por ejemplo a no pretender volar como los aviones.

 

Y esas restricciones no se ven como un obstáculo para la libertad, sino como la salvaguardia de un uso responsable de la libertad. Y el uso de la libertad solo es responsable si hacemos, si elegimos, lo que nos permite llevar hasta el máximo nuestras potencialidades. Uno no ejercita su libertad optando por ser esclavo; no la ejercitaría, si esa fuese su opción, sino que, simplemente, habría renunciado a ella.

 

Pero cuerpo y alma son uno. Lo que, a simple vista, puede parecer solamente corporal no lo es en realidad. Es, en justicia, humano. Por ejemplo, el sexo, la sexualidad. No es, no puede serlo, una dimensión puramente material de lo que yo soy; es una parte de mi naturaleza – corporal, sí - , pero de un cuerpo con alma. O sea, es parte de mi naturaleza y, por consiguiente, tiene que ver con el uso y el logro de mi libertad.

Yo no puedo degradar, si no quiero degradarme, mi cuerpo a lo puramente biológico. Ni tampoco puedo hacerlo con mi sexualidad. En realidad, también la cultura dominante lo ve, en parte, así y reconoce que la violencia sobre el cuerpo, sin el consentimiento de la persona que tiene ese cuerpo – que es también ese cuerpo - , es un atentado, muy grave, contra su libertad.

 

El cuerpo humano es masculino o femenino. Y ese dato, esa diferencia, no es un elemento puramente biológico, sino que tiene un significado natural y  personal. La persona, el yo, es, siendo humana, hombre o mujer. Y este dato nos muestra un factor a tener en cuenta a la hora de ejercitar nuestra libertad: Seremos lo que estamos llamados a ser si no estamos en contra de lo que, por naturaleza, somos: hombres o mujeres.

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23.12.14

¿Estorban los belenes?

La fiesta más antigua de la Iglesia no es la Navidad, sino la Pascua. En el fundamento del Cristianismo está la fe en la Resurrección del Señor. Hipólito de Roma fue el primero en afirmar, a comienzos del siglo III,  que Jesús nació el 25 de diciembre. En el siglo IV la fiesta de la Navidad asumió una forma definida.

 

Ya en la Edad Media, en Greccio (Italia), san Francisco de Asís trataba de vivir, en toda su realidad concreta, el misterio del Nacimiento del Señor. Allí, en Greccio, nació la tradición del belén.

 

Al respecto, Benedicto XVI comentaba: “La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y de amar”.

 

San Francisco transmitía, de este modo, con el belén, una vivencia muy importante: el amor a la humanidad de Cristo y la certeza de que Él, Cristo, nos sale al encuentro siendo Niño, recién nacido. Él es auténticamente el “Emmanuel”.

 

Dios viene así sin armas, indefenso. Dios, con la humildad del Nacimiento de Cristo, desafía nuestra soberbia.

 

Jesús es el “Hijo”. Y hace falta ser hijo, ser niño, para acogerle. Si lo hacemos, regresaremos a nuestras casas, como comentaba Tomás de Celano, testigo del primer belén en Greccio, “llenos de inefable alegría”.

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20.12.14

El Hijo de María

El Libro Segundo de Samuel recoge la promesa hecha por Dios al rey David a través del profeta Natán: “afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre, y el será para mí hijo. Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia y tu trono durará por siempre” (2 Sam 7,12.14.16).

 

Dios quiso fundar para David una casa, una línea sucesoria. Esta promesa está en el origen de la esperanza mesiánica: Dios enviará al Rey-Mesías, descendiente de David, para reinar para siempre.

 

Esta promesa tiene su cumplimiento en Jesucristo. El evangelio de San Lucas recoge el anuncio del ángel Gabriel “a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María” (Lc 1,27).

 

El ángel le dice a María: “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,31-33).

 

El plan de Dios se realiza de un modo sorprendente e imprevisto. El Hijo de María será no solo el sucesor de David, sino verdaderamente el Hijo de Dios. A la pregunta de la Virgen: “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?”, el ángel responde diciendo que su Hijo no tendrá un padre humano, sino que será concebido por obra del Espíritu Santo.

 

El Hijo de Dios, con la colaboración de María, se hace hombre a fin de instaurar el reino de Dios e introducir a los hombres en él. Con el anuncio del Evangelio se nos invita a nosotros y a todas las naciones a entrar en “la obediencia de la fe” (Rom 16,26), acogiendo el proyecto de Dios en nuestras vidas, reconociendo a Jesucristo como nuestro Rey y Salvador.

 

El papa Benedicto XVI, hablando a los sacerdotes de Roma, relacionaba el encuentro con Jesucristo con el conocimiento de Dios: “El encuentro con Jesús, con esta figura humana, histórica, real, me ayuda a conocer poco a poco a Dios; y, por otra parte, conocer a Dios me ayuda a comprender la grandeza del misterio de Cristo, que es el Rostro de Dios” (22-2-2007).

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