InfoCatólica / De libros, padres e hijos / Archivos para: Enero 2023

31.01.23

Vidas de santos

            «San Francisco bendice Asís». Ilustración de José Segrelles (1885-1969).
                                    





«La Gracia ha vencido a la naturaleza; esa es toda la historia de los santos».

San John Henry Newman

  

«Para hacer santo a un hombre basta la Gracia. Quien duda de esto no sabe qué hace a un santo ni a un hombre».

Blaise Pascal

 

 

Hay una famosa frase del Maestro Eckhart que dice que «las personas no deben pensar tanto lo que han de hacer como lo que deben ser». Pero en nuestros días de postmodernidad esto no es siquiera contemplado. No solo la consideración a lo que debe ser el hombre es inexistente, si no que tampoco se presta atención a lo que debe hacerse. El hombre de hoy en día se centra únicamente en el parecer. Este y no otro es el objetivo al que se dedican afanes y esfuerzos: su apariencia externa y superficial, con olvido clamoroso de lo que debe hacer para poder alcanzar aquello a lo que está llamado. De esto último, y de los libros dónde podrán encontrarlo nuestros hijos, irá esta entrada.

Porque, mientras el mundo les dice a nuestros hijos que, sin reparar en aspectos morales, miren a los ricos y famosos para su inspiración, Cristo los llama a seguir a los mansos y humildes de corazón, es decir, a los que son santos.

Desde siempre, los cristianos han transmitido a las futuras generaciones las vidas de sus santos, unas vidas que significaban más que devoción, suponiendo también la representación del ideal de cómo debería ser un hombre, y con el triple fin de enseñar, entretener y conmover. Por ejemplo, allá por el siglo XVII, se decía que estas vidas de santos habrían de tratar de sus virtudes «con el estilo de elocuencia, que divierta el entendimiento, y con una sincera narración, que pueda mover, cuando no a su imitación (porque esto depende del divino auxilio), a lo menos a dar gracias al Señor». Es, pues, a ellas a donde deberíamos volver. Como el cardenal Newman decía, estos hombres son puestos para nosotros –y para nuestros hijos– «como el profeta en su atalaya, y encienden sus faros en las cumbres».

Pero, aun cuando es verdad que todos los santos han hecho milagros y que algunos de ellos gozaron de dones extraordinarios, los relatos de sus vidas que presentemos ante nuestros hijos no deberían centrarse únicamente en este aspecto maravilloso. Porque, a pesar de que a los ojos de los niños y los jóvenes se tratará de lo más atractivo, no es, sin embargo, a lo que deberán prestar mayor atención. Como bien saben, lo que habremos de enseñarles a mirar con preferencia es a cómo, por la gracia de Dios, en esas personas se hace vida la Fe, la Esperanza y, sobre todo, la Caridad.

Sin embargo, dado que hoy la imaginación de nuestros hijos se está formando entre personajes adornados con facultades también extraordinarias, como es el caso de los denominados superhéroes, tratar de evitar que se fijen en ese aspecto tan llamativo será frecuentemente un esfuerzo vano. Siendo esto así, al menos habremos de hacer ciertos distingos entre santos y superhéroes, ya que la aparente similitud de esas facultades extraordinarias, podría llevar a los niños a una cierta confusión. Por ello, al tiempo que se ponen en sus manos estas lecturas, sería bueno hacerles ver aquello que diferencia a unos de otros.

Y así, dejando a un lado que los santos son personas de carne y hueso, como cualquiera de nosotros, y los superhéroes, meras figuras de ficción, lo cual es obvio, convendría llamar la atención de nuestros hijos sobre, al menos, otras dos circunstancias. La primera se refiere al valor infinitamente superior de los santos sobre los superhéroes, como modelos vitales que son de la imitación a Cristo. Se trata de personas como las demás, sí, pero que, por la gracia de Dios, combatieron la debilidad humana luchando contra el pecado, buscaron amarle sobre todas las cosas, y ahora viven triunfantes en el cielo. Y la segunda, que los dones extraordinarios de que gozan los santos no son más que regalos, y, debido a ello, que su causa, razón y mérito radica única y exclusivamente en Dios.

