InfoCatólica / De libros, padres e hijos / Categoría: Sin categorías

5.09.22

Poesía y niños

                   «Niña leyendo». Dibujo de Rosina Emmet Sherwood (1854-1948).

 

  

 

«Aparece la musa y se despeja mi sombría inteligencia; otra vez libre, busco la unión entre los mágicos sonidos, los sentidos y los pensamientos».
Alexander Pushkin

 

 
«Enséñenles poesía a sus hijos; abre la mente, da gracia a la sabiduría y hace hereditarias las virtudes heroicas».
Walter Scott

 

  

 

La poesía es esencial para los niños, no les quepa duda. Y lo es, no solo porque fortalece su imaginación y su memoria, o porque acrecienta su vocabulario y su capacidad de comunicación lingüística, sino también, y sobre todo, porque constituye un cauce privilegiado de expresión de la que es su efímera experiencia poética del mundo. Y sin embargo, a pesar de ese carácter esencial, y quizá por ello, su uso en estos días se haya tremendamente descuidado.

Y no crean que lo poético es algo extraño a la infancia; algo complejo y sofisticado; algo impropio y desaconsejable a esas edades. En absoluto. Porque, ocurre que los niños nacen con un tono poético. Vienen al mundo con una visión existencial pura que impregna todo lo que hacen, lo que dicen y lo que piensan. Y esta atmósfera en medio de la cual viven afecta a todo, incluso a la manera en que se comunican a través de mensajes directos y sin artificios, con la originalidad de la simpleza, en forma de pareados, de epigramas, en parrafadas a veces semi inteligibles, pero de una viveza y una profundidad que muchos artistas adultos se pasan la vida intentando recuperar.

Porque, lo poético no siempre se identifica con el verso, entendido como una técnica que permite hacer poesía, o como diría el poeta inglés William Wordsworth, que ayuda a encadenar «las mejores palabras en el mejor orden». Lo poético es mucho más que eso. Es una manera de conocer y de entender el mundo.

Y como en cualquier otro ámbito de la educación, los niños se inician en el lenguaje de la poesía con la ayuda de sus mayores. Necesitan el acompañamiento de sus padres o de sus maestros, su ánimo y sus consejos. E igualmente precisan escuchar, leer y escribir poesía. Pero sin que esta relación suponga un orden, ni una rígida ruta: la audición, la lectura y la escritura pueden convivir, deben convivir con los niños y, cuando sea posible, no deben abandonarse nunca. Aunque, es verdad, el mantenimiento de la práctica de la última de ellas –la escritura–, llegado un momento, dependerá en grado sumo de las Musas y no de la voluntad del presunto poeta.

Pero, ese torrente poético innato que brota del alma de los niños puede y debe educarse hacia un modo de expresión mejor, aunque no más auténtico. Esta pérdida de autenticidad es el precio que el poeta ha de pagar para intentar conservar, al menos, parte de esa visión poética y poder expresarla.

Escribía al respecto Juan Ramón Jiménez, citando al también poeta alemán Novalis:

«“Dondequiera que haya niños—dice Novalis—existe una edad de oro.” Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarlo nunca».

Y a fin de que el niño, en esa «edad dorada», pueda encadenar, aunque sea de forma precaria, las mejores palabras en el mejor orden, deberá ser alimentado convenientemente en su acervo lingüístico y en sus patrones formales, con ritmo y pausa, con tono y rima, para poder dar cauce adecuado a ese innato sentido poético.

Por esta razón, deberíamos leerles desde muy niños rimas y canciones, y luego, cuando ya sepan leer, que reciten versos y declamen poemas con nosotros. Quedará para más adelante el leer en silencio y con recogimiento. Y por supuesto, que no olviden el memorizar poemas, tal como le conminaba Pavel Florenski a su hijo mayor desde la soledad y el sufrimiento del Gulag:

«Hijo mío, nunca dejes de recitar en voz alta hermosos poemas».

Pero eso sí, han de ser poemas buenos y hermosos. Porque es tarea nuestra ayudarles a hacer brotar y a pulir ese gusto poético. Y para desarrollar plenamente este poder apreciativo, debemos poner a su alcance lo mejor de lo mejor. Luego, cuando crucen la línea de la sombra, ellos buscaran sus propios pastos, que sin duda serán buenos si en su momento se les alimentó debidamente, se cultivó su paladar poético y se les puso en el camino de encontrar el alimento intelectual adecuado.

Sin embargo, eso no es todo. Para que los pequeños se aficionen de verdad a la poesía será preciso que se diviertan jugando con ella, y que compartan esa diversión con nosotros o con otros niños. En alguna ocasión se tratará de la emoción causada al unir o separar ciertas palabras y, en otra, simplemente, de una combinación de sonidos y ritmos, aun cuando esté desprovista de significado y se trate de algo absurdo y sin sentido. Porque la poesía, y en mayor medida la poesía infantil, está íntimamente relacionada con el juego, al que suele acompañar rítmicamente, o incluso, en ocasiones, es ella misma un juego, un juego de palabras que el niño trasforma, haciéndolas suyas y aportándoles viveza y encanto. 

Ah, y una última cosa: nuestros hijos no deberán dejar de copiar poemas. Deberemos alentarles a ello, para que se dejen llevar por el estilo de los poetas que más les atraigan, por los poemas que más les gusten. Que hagan suyas palabras, versos, estrofas de otros. Que ensayen, una y otra vez, escribiendo, garabateando, torpemente al principio, con más destreza y fluidez después, los versos y poemas que vengan a sus corazones o que retengan guardados en su memoria. Que jueguen con las palabras, con las rimas, con las metáforas y las evocaciones, con la música y el ritmo de los grandes poetas. Ser imaginativo no puede significar, ni para los niños ni para los adultos, el ser totalmente original. Esto es un error moderno que solo nos ha traído fealdad y pobreza artística. Escribir poesía, en palabras de Matthew Arnold, es sencillamente «la forma más bella, impresionante y ampliamente eficaz de decir las cosas», y solo escribiendo es como alguno de esos pequeños quizá descubra algún día que las musas le estaban aguardando. El resto, al menos, se acercará a la poesía, lo que no es poco.

