Refórmanos, Señor, te rogamos.
Durante toda mi infancia, juventud y vida adulta, Juan Pablo II fue “El Papa". Su visita a Chile revolucionó el país y nos dio la esperanza de que podíamos salir adelante en un proceso político tremendamente polarizador y complicado, como un pueblo unido y reconciliado. Sin esa visita, es probable que jamás hubiéramos tenido la ocasión de escuchar una voz quieta que nos decía “sin odio, sin violencia, vota No". El rostro de Juan Pablo II estaba (y todavía permanece) en muchas casas de personas humildes, en calendarios y estampas, como un símbolo del hogar.
Bajo esa imagen recuperé mi catolicismo, tal vez no tanto como realidad espiritual al principio, sino como construcción filosófica, pero Juan Pablo II era ambas cosas. También me encontré con las diferentes corrientes dentro de la Iglesia, pero la presencia del Papa me hacía confiar en que había una mano a la vez firme y cariñosa a cargo de la barca de San Pedro. Admiré y admiro especialmente su testimonio de sacrificio durante su última enfermedad, a nombre de tantas personas que deben permanecer postradas a causas de la edad y la salud, sobre todo por su rebeldía ante el modelo de obligatoria juventud y máxima productividad que nos impone la cultura. Cuando falleció, ni siquiera fue tanta la tristeza, simplemente era el momento de volver a la casa del Padre, a recibir su recompensa.
Cuando se realizó el cónclave en 2006, todo era novedoso para mí, y debo reconocer que estaba muy nervioso. Eran cerca de las diez de la mañana, y yo estaba escuchando una radio a pilas en mi oficina de San Vicente de Tagua Tagua, cuando el Cardenal Medina anunció al Cardenal Ratzinger, con esa “r” arrastrada a más no poder. Me emocioné hasta las lágrimas. Desde luego, racionalmente no podía menos que confiar en que Dios cuidaría de su Iglesia, pero ahora me doy cuenta que en un nivel emocional, tenía miedo sobre el futuro, sin “mi Papa", Juan Pablo II.
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