Además, dado que todos los cristianos estamos llamados a la santidad, los chicos deben ver que esta suele descansar –y de hecho descansa en la mayoría de los casos– en la operatividad de esa gracia divina sobre naturalezas adornadas de virtudes cotidianas y humildes. Virtudes que, al revés de lo que ocurre con los superhéroes, generalmente no se encuentran en los santos acompañadas de facultades espectaculares, lo que no afecta a su valor ni aminora la dificultad de su conquista, porque toda santidad va acompañada de un combate heroico, como atestiguan sus vidas. Pero todo ello sin perder de vista el aspecto sobrenatural, del que la acción de la Gracia es su esencia. Y es que es Dios mismo el que nos muestra, de manera viva, su presencia y su rostro en la vida de aquellos hombres (los santos) que se transforman más perfectamente en Su imagen.

En cuanto a la forma de estas historias, es importante que tengan amenidad, que en el caso de los más pequeños no sean muy extensas, y que siempre hablen al entendimiento y al corazón, sin caer en lo pusilánime ni en lo almibarado, para mover las voluntades de los chicos a un mejor obrar en las virtudes cristianas. No se trata solo de que nuestros hijos conozcan la ejemplaridad de unas vidas santas, sino también de que esos ejemplos les inspiren y les alienten. Y cuando sea posible, que tales historias vengan acompañadas de ilustraciones de calidad.

Para la iniciación en este tipo de lecturas (niños de hasta 10 años) les recomiendo los libritos editados por el Apostolado Mariano, dada su fácil lectura y sencillez, y su adaptación a edades tempranas, además de que dan mucho más de lo que, por su económico precio, pudiera uno esperar. Así mismo, el escritor y editor Juan Pablo Navarro, ha hecho un gran trabajo en la colección de vidas de santos de su editorial, Maratania, donde podemos encontrar al padre Pío o a Ignacio de Loyola. Por otro lado, está el magnífico libro de monseñor Robert H. Benson, titulado Un alfabeto de los santos (1905), en el que, junto a unos pulcros grabados, se relata en verso la biografía de veintiséis santos (uno por cada letra, excepto, obviamente la ñ). Es una pena que no se encuentre traducido al español, porque sería una excelente recomendación (a ver si alguien se anima).

Para los adolescentes y los jóvenes tenemos empresas mayores.

Santa Catalina, hija de un tintorero de Siena, fue la mujer más influyente de su época, algo que sería imposible hoy, en nuestros tiempos de irritante feminismo, igualdad y diversidad, amén de cuotas y, consecuentemente, de incompetencia e inanidad. Una mujer humilde y sabia, doctora de la Iglesia, que supo dar buenos consejos a los poderosos de aquel tiempo, llegando a desempeñar un papel crucial en la política de la época, reprendiendo, aconsejando y guiando incluso al Papa.

Hay dos buenos libros que relatan la vida de la santa, diferentes, y, por tanto, compatibles. El primero, Santa Catalina de Siena (1951), de la escritora noruega Sigrid Undset, premio nobel de literatura y, sin embargo, católica conversa, quien siempre destacó la relevancia que las vidas de los santos tuvieron en su ingreso en la Iglesia católica (el cual, casualmente, se produjo el día de Todos los Santos de 1924). Undset resaltó la importancia de la comunión de los santos en la vida de los católicos: «Ninguna solidaridad humana es tan absoluta como la que hay entre las células vivas del cuerpo místico de Cristo», una cuestión esta quizá olvidada en una sociedad como la nuestra, obsesionada superficialmente con una solidaridad vacía e intrascendente.

El profesor Anthony Esolen nos cuenta sobre este libro lo siguiente:

«La biografía de Undset, “Santa Catalina de Siena”, es un libro fascinante, y no solo por su meticuloso relato de la vida de Santa Catalina, basado en las notables memorias del beato Raimundo de Capua, el confesor y amigo cercano de Catalina durante mucho tiempo, y en los cientos de cartas que Catalina dictó a papas, cardenales, obispos y sacerdotes. Lo que realmente la diferencia de cualquier hagiografía que yo conozca es la continua comparación de Undset, generalmente implícita pero a veces audaz y clara, de la Edad Media con nuestros propios tiempos».