 

P.D.
Las antologías son una fórmula muy válida de acercar la poesía a los niños, pues, aunque grandes poetas han escrito piezas, para, o al alcance de los niños, en general estas se encuentran dispersas entre otros versos que seguramente no les atraerán. Se trata, por tanto, de buscar esas piezas, de reunirlas, y eso lo hacen muy bien los antólogos. Así que a continuación paso a referirles algunas buenas antologías, que creo, son lo mejor para empezar.


-Cordialidades (1941) de Antonio Fernández.
-Poesía infantil (1951) de Federico Torres.
-Versos para niños (1954) de Antonio Fernández.
-Selección de poesía para niños (1961) de Juan-Miguel Romá.
-Antología de la literatura infantil en lengua española (1966) de Carmen Bravo-Villasante.
-Al corro de la patata, por Carmen Bravo-Villasante.
-Pito, pito, colorito: folclore infantil, por Carmen Bravo-Villasante.
-Colorín, colorete, rimas y canciones infantiles tradicionales recopiladas por Carmen Bravo-Villasante.
-Arre moto piti poto, arre moto piti pa, de Carmen Bravo-Villasante.
-China, china, capuchina, de Carmen Bravo-Villasante.
-Trabalenguas y otras rimas infantiles, de Carmen Bravo-Villasante.
-Una, dola, tela, catola, de Carmen Bravo-Villasante.
-Pinto, pinto, gorgorito (retahílas, juegos, canciones y cuentos infantiles antiguos), de Raquel Calvo Cantero y Raquel Pérez Fariñas.
-Gira, girasol (una reproducción de un antiguo y encantador libro de Ernest Nister con canciones infantiles españolas).
-Canciones infantiles, de Elena Fortún y María Rodrigo (La escritora Elena Fortún y la pianista y compositora María Rodrigo escriben al alimón este libro en 1934, bellamente ilustrado por Gori Muñoz. Recuperado recientemente por la editorial Renacimiento).
-Romances españoles, anónimo
-Poesía (Disparatario), de Edward Lear.
-Jardín de versos para niños, de R. L. Stevenson.
-350 poemas para niños, de la biblioteca Billiken.

-400 poemas para explicar la fe, de Yolanda Obregón.
-Elogio de la niñez, de José A. Ferrari.
-El silbo del aire (1965) de Arturo Medina.
-Poesía española para niños (1997) de Ana Pelegrín.
-Canto y cuento (1997) de Carlos Reviejo y Eduardo Soler.

Casi todas son unas estupendas antologías, variadas y aptas tanto para niños (especialmente las antologías recopiladas por Bravo-Villasante) como para adolescentes.

Igualmente, les remito a mi blog de selección de poesía, La memoria poética.


Entradas relacionadas con el tema (alguna de las cuales contiene enlaces a antologías personales):

La poesía
Primeras rimas y canciones
A vueltas con la poesía. Las antologías
¿Por qué todavía les leo a mis hijas en voz alta?
Acercarse a la poesía
Tiempo de Navidad, infancia y poesía
Una ración de tonterías nunca viene mal
De libros, camas y niños
Jardín de versos para niños
El niño y el poeta
De los gatos y los libros
Hacia al asombro a través de la poesía
El olvido de la memoria (y su rescate a través de la poesía)
Volver a la poesía
Poesía una vez más

La importancia de la poesía: Poesía y verdad

10.08.22

La importancia de la poesía: Poesía y verdad

              «Noche de luna llena». Obra de Hjalmar Munsterhjelm (1840-1905).

    

«El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que en verdad siente».

Fernando Pessoa

«¿Qué valor tiene el ojo carnal
Al lado del ojo del alma?»

Víctor Hugo

«Di, Musa, la palabra verdadera
Y yo la profetizaré».

Píndaro

    

Desde sus orígenes, la poesía arrastra una paradoja en su seno: por un lado, es una ficción, un arte imitativo, y por otro, tiene pretensiones de verdad. Pero, ¿cómo es que se conjugan ambas cosas? ¿Puede esto hacerse, o será necesario desprenderse de una de ellas? La discusión es vieja como el mundo y persistirá mientras persista el mundo.

Poesía e imitación

El poeta, como todo artista, es un imitador. Recrea, a su modo humano, aquello que vislumbra en su visión poética, y lo adereza con su arte y con su estilo. Pero, aun así, mi intuición es que, a pesar de tratarse de un sub creador que trabaja con lo imaginario, si es poeta verdadero no deja de tratar con la verdad. Por lo tanto, deberá haber en su obra afinidades notables con lo real más que con lo ficticio, por mucho que transforme o ilumine sus materias primas con los dispositivos de su arte. Y si el trato es con la verdad, el poeta, el auténtico poeta, no puede estar lejos de Dios.

Pero esta no deja de ser una intuición personal y, en todo caso, teñida de polémica.

Pessoa y Borges estaban de acuerdo en esa naturaleza ficcional del poeta, en su cualidad de «fingidor». Esto no es una novedad ni una sorpresa. Ya Platón, veinticuatro siglos antes, en su libro X de La República (370, a. C.), sostiene que la poesía es una imitación de la realidad, lo que le llevó a considerarla alejada de la verdad de las Ideas. Por esta razón no la tenía en alta estima, siendo para él una ficción que «alimenta y riega las pasiones, en lugar de secarlas».

A pesar de ser consciente de su carácter ficcional e imitativo, su discípulo más aventajado, Aristóteles, dejó de lado esta opinión negativa, y en su Poética (335, a. C.), defendió que la gran poesía revela universales y es por ello profundamente filosófica. Esta postura fue acogida más tarde por los escolásticos. San Alberto Magno escribió que «lo extraordinario causa mayor impresión que lo habitual, (…). Por ello, como dice Aristóteles, los primeros filósofos vertieron [sus doctrinas] en poemas, porque la fábula, al estar compuesta por cosas extraordinarias, impresiona más».

