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7.11.15

Traducción de Letter to the Catholic Academy

Uno de vez en cuando se aísla del mundanal ruido en un archipielago que el lector tiene aquí cerquita. Yo confiteor que no suelo ser lector habitual del New York Times que el Padre Zulhsdorf tiene a bien llamar Hell’s bible (la biblia del infierno), por tanto no conocía las óptimas columnas que redactaba Ross Douthat, quien poco menos que se ha ganado la enemistad de la progresía eclesial Estadounidense. Solo por eso ya merece atención. Pero hay más.

Resulta que se acaba que se acaba el Sínodo. Sínodo que Mister Douhat ha seguido, denunciado y comentado en todo momento. Pues bien. Un día el editor se encuentra una carta, firmada por docenas de personalidades eclesiales norteamericanas, muchos de ellos académicos, pidiendo su cabeza. Esta es su respuesta y creo que puedo sumarme sin pestañear a todo lo dicho por él. Good reading


Carta a la Academia Católica

¡Mis queridos profesores!

 

Leo con interés su muy-difundida carta a mis editores esta semana, en la que  objetaba a mi cobertura de controversias Católicas, se quejaban de que estaba haciendo acusaciones infundadas de herejía (¡tanto “sutiles” como “abiertas”!) y deplorado la disposición de este periódico para dejar opinar en debates intraeclesiales a alguien sin formación teológica a alguien que no tiene formación en la misma. Me han impresionado mucho las docenas de nombres académicos que han firmado la carta en la web Daily Theology, y en instituciones distinguidas (Georgetown, Boston College, Villanova) representada en la lista.

Tengo un gran respeto por su vocación. Dejenme explicarme la mia.

Un columnista tiene dos tareas: explicar y provocar. La primera requiere dar a los lectores un sentido de lo que se juega en determinada controversia, y por qué debería tomarse un momento de su atención fragmentada. La segunda demanda una toma de posición clara en dicha controversia, para mejor dibujar los sentimientos (solidaridad, estimulación, rabia ciega) que convence al lector para leer, volver y volver a suscribirse.

Espero que podamos estar de acuerdo que las controversias actuales en la Iglesia demandan a gritos una explicación. Y no solo para los católicos: el mundo está fascinado  -como debería- por los esfuerzos del Papa Francisco para redibujar nuestra Iglesia. Pero los principales partidos en las controversias de la Iglesia tienen incentivos para rebajar el tono de lo que se juega. Los Conservadores no quieren admitir que este cambio disruptor pueda incluso ser posible. Los progresistas no quieren admitir que el Papa puede estar llevando a la Iglesia a una crisis.

Así que en mis columnas, he intentado esclarecer esas ofuscaciones hacia lo que parece una verdad básica. Hay una división muy arriesgada, en los niveles más altos de la Iglesia, sobre si admitir a los divorciados vueltos a casar a la comunión, y lo que ese cambio significaría. En esta división, el Papa claramente se inclina hacia una visión liberalizadora y ha maniobrado consistentemente para avanzar en esa dirección. En el reciente sínodo, ha recibido un modesto pero significativo revés por los conservadores.

En primer lugar porque si la Iglesia readmite a los vueltos a casar a la comunión sin anular –mientras se instituye un proceso más rápido, sin culpas, para obtener una anulación, como se supone que haga el Papa- la antigua enseñanza Católica de que el matrimonio es “indisoluble” se vaciaría de contenido.

En segundo lugar, porque cambiar las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio de esta manera significaría deshacer el conjunto de la visión Católica de la sexualidad, el pecado y los sacramentos –rompiendo la relación entre confesión y comunión, haciendo que el amancebamiento, las uniones del mismo sexo y la poligamia sean perfectamente aceptables para la Iglesia.

Ahora bien, esta es meramente la opinión de un columnista. Así que he escuchado atentamente lo que los teólogos acreditados han dicho sobre la liberalización. Lo que he oído son tres puntos clave. El primero es que estos cambios son “pastorales”, no “doctrinales”, y que mientras la Iglesia diga que el matrimonio es indisoluble, no pasa nada grave.

Pero esto es como decir que China no ha tenido una revolución de mercado porque sigue siendo gobernada por quienes se definen como Marxistas. No: en política como en religión, una doctrina vaciada en la práctica está vacía del todo. Diga lo que diga la retórica oficial.

Cuando se comenta esto, los reformadores giran en torno a la idea de que, tal vez, los cambios propuestos son, efectivamente, doctrinales, pero que no todas las doctrinas son igual de importantes, y que de todas maneras, la doctrina Católica ha evolucionado con el tiempo.

Pero se supone que el desarrollo doctrinal profundice las enseñanzas de la Iglesia, no revertirlas o contradecirlas. Esta distinción da pie a muchas áreas grises, de hecho. Pero borrar las palabras del mismo Jesús en el no-exactamente menor tema de los matrimonios y la sexualidad ciertamente parece un retroceso importante en vez de un cambio orgánico, que profundice la doctrina.

En ese momento llegamos a un tercer argumento, que aparece en su carta: no comprendes, no eres un teólogo. Claro que no. Pero tampoco se supone que el catolicismo sea una religión esotérica, que sus enseñanzas solo sean accesibles a unos adeptos académicos. Y la impresión que deja este “blanco móvil”, me temo, es que algunos reformadores minimizan su posición real para ganarse a los conservadores gradualmente.

¿Cuál es esa posición real? Que cualquier cosa católica puede cambia con los tiempos y “desarrollar” doctrina solo significaría seguir a la Historia, sin que importe mucho el Nuevo Testamento que se deja atrás.

Como he dicho antes, la tarea del columnista es la de ser provocativo. Así que tengo que deciros, abiertamente y sin ser sutil, que esa visión parece una herejía por cualquier definición razonable del término.

Puede ser que los herejes de hoy sean profetas, la Iglesia será revolucionada, por supuesto, y mis objeciones serán enterradas con el resto del conservadurismo católico. Pero si eso ocurre, será por una lucha dura, no solo dulces palabras y académicos tirando de rango. Requerirá una amarga guerra civil.

Así que queridos profesores: bienvenidos al campo de batalla.

Publicación original del New York Times

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