La segunda obra se titula, Al asalto del Cielo (1961), del prolífico Louis de Wohl (editada por Palabra), un autor de referencia a tener siempre en cuenta en estos temas, con numerosos títulos en su haber. De este libro Alice von Hildebrand escribió lo siguiente:

«Combina ingeniosamente una sólida erudición histórica con animados diálogos, y arroja luz sobre la grandeza y sublimidad de la misión de la mujer en la Iglesia. El hecho de que una mujer inculta consiguiera influir sobre Papas y acontecimientos políticos identificando su voluntad con la voluntad de Dios, manifiesta elocuentemente que la verdadera fuerza, es decir, la fuerza sobrenatural, proviene de la aceptación gozosa de la propia “nada". La humildad, la caridad, la oración y el sacrificio, no la erudición, enseñaron a Catalina la verdadera teología, y la convirtieron en Doctora de la Iglesia. Este libro puede enseñar mucho a los estudiosos modernos y a las mujeres».

Otro religioso que tuvo influencia en todos los poderosos de su época fue san Bernardo. Su historia, junto con la de su extraordinaria familia, es contada de forma amena en un libro, La familia que alcanzó a Cristo (1942), del trapense M. Raymond, del que ya he hablado aquí.

Chesterton escribió dos hagiografías muy personales, muy suyas, y por lo tanto, claramente atípicas. En ellas el escritor británico nos habla sobre dos santos, los dos italianos, los dos medievales, pero, en apariencia, muy alejados el uno del otro: san Francisco de Asís y santo Tomás de Aquino. Unos santos que, al menos en la superficie, son también muy distantes de Chesterton mismo. Pero solo en la superficie. En el primero de esos libros, si ponemos un poco de atención, veremos cómo en el de Asís y en el británico está presente una humildad compartida, la cual permitía a ambos contemplar las cosas más simples de la Creación con los ojos perplejos y agradecidos del asombro. Y, en el segundo, Chesterton y el de Aquino comparten una forma de enfrentarse al mundo de la mano de la razón, del intelecto; una forma que, en parte, y sorprendentemente, también unía a Tomás y a Francisco. Porque, en su Summa, el Aquinate habla de cuatro fases sucesivas en el proceso de percepción de la realidad: humildad, asombro, contemplación, y dilatación de la mente y el corazón. La humildad abriría los ojos para maravillarse, lo que conduciría a la contemplación, cuyo fruto sería la dilatación de la mente y el corazón para percibir la presencia de Dios en Su Creación y Sus Criaturas. Quizá sea este el hilo conductor que llevó a Chesterton a escribir sobre ambos santos. Se trata de dos obras que no pueden dejarse olvidadas, a fin de que con ellas nuestros jóvenes aprendan que la humildad, y el asombro al que esta lleva, conducen al corazón y a la mente a la verdadera realidad.

Por último, querría hablarles del libro titulado Fisionomías de Santos (1875), del escritor católico francés, Ernest Hello.

Quizá muchos de ustedes no conozcan a Hello, pero algunos han considerado que él, y no Stendhal, fue el verdadero psicólogo del siglo XIX, y que manejaba el epigrama y la antítesis con tanta habilidad como Víctor Hugo. Hello, compartía con su compatriota León Bloy (quien, por cierto, le debe a Hello, muy probablemente, su conversión), la convicción de que el Señor les había enviado a predicar la verdad, y que Su maldición caería sobre ellos si no lo hacían así. Todo lo cual daba a cada línea escrita por él, profundidad y pasión.

Nuestro autor, a diferencia de muchos hoy, comienza este libro sobre santos con unas palabras de humildad y sometimiento a quien es su Maestra: «Que no pretendemos dar a ninguno de los hechos o palabras contenidos en esta obra más autoridad que la de la Iglesia Católica, de la que nos enorgullecemos en ser parte y de estar a ella humildemente sometidos».

Se trata de un libro que ilustra convenientemente el hecho extraordinario de la santidad, así como también la gran diversidad que existe entre los santos, mostrando con bastante habilidad cómo la variedad de sus dones les fue concedida por mor de la unidad de su fe. Como escribe Hello, los santos contienen la unidad en la variedad, tal es el significado mismo de la palabra Universo, una idea que nada tiene que ver con el error moderno de concebir la unidad como uniformidad e igualitarismo.