Más tarde, en pleno Renacimiento, en su obra Una apología de la poesía (1583), Sir Philip Sidney, siguiendo esta tendencia, pero yendo todavía más allá, afirmó que la poesía es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía puede enseñar lo bueno, pero no mover nuestros corazones para actuar respecto a ese conocimiento. Así, aun cuando el poeta prefiera no escribir sobre lo que es, puede seguir escribiendo sobre «lo que puede y debe ser». Si no afirma la verdad literal de su ficción, puede afirmar su verdad moral o metafórica, pero, en todo caso, seguirá tratando con la verdad.

Pero, ¿es esto realmente así? Y si lo es, ¿de qué manera?

Poesía y verdad

La relación entre la verdad y la poesía es antigua. Como antes les comenté, Platón se la planteó y negó a la poesía cualquier pretensión de verdad, tanto en el sentido lógico como en el moral, pues para él es fingida.

También vimos como Aristóteles no estaba de acuerdo con su maestro. Para el Estagirita, la poesía había nacido de los instintos miméticos y armónicos del hombre, y aunque trataba de ficciones, sostuvo lo siguiente en la que sigue siendo la declaración más breve y directa de la pretensión de la poesía frente a la verdad:

«La poesía, por lo tanto, es más filosófica que la historia, ya que la poesía tiende a expresar lo universal, mientras que la historia describe lo particular».

Por su parte, el cristianismo sostiene desde siempre que la verdadera poesía trata con la verdad. Porque, al ser el intelecto humano limitado, Dios creyó conveniente utilizar procedimientos poéticos en su Revelación escrita para que aprovecharan a los hombres, tal como ya advertía Santo Tomás (Suma Teológica, I, 1,9).

Así que, hay un canal poético para la verdad, una vía para alcanzar su conocimiento (o, más bien, para aproximarse) y, consecuentemente, para encauzarse hacia la contemplación. El santo cardenal Newman estudió el asunto con profundidad. Para él había que distinguir entre el don de la poesía en sí mismo, y la composición como modo de expresión artística. Este don lo intuía basado en un «sistema sacramental», según el cual «los fenómenos materiales son, a la par, figuras e instrumentos de las realidades invisibles»; y a ese «principio místico o sacramental» le encontró apoyo en algunos pasajes de los padres de la iglesia:

«Entendí que esos pasajes querían decir que el mundo exterior, físico e histórico era manifestación para nuestros sentidos de realidades más grandes que él mismo. La naturaleza es una parábola; la Escritura, una alegoría; los poetas y sabios griegos habían sido, en cierto sentido, profetas, pues a estos sublimes bardos les fueron dados pensamientos más allá de sus pensamientos».

Hay, por tanto, en el poeta un don, una inspiración divina que le permite ver más allá, dándole una visión que él expresará después a los otros a través de su técnica, de su composición.

Pero, no se trataría sino de una verdad poética. No hay en la poesía verdades lógicas ni científicas. No nos habla de hechos ni de demostraciones matemáticas. No hay una precisión física o fáctica en su hacer, sino más bien un rigor simbólico y significante. El poeta actúa como un profeta profano, en el sentido antiguo de la expresión, como aquel que saca a la luz, manifiesta y aclara lo inteligible existente en la materia que, semi-oculto en las cosas más cotidianas y más extraordinarias, no está al alcance de la mayoría de los hombres. La poesía traza así una conexión entre ambas experiencias; lo ordinario revela lo extraordinario y viceversa, y de esta manera nos hace vislumbrar la profunda interconexión de todo lo que constituye el mundo. Porque la filosofía no puede responder a todas las preguntas, ni tan siquiera la teología puede, ya que, en último término, se encuentran rehenes de la lógica y de la razón. Siempre quedarán sin aclarar cuestiones en la inteligencia última de las cosas, confusas y ocultas en la vasta periferia de las sombras. Es ahí, en lo cotidiano y habitual o en lo excepcional y grandioso, dónde, bajo la penumbra de nuestra visión, la poesía tiene su quehacer, enfrentándonos a lo que la razón nunca podría comprender plenamente. ¿Es también eso verdad? Probablemente, pero confusa y entre nieblas, como toda certeza en tanto permanezcamos aquí.

Por lo tanto, se trata de una vía de conocimiento complementaria a la de la razón, y, en consecuencia, igualmente necesaria. Este es el poder de la poesía.

Pero, ¿de qué tipo de conocimiento estamos hablando? Porque, aunque solo podemos estar seguros de la autenticidad de la revelación divina, ¿qué pueden encontrar los hombres en su ficción poética? Para tratar este tema les emplazo a la siguiente entrada.

20.06.22

Shakespeare, Julieta, Romeo y el amor

                        «Romeo y Julieta». Ilustración de Jennie Harbour (1893-1959).


 

  

«Si el amor es ciego, el amor no puede dar en el blanco».

Romeo y Julieta II, 1

  

 

Suele describirse a la tragedia Romeo y Julieta, de William Shakespeare, como el epítome del amor romántico entre un hombre y una mujer. Pero, a salvo de mejor opinión, creo que esto es, al menos en parte, un error. Muy probablemente la forma en que Shakespeare quería que se leyera y entendiera su obra es otra, aunque quizá hoy, más que nunca, resulta difícil apercibirse de ello.

No cabe duda alguna de que el argumento central de la obra es el amor, pero estarán conmigo en que no se trata de cualquier amor, y mucho menos del Amor con mayúsculas, sino de uno joven y adolescente, inmaduro y alocado. Y por ahí es por dónde creo se desliza el equívoco, en la identificación de esta pasión amorosa descabezada que tan gráficamente se muestra en el drama, con el Amor mismo.