Estos retratos de santos, grandes y pequeños, famosos y olvidados, a pesar de no ser la obra más significativa de Hello, atestiguan la maestría de una pluma, lamentablemente, hoy olvidada, pero magníficamente traducida al castellano por el poeta Joan Maragall. La obra ha sido reeditada recientemente por la Biblioteca Autores Cristianos.

Entradas relacionadas:

LIBROS SOBRE NUESTRA MADRE EN EL CIELO
UNA CULTURA FAMILIAR CRISTIANA
EL SOBRENATURALISMO PERDIDO Y LOS BUENOS Y GRANDES LIBROS
EL MEJOR DE LOS LIBROS PARA LEER Y ESCUCHAR

10.01.23

Pinocho. ¿Un cuento católico?

                            Gepeto y Pinocho. Obra de Greg Hildebrandt (1939-).

   

    

   

«Si no os hacéis como niños no entrareis en el Reino de los Cielos».

Mateo, 18, 3.

 

  
«Pinocho es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».

Cardenal Giacomo Biffi

    

  

      

Pinocho es un personaje universal que, al modo de Don Quijote –y salvadas las distancias–, trasciende a su autor y a su obra. Pero, como en el caso de la obra maestra de Cervantes, y por razones de honestidad intelectual, esto no permite desviarse de quién es de verdad Pinocho y para qué fue creado. Ello no obstante, la obra y el personaje han dado lugar a numerosísimas lecturas y relecturas, e incluso, y más últimamente, a deconstrucciones y supuestas reconstrucciones del todo destructoras. Como ejemplos de estas últimas interpretaciones tenemos la nefasta e irreconocible versión cinematográfica, que recientemente perpetró Guillermo del Toro, plagada de sincretismo y sentimientos anticatólicos.

Pero, no hay que llegar tan lejos en las desviaciones. Algunas de ellas pueden ser en parte acertadas y responder a una cierta verdad, pero están heridas de parcialidad, pues olvidan elementos esenciales de la historia. Por ejemplo, hay quién destaca, como único o principal elemento del relato, que la obra no es sino el relato del crecimiento social de todo niño, desde su innato egoísmo a su naciente solidaridad. No niego que Pinocho podría ser visto de esta forma. Pero también es cierto que la obra es mucho más. Que va más allá de esta visión inmanente.

En cierto modo, se trata de un libro total, en cuanto a que abarca múltiples tipos de literaturas. La académica Ana Galarron nos dice al respecto: «todas las tradiciones están recogidas en esta historia: la de los cuentos de hadas ("Érase una vez…"), la de las fábulas (con los animales que hablan y dan consejos, que aquí no sobreviven, pues no pueden aplicar sus enseñanzas en la vida real), la de los cuentos fantásticos y la del teatro de marionetas». Cierto, y quizá esto es lo que da al libro gran parte de su atractivo. Como escribió el cardenal Biffi, lo que le sedujo de niño fue «la vivacidad de la trama, la exuberancia de la fantasía, la simplicidad elegante de la narración», que nacen del talento del autor. Un encanto que gustaría al poeta Horacio, por hacer honor a su consejo de enseñar y deleitar juntamente; una combinación esta que en esta obra consigue eficazmente Collodi, al aunar el descaro picaresco del muñeco de madera –lo que mantiene una fuerte conexión con los niños–, con la enseñanza de algo que quizá, como veremos después, es más que una simple moraleja.

Sin perjuicio de todo ello, podría decirse que hay dos grandes enfoques sobre el libro, que son aparentemente antagónicos, al menos, en cuanto a las intenciones. Se sostienen así, enfrentados, por un lado, la visión cristiana de la novela como un cuento de redención, y por otro, la afirmación de que Collodi, dadas sus simpatías políticas con la masonería y el movimiento unificador italiano del Risorgimento, hizo de su obra un canto masónico y liberal.

Pues bien, a mi parecer, o bien se trata de una historia de origen y concepción cristiana, como sostienen el cardenal Biffi y otros, o bien, si fuera cierta la intención ideológica que se atribuye a Collodi, sin duda este habría fallado el tiro. Y lo habría hecho ya que, independientemente de esa hipotética intención inicial, el carácter y la enseñanza católica perviven muy claramente en el interior de la historia, como después veremos. Como dicen los italianos, esa enseñanza se non è vera, è ben trovata, y si quieren mi opinión, creo que claramente è vera.