Y así, la lectura habitual de la pieza parece referirnos a la historia de un amor dónde la mala suerte o el destino es quien interviene decisivamente en su fatídica resolución, y en la que los amantes no son en absoluto responsables de la desgracia que sufren. Otra de las lecturas clásicas carga las tintas en la interferencia de los padres como la causante del infortunio, ya que sería la intolerante relación entre las familias la que destruye el irreprochable enamoramiento de los protagonistas, conduciéndolos irremediablemente a una trágica muerte. E incluso hay quien culpa directamente a los amantes del fatal desenlace.

Pero quizá podamos ver algo más si nos reencontramos con lo que es realmente el amor, o al menos con lo que debería ser.

Como resalté en el artículo inmediatamente anterior a este, no deberíamos confundir el amor con sus efectos concomitantes.

Por lo tanto, el amor no debería ser reducido a un mero sentimiento, aunque esta sea, por supuesto, una de las características que deben acompañarle, y deliciosamente, por cierto. Pero, por muy apasionado que este sentimiento pueda llegar a ser, nunca deberá conducirnos a abandonar otro de los aspectos propios del amor, como es el de la medida y la cautela que ayudan a conformarlo y darle vida. Y creo advertir que de algo de esto va Romeo y Julieta, porque, «si el amor es ciego, el amor no puede dar en el blanco».

Y así, la pieza trataría, por contraste, de aquello que no debería ser el amor, o más bien de a dónde nos puede conducir un amor desbridado e imprudente, abandonado de toda voluntad y cuidado. Un apasionado ejemplo de a qué consecuencias puede llevarnos el sentimiento pasional que acompaña al amor, y del cual nace, cuando se aleja de él. La obra es, pues, un muestrario de lo que nos ofrecerán los sentimientos concomitantes al amor alejados de las virtudes de la prudencia y la templanza que deben acompañar siempre a toda acción humana. Como aconseja a Romeo el personaje de Fray Lorenzo: «prudente y despacio. Quien corre, tropieza». El mismo personaje, más tarde, se extiende sobre ello al declamar:

«El gozo violento tiene un fin violento
y muere en su éxtasis como fuego y pólvora,
que, al unirse, estallan. La más dulce miel
empalaga de pura delicia
y, al probarla, mata el apetito.
Amad pues con moderación; el amor permanente es moderado.
El que va demasiado aprisa llega tan tarde como el que va despacio».

Pero, al tiempo que proclama esas cautelas, Shakespeare nos habla también de las consecuencias que pueden seguirse de olvidar otro aspecto importante.

El amor romántico nace y se desarrolla envuelto en las turbulencias de la pasión. Hay en él una confluencia perturbadora de deseo, sexo y, a no olvidar, de la pulsión natural que impulsa a un hombre y a una mujer a donarse mutuamente y a fundirse en esa donación. Todo lo cual lo convierte, sin perjuicio de su grandeza, en algo de muy difícil manejo y gestión para los jóvenes que se enfrentan por primera vez a él.

Por tal razón, no deberíamos dejar a los jóvenes solos cuando enfrenten ––como necesariamente enfrentarán–– las pasiones amorosas juveniles, ni desampararlos o mal aconsejarles, y mucho menos empujarles a entregarse sin medida ni reflexión, tal y como acontece en la obra y como hoy sucede con demasiada frecuencia, un día sí y otro también. Por eso en estos momentos la lectura de Romeo y Julieta, su correcta lectura, es tan necesaria.
Joseph Pierce nos lo cuenta:

«Este fracaso de los personajes adultos sirve de contrapunto moral a las pasiones traicioneras de la “juventud". Es como si Shakespeare ilustrara que los jóvenes se desviarán trágicamente si no son frenados por la sabiduría, la virtud y el ejemplo de sus mayores. La tragedia final es que esta lección sólo la aprenden los Capuleto y los Montesco tras la muerte de sus hijos. Sin embargo, la lección se aprende y el consiguiente restablecimiento de la paz proporciona una catarsis triste pero consoladora».

Pero en el famoso drama amoroso de Shakespeare, como en todo clásico, hay todavía más.

Chesterton, por ejemplo, en su biografía de Chaucer, y en referencia a esta pieza, nos llama la atención sobre el carácter misterioso y extraordinario del amor romántico:

«Lo que se puede aprender de “Romeo y Julieta” no es una nueva teoría del sexo; es el misterio de algo mucho mayor de lo que los sensualistas llaman sexo y los canallas  atracción sexual. Lo que se aprende de “Romeo y Julieta” no es llamar al primer amor, amor juvenil, por no llamarlo amor pasajero o flirteo, sino comprender que esas cosas que un millón de vulgarizadores han vulgarizado, no son vulgares. El gran poeta existe para mostrar al hombre pequeño lo grande que es».

Porque el amor no es algo vulgar, ni tampoco ordinario y corriente, por más que sea frecuente; ni siquiera el, a veces pasajero, amor juvenil. El amor es algo formidable, siempre especial y delicado, incluso el imprudente y juvenil, y es un lugar –si un lugar–,  donde ese hombre pequeño que todos somos se hace grande. 

Es cierto que la historia se torna sombría y trágica, pero ello no debe disuadirles de ofrecérsela a sus hijos. Decía William Hazlitt que en Romeo y Julieta «el espíritu de la juventud está presente en cada línea, en la embriaguez de la esperanza y en la amargura de la desesperación». Precisamente, es esa falta de un final feliz la que podría convertir la obra en una buena lectura, una lectura apasionante y, a un tiempo, cautelar, que deleita e instruye en armonía con el díptico horaciano.

Aunque, como señala John Senior, quizá sea conveniente hacer también alguna que otra advertencia:

«La lectura de “Romeo y Julieta”, por ejemplo, puede impresionar una imaginación viva. Estos amantes, se enamoran de un modo desesperado y ardiente, pero la lectura de estos bellos pasajes puede conducir al pecado, como el caso de aquellos condenados de la Divina Comedia, a quienes el Dante atribuye su suerte a la lectura de una novela cortesana. “Ese libro fue un galeotto”, dice Francesca, y galeotto significa en italiano proxeneta. Estas lecturas suponen paralelamente una formación moral estricta, seria, exigente y enérgica».

Así que, estén ahí, en sus lecturas, en la lectura de Romeo y Julieta, junto a ellos, orientándolos y charlando sobre la obra, antes, durante y después de la lectura de la misma.

Porque, este drama no solo es un clásico, sino, también uno de los buenos libros. Y es que, rectamente leído, podría ayudar a nuestros hijos a desprenderse del concepto confuso y desvirtuado que del amor hoy impera y, a la vez, a ayudarnos, tanto a ellos como nosotros, a enfrentar su primer encuentro con el amor romántico de forma más conveniente. ¿No creen?

2.06.22

Sobre el amor romántico y alguno de sus desvaríos modernos

                           «Los enamorados». Obra de Émile Friant (1863-1932).

  

  

  

«La regla moral esencial para amar correctamente es amar de acuerdo con la realidad. Esto significa adorar a Dios, amar a las personas, y usar las cosas».

Peter Kreeft 

  

«Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama».

Miguel de Cervantes

  

«Al corazón comúnmente se llega no por medio de la razón, sino de la imaginación».

Cardenal John Henry Newman

 

  

El asunto del amor es inmenso. Los múltiples sentidos del término, ricos y diversos, y su contenido cargado de connotaciones religiosas –especialmente cristianas, donde es un elemento central–, no se prestan a un tratamiento sencillo. Se trata, simplemente, del Tema por antonomasia. Por ello, me limitaré a hablarles del amor romántico, el que puede surgir entre un hombre y una mujer. Y dentro de ese tema me circunscribiré todavía más a una serie de problemas que, creo, acechan hoy a los jóvenes, y que se refieren a cómo la naturaleza o esencia de ese tipo de amor es ampliamente malinterpretada. Por ello, forzosamente dejaré de lado aspectos tan fundamentales como la reciprocidad (que quien ama sea a su vez amado, que cada uno tome y se dé al otro), y la comunión, pasiva y activa (que impulsa a los amantes a fundirse y hacerse uno solo, sin dejar de ser dos).

Creo que muchos de entre ustedes pensarán, como yo mismo, que en la actualidad se ha generalizado una concepción equivocada de esa clase de amor y, muy posiblemente, algunos menos estarán conmigo en que ese concepto erróneo se encuentra anclado entre el barniz intelectual que en su día le otorgó el francés Stendhal y las bajas pasiones sobre las que advirtió Platón.

La idea del peligro que acompaña a la pasión amorosa, sobre todo si deviene en una pasión desordenada, viene de lejos. Cervantes y Lope lo atestiguan en sus obras, El laberinto de amor (1615), y La prueba de los ingenios (1617), respectivamente. Lope llega a escribir, «beber veneno por licor suave, /olvidar el provecho, amar el daño». Pero es algo que podemos rastrear mucho más atrás. El poeta romano Catulo escribió su famoso Odi et amo, hace 22 siglos:

«Odio y amo. Por qué hago esto, quizá preguntes.
No lo sé, pero siento que es así y me torturo».

Sin embargo, la modernidad ha agudizado los males y riesgos de un amor desordenado y, lo que es mucho más grave, pretende que no se tengan ya por tales, sino por bonanzas naturales y propias del amor.

Decía Platón en su diálogo Fedro (370 a. C.) que, si un alma no está en equilibrio, movida por sus pasiones desordenadas y cuasi poseída por la locura, buscará un tipo de plenitud amatoria del todo irreal. En este frenético trastorno encontraremos, curiosamente, todos los rasgos del amor romántico dibujado por el novelista francés Stendhal en su obra, Del amor (1822). Pero mientras Platón nos insta a rechazarlo porque es una ilusión, Stendhal quiere que nos regocijemos en aprender que únicamente se trata de eso, de una ilusión.

El novelista francés concluye que solo un amor que descanse en placeres imaginados puede ser constante. Por el contrario, si se dirige a un objeto real se sacia de inmediato, ya que, una vez este es poseído, el amor necesariamente muere. De esta manera, la vida amorosa sería un movimiento incesante de deseo a deseo cuyo único motor sería la satisfacción personal, reduciéndose el sujeto amado únicamente un medio para la obtención de ese fin. El amante viviría empujado por deseos que nunca podrían ser satisfechos, sino solo alimentados por ilusiones interminables.

Por otro lado, aunque Platón critica duramente una concepción del amor similar a la stendhaliana, su radical idealismo le aleja igualmente de la verdad. Porque al final, aunque el deseo del amante platónico no fuera de placer, se trataría igualmente de un deseo, y aunque su anhelo pudiera parecer más noble, aquello que finalmente perseguiría sería también una ilusión como el stendhaliano.

¿Les suena la melodía? Irrealidad, placer, egoísmo, disolución del yo…

Y así, Platón y Stendhal se encontraron inmersos en el error, porque vivían a espaldas de la realidad. Y es que, el amor verdadero, aun cuando hablemos del meramente humano, se funda en la individualidad. Era el filósofo danes Kierkegaard el que decía que «la individualidad es el presupuesto básico para amar». Porque, como nos recordó el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica, «ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma».

Por lo tanto, para que haya amor, el amado debe ser un individuo real, personal y distinto. No alguien a quien usar como una cosa –como propugnaba Stendhal–; no alguien con el que disolverse perdiendo la singularidad –tal cual postulaba Platón–. Simplemente, una persona con la que unirse sin perder la identidad. El poeta Wendell Berry escribió:

«Y te amo
como amo al baile que te distingue de la multitud
en la que vienes y vas».

Y esta es, como veremos, la concepción cristiana del amor.

Porque, ¿qué es amar sino querer el bien de un otro, de una persona real y concreta? Así nos lo dice santo Tomás. Un querer que supone un movimiento. Si bien, frente al concepto moderno de pasión irrefrenable, ese movimiento deberá ser voluntario y dirigido hacia un doble fin: no solo hacia el bien que se desea para alguien, sino también hacia aquel a quien se le desea ese bien.

Y esto cambia por completo la perspectiva. El egoísmo, el placer y la cosificación del otro, tan en boga hoy, pierden de repente pie.

Primero, porque, de suponer cualquier cosa, el amor pasa a tener por objeto y fin únicamente el bien. Decía nuestro Lope sobre el amor:

«No hallar fuera del bien centro y reposo». 

Segundo, porque no se trata de cualquier bien, sino el del otro, por lo que, de nosotros mismos, el foco pasa al que está a nuestro lado. Aunque esto no signifique que no debamos buscar el propio bien. Lo que ocurre es que este también se encontrará ahí. La afirmación de san Bernardo de que el amor puro es su propia recompensa, expresa esta paradoja.

Y, finalmente, porque de ser un sentimiento o pasión individual y subjetivo, su fin pasa a ser el bien objetivo, lo que en muchas ocasiones requiere de un acto de voluntad.

Esto, en un tiempo donde el subjetivismo, el sentimentalismo, el individualismo y el relativismo imperan, es una revolución. Por eso no es fácil de enseñar, ni tampoco de aprender.

Pero, lamentablemente, eso no es todo. El error moderno no estriba únicamente en el reduccionismo de considerar el amor, bien una conducta exclusivamente individualista –y, por tanto, egoísta–, bien un acto disolutorio del yo –y, en consecuencia, desintegrador–, tal cual Stendhal o Platón entendían. No. Existe otro error moderno que se une a esos dos, y cuya raíz descansa en confundir los deseos y los efectos emocionales asociados al amor, con el amor mismo. Como recomendaba el Papa Pío XI, vayamos otra vez a santo Tomás, que nos dice:

«Se habla del amor como… gozo [o] deseo… no esencialmente, sino causalmente».

El Aquinate se refiere aquí a que el placer o la alegría que se siente por o con la otra persona, y el deseo que se tiene de estar con ella, no son en sí mismos el amor, sino efectos por él causados. De tal manera que, a pesar de que la ausencia de los mismos denotará una deficiencia a corregir, su mera presencia, aislada del bien verdadero que el amor ha de perseguir, no supone por sí sola la existencia de este.

Desgraciadamente, se trata de algo que hoy también es complicado de entender.

Porque, a pesar de la sorpresa o escándalo que pueda causar en muchas mentes modernas, el amor puede existir sin esas sensaciones o sentimientos agradables (sea en nosotros, sean en el amado), en la medida en que es posible querer el bien de otro aunque ese otro no genere una respuesta afectiva agradable, o también cuando el bien que le deseemos suponga –en él o en nosotros– bien una contrariedad, bien la privación de un placer. Porque, a veces, el amor crece en medio del dolor. En palabras de George Macdonald:

«El fruto del año debe caer para que el fruto del año pueda llegar,

y el invierno mismo es el camino del Rey hacia la primavera».

Es más, esa naturaleza volitiva del amor es la que demuestra su autenticidad y su pureza.

Y esto es lo que acontecerá si decidimos seguir el mandato incondicional de Cristo de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, e incluso amar al enemigo. Y podrá ocurrir también al seguirlo con nuestros hijos o con nuestros mayores, e incluso con nuestros cónyuges, y por ello es aplicable igualmente a las relaciones amorosas entre un hombre y una mujer. Por esta razón amar de verdad requiere voluntad, el prudente uso de la voluntad. Dice Pedro Salinas:

«Perdóname por ir así buscándote tan torpemente, dentro de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar de ti tu mejor tú».

Todo ello nos lleva a un segundo punto: el mero sentimiento o sensación placentera o agradable no implica siempre el actuar conforme a nuestra naturaleza y, por lo tanto, en pro de nuestro bien o el del amado. Consecuentemente, esos sentimientos agradables no pueden ser condición suficiente para el amor. Este punto es de fácil comprensión si nos alejamos del tema: ¿Cuántos alimentos nos causan placer pero hemos de rechazarlos, ya que son perjudiciales para la salud?

Pero en el amor todo se confunde, porque al intervenir en él poderosas pasiones (el placer, el deleite, la alegría), se genera con frecuencia un desorden a causa de la dificultad de controlar aquellas.

Y de esta manera, mucha gente hoy caracteriza el amor como un sentimiento subjetivo, lo que conduce muchas veces a pasar rápidamente del amor a primera vista al desamor al primer disgusto. La regla que parece haberse establecido es la siguiente: si el sentimiento mengua o desaparece, el amor se acaba.

De esta formidable fuerza atribuida al sentimiento proviene, también, la extendida falacia de que la pasión amorosa (sea del tipo que sea, romántica o sensual) justifica casi cualquier cosa, tal cual se tratase de un salvoconducto que purifica toda corrupción y que corrige todo error; y ello aunque se esté actuando contra el orden natural, y, por tanto, contra nuestro propio bien. De esta manera, la afirmación del filósofo David Hume de que la razón ha de ser esclava de las pasiones, toma forma en nosotros.

Y así, vemos como hoy el mero placer puede sustituir al bien objetivo como finalidad del amor (por ejemplo, en un comportamiento sexualmente inmoral). El filósofo Edward Feser nos recuerda que ya Platón y santo Tomás nos advirtieron de que el vicio sexual es, entre todos los vicios, el que tiene la mayor tendencia a destruir la racionalidad. Y sigue diciéndonos que, si ya el deseo sexual tiene el poder de nublar seriamente el intelecto incluso en las mejores circunstancias, cuando sus objetos son contra naturam, la idea misma de un orden objetivo y natural de las cosas se vuelve odiosa.

No obstante, como el deseo y el sentimiento de los amantes no es la causa de su amor, sino una de sus consecuencias concomitantes, su mero sentir no puede sostener a aquel por sí solo, o justificar el mal o el error, ni su ausencia puede ponerle fin tampoco. Porque, como intuyó Platón, solo «el amor ajustado a la razón es un amor sabio y arreglado a lo bello y a lo honesto».

Ocurre que el verdadero significado de este amor del que les hablo no nos lo da el mundo. Tampoco lo hace en su totalidad la filosofía natural. Únicamente nos lo da Cristo:

«El amor viene de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios».

(I Juan 4, 1).

Y por ello supone un total cambio de paradigma. Es tan diferente de todo lo que conocemos hoy, es tan manifiestamente escandaloso y loco que, ante las dificultades y obstáculos del mundo para amar verdaderamente, solo nos queda proclamar, como el señor don Quijote dice a su buen Sancho:

«Ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla».

En una «fiera y desigual batalla», sin duda. Sin embargo, a pesar de esta dificultad, no debemos perder la esperanza. Porque, precisamente, el carácter loco y rebelde de este amor, su forma de enfrentarse al desorden establecido, de cuestionarlo y desafiarlo sin titubeos, puede atraer a nuestros jóvenes.

Si bien, para ello deberán antes conocerlo.

Y quizá una de las maneras de hacerlo es sumergirles en las grandes historias donde esa idea del amor romántico se hace vida. Pero no de forma empalagosa y dulce o a base de rígidos sermones, sino de manera que capte y alimente su imaginación. El padre dominico Aidan Nichols, siguiendo esa línea, nos dice: «Las artes son o deberían ser una educación en el uso de la imaginación moral. (…) Por su esplendor, las artes pueden hacernos este servicio más eficazmente que el didactismo moral».

Y la literatura es una de esas artes. Hay libros que hablan del amor, de ese amor verdadero y olvidado, y a ellos deberíamos acercarnos, y con nosotros nuestros hijos.

Así que voy a tratar de encontrar alguno de esos libros. ¿Me acompañan?

14.05.22

La inmortalidad y los libros: Swift, Borges, Tolkien y R.A. Rafferty

                  «La inmortalidad». Obra de Henri Fantin-Latour (1836-1904).

  

  

«Y desde arriba me dio reposo inmortal, y llegué a ser como la tierra que florece y se regocija en sus frutos».

Odas de Salomón, 11,12

  

«El hecho de que nuestro corazón anhela algo que la tierra no puede proveer es la prueba de que el cielo debe ser nuestro hogar».

C. S. Lewis

 

      

Nacemos con el ansia de ser inmortales. Hay en ello una atracción que va más allá de la mera preferencia personal, o de la búsqueda del placer o la satisfacción de un deseo. Es algo orgánico, inmanente, que forma parte de nuestra naturaleza, pero, como también intuimos algunos, igualmente de nuestro telos. Por ello es una idea tan formidable y atractiva. Todos hemos pensado alguna vez en lo bueno que sería ser inmortal. Y aunque estamos destinados a serlo, el momento y el lugar no es ni aquí ni ahora, ni tampoco lo será en la manera en que podemos tratar de imaginarlo. Esta vida terrenal podrá ser calificada quizá como una sala de espera, o un campo de entrenamiento, o un salón de belleza, pero no es, desde luego, lugar para la inmortalidad. No, definitivamente no lo es.

Sin embargo, para fraseando a la poetisa norteamericana Emily Dickinson, ese deseo nos «mordisquea el alma». Nace con nosotros, nos sigue con pegajosa insistencia y, aun tiempo, semeja ser una ilusión, pues, como nos recuerda sordamente la muerte, todo parece acabar un día.

La consecuencia de ello es una angustia existencial. Muchas obras literarias reflejan esta congoja, y por lo tanto, nos hablan del a priori fracaso humano de aspirar a una vida sin fin. Siglo tras siglo, los hombres hemos llevado a cabo innumerables intentos creativos para evitarla, para evadirla, o al menos para posponerla. Pero su mayor obstáculo, la muerte, muestra, una y otra vez, una tozudez inquebrantable, «pues está establecido para los hombres que mueran una sola vez».

A veces, esta desazón aparece reflejada de forma evidente, como en la recopilación de cuentos orientales de Las mil y una noches, donde Scherezade cuenta literalmente historias, noche tras noche, con el único objeto de alargar su vida. Pero normalmente esta aflicción se ha expresado de manera más sutil, pues como reflejó el poeta inglés Keats de forma tan conmovedora en su Oda sobre una urna griega (1820), el arte, en este asunto, se reduce a un modo de expresión, pero no es ––ni puede ser–– la respuesta final al problema:

«La belleza es verdad y la verdad belleza»…

Nada más se sabe en esta tierra y nada más hace falta aquí».

Aun así, incluso asumiendo los límites de nuestras capacidades humanas, seguimos acudiendo al arte y buscamos en él, ya sea como artistas, ya sea como espectadores, la pequeña parte que añoramos merecer en las «intimidades de la inmortalidad» cantadas por el poeta. Y aunque no la encontremos allí ––pues no es ese su lugar––, el arte nos consuela y nos da esperanza, al tiempo que nos aclara algunas cosas.

Porque, ciertamente, el arte puede iluminarnos, aunque sea solamente un poco. Pero precisa de ayuda, una ayuda que se encuentra en cada uno de nosotros; que está en nuestra imaginación. La confluencia de uno y de otra nos ayudará a comprender por qué no solo no sería posible, sino tampoco bueno, ser inmortales aquí y ahora.

Jonathan Swift, Jorge Luis Borges, J. R. R. Tolkien y R. A. Rafferty hacen esa labor cautelar de formas diferentes, aunque igualmente eficaces y amenas. El británico aborda el tema en su famosa obra Los Viajes de Gulliver (1726), cuando nos cuenta la estancia del protagonista en las tierras de los struldbruggs, los hombres inmortales; el escritor argentino lo hace con su cuento titulado, inequívocamente, El inmortal (1947); el profesor inglés lo trata en su opus magnum, El señor de los anillos (1954-55); y el norteamericano R. A. Lafferty, en su relato corto, de extraño nombre, Novecientas abuelas (1970).

En un episodio muy curioso de la tercera parte de Los viajes de Gulliver (la cuestión sería determinar si es que hay alguno que no lo sea en ese libro), durante su estancia en el país de Luggnagg, el protagonista se maravilla de que algunos de sus habitantes hayan nacido en un estado de inmortalidad. Tal descubrimiento le lleva a preguntarse qué haría él mismo si fuera inmortal, lo que provoca la risa de los luggnaggianos, quienes finalmente le explican que un struldbrugg (su palabra para referirse a tales seres) tiene vida perpetua, pero no juventud eterna. Gulliver se hace cargo de la maldición que realmente supone esa inmortalidad cuando conoce personalmente a los struldbruggs, de los que le repugna su deformidad y senilidad, y «cuyo agudo apetito por la perpetuidad de la vida se ha reducido mucho». Además, descubre que los inmortales son «despreciados y odiados por toda clase de personas». Sea cual sea la razón última que Swift tenía en mente al crear en esta concreta sátira (sobre la que persiste una intensa discusión), lo cierto es que la imagen que muestra de la inmortalidad es claramente negativa.

Por su parte, Jorge Luis Borges, trata del asunto en su narración, El inmortal. Es sabido que en el escritor argentino el concepto de infinito es un tema recurrente, que se muestra en su obra, una y otra vez, como sujeto a un eterno retorno, semejando una suerte de obsesión. Los relatos titulados El libro de la Arena, El Aleph, y La biblioteca de Babel, son solo unos pocos ejemplos. Pero esta inquietud alcanza un punto álgido con el relato que nos ocupa. En él, el escritor porteño anuda el problema de la inmortalidad con otro de sus temas obsesivos igualmente conectado con el del tiempo: la memoria. El inicio del cuento contiene una referencia a una sentencia de Francis Bacon, que a su vez se refiere a otra de Platón en la que el filósofo clásico afirma que todo conocimiento es memoria. El relato recoge el guante a través de la presencia reiterativa de una palabra clave: recuerdo. Basándose en él, Borges muestra el tranquilo horror que la inmortalidad ofrece a sus partícipes. Las siguientes palabras expresan bien la pesadilla:

«Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales».

Y es que, en un lapso de tiempo infinito, a un hombre le sucederían todas las cosas, lo que difumina la identidad, la individualidad, y el concepto de humanidad mismo, y reduce todo al absurdo y al misterio: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres».

Tolkien, en su grandiosa obra, El señor de los anillos, como no, trata también el tema. En una de sus cartas lo reconoce explícitamente:

«(…) trata de la muerte y el deseo de inmortalidad. ¡Lo que apenas es más que decir que se trata de un cuento escrito por un hombre!».

Y como casi siempre, el autor británico nos habla de forma indirecta, y en cierto modo, como a través de un espejo. Nos muestra la mortalidad como un gran regalo, y a su aceptación por el hombre como la gran prueba de fuego de su virtud. Sus grandes personajes, Aragorn y Frodo, se resignan a su tiempo limitado en la tierra y parten, con esperanza, a la hora señalada, pues para Tolkien:

«Un divino castigo es también un divino don si se lo acepta, pues su objetivo es la bendición final, y la suprema inventiva del Creador hará que los castigos produzcan un bien no alcanzable de otro modo: un hombre mortal tiene probablemente (diría un Elfo) un destino más alto, si bien no revelado, que un ser longevo».

Más, frente a ello, los malvados se resisten, buscando formas siempre nuevas de prolongar su control sobre la vida y, por tanto, ansiando obtener la inmortalidad. Recordemos que la forja de uno de los Anillos de Poder tiene como objetivo lograr para los hombres una vida sin fin. Pero se trata de una longevidad eterna, corruptora y falsa, cuya insana búsqueda es el motivo, tanto de la caída de Númenor, como de la depravación de Gondor. Y así nos lo recuerda Tolkien:

«Intentar por algún recurso o “magia” recuperar la longevidad es, pues, la suprema locura y maldad de los mortales. La longevidad o la falsa «inmortalidad» (la verdadera inmortalidad está más allá de Eä) es el principal anzuelo de Sauron: convierte a los pequeños en un Gollum, y a los grandes en un Espectro de los Anillos».

Por último, el escritor católico de ciencia ficción, R. A. Lafferty, aborda el asunto en su cuento de título cuantitativamente entrañable, Novecientas abuelas. En él nos habla del descubrimiento por parte de un grupo de expedicionarios galácticos, de un tipo de seres, los cordiales proavitois, habitantes del gran asteroide Proavitus, cuya más destacada cualidad es, al menos para los hombres que dan con ellos, su inmortalidad. El autor inicia el relato haciéndonos ver la reacción de los exploradores ante tal hallazgo. La mayoría de los expedicionarios, encabezados con el líder de la misión, piensan en el poder que les atribuiría poseer el secreto de esa inmortalidad, pero uno de ellos, Celan, parece tener una preocupación muy distinta:

«–¡Pero si los primeros viven todavía, entonces es posible que sepan cuál fue su origen! ¡Sabrán cómo empezó todo!».

Hete aquí dos aspectos del mismo afán. Uno, evidente, el poder en el que piensan la mayoría de los expedicionarios, y el otro, más borroso, el del conocimiento que esgrime el protagonista. Un afán común que no es otra cosa que el deseo de ser como dioses. Lo curioso es que ninguno de ellos, ni tan siquiera Celan, se interroga al respecto de lo que supondría para el hombre la inmortalidad. Sin embargo, el autor, probablemente inspirado –al igual que Swift–, en el relato clásico de la sibila de Cumas contado por Ovidio, nos lo muestra con la descripción del mundo somnoliento y capitidisminuido de los inmortales proavitois, reducidos sin cesar a tamaños más diminutos y a una actividad vital que va menguando con el paso del tiempo, sumida en el sueño y, por tanto, cada vez menos humana.

Quizá por todo ello lo mejor será olvidarnos del asunto en esta vida, pues, como nos recuerda Emily Dickinson, siendo como es un secreto –y uno de los más grandes–, no nos corresponde a nosotros desvelarlo:

«Que todo charlatán

De sus labios sellados tome ejemplo,

El único secreto que guardamos

Es la Inmortalidad».