Porque, si nos detenemos un momento a cavilar sobre el significado de la obra, percibiremos bastante claramente que se trata del relato de una conversión: La transformación de un corazón de madera en un corazón humano que ha aprendido a amar. Como escribió lúcidamente el cardenal Biffi, «más que sugerir las reglas de comportamiento, el libro desvelaba la verdadera naturaleza del universo; no me decía por sí mismo y en modo directo qué debía hacer, sino que narraba sin incertidumbres la historia del mundo y del hombre; no pretendía aconsejarme; más bien se ofrecía empáticamente a ayudarme a comprender. Pinocho trata sobre la ortodoxia católica». Biffi creció como muchos otros niños italianos con la historia de Pinocho, y una vez adulto profundizó en ella. Y lo que descubrió fue que no contenía un mensaje ambiguo, ni tan siquiera moralista, sino que se trataba de un libro con un fuerte carácter católico. Todas estas impresiones las plasmó en una obra titulada, Contra Maese Cereza (Comentario teológico a las aventuras de Pinocho), de lectura muy recomendable, y que, por cierto, se encuentra editada en castellano por Didaskalos.

Y no es raro que esto sea así. El profesor Vigen Guroian nos lo explica:

«Collodi fue educado teológicamente, (…). Asistió a un seminario agustino en su juventud, y en Pinocho vertió motivos y temas de la Biblia, especialmente del Génesis y del Libro de Jonás, así como también de los Evangelios, como las parábolas, la historia del hijo pródigo, y los relatos de las apariciones de Jesús posteriores a su resurrección en el camino de Emaús y Galilea (…). Es más, Pinocho recapitula la historia de la pasión. Él efectivamente muere, y luego es llevado de nuevo a la vida. (…). Y también encontramos la esperanza de la salvación, y los sacramentos, el bautismo y la Eucaristía».

El filósofo Peter Kreeft, también es de esta opinión:

«Por naturaleza somos creados a imagen de Dios, o semejanza, así como una estatua se esculpe a la imagen del escultor, pero no tenemos la vida de Dios más que una estatua tiene la vida de su escultor. Lo que Cristo llamó “nacer de nuevo” (Juan 3,3) es como si una estatua adquiriera vida, para compartir no sólo la imagen y semejanza de su escultor, sino su vida misma. Como Pinocho, transformado de un muñeco de madera en un niño real, milagrosamente compartiendo la vida de un niño: pensando, actuando, hablando, jugando. En los términos de San Pablo, nuestro destino no será meramente “carne” (naturaleza humana) sino “espíritu”, que vive de la vida del Espíritu Santo. De acuerdo con la fórmula de San Agustín, el Espíritu Santo se convierte en la vida de nuestra alma, así como el alma es la vida de nuestro cuerpo».

Y es que, como resalta Biffi, al leer el libro no resulta difícil darse cuenta de ciertos paralelismos, imágenes y analogías que apuntan, todos ellos, en una cierta dirección. Y es de resaltar que tal percepción no se encuentra únicamente reservada para una mente cristiana.

Para empezar, Pinocho, no obstante nacer de un tronco de madera, está llamado a compartir la naturaleza de su padre Gepeto –que, sorprendentemente, lo llama desde un inicio hijo–, cosa que el protagonista logra al final de la historia cuando se convierte en un niño real. Para dicha transformación, Pinocho se va preparando a lo largo del relato, siempre con la ayuda imprescindible del Hada de cabellos azules, y azuzado sin cesar por un impulso interior que no le abandona. Un proceso transformador que lo vuelve más parecido a su creador, aproximándolo a él a través de algo sobrenatural (que podría asimilarse a la gracia) y del sufrimiento y la expiación. Se trata del regreso a la casa del padre del hijo pródigo. Y esta idea de la redención y de salvación, llega, sobrenaturalmente, desde lo alto, a través del personaje del Hada.

También encontramos en la historia a las fuerzas del mal en las figuras del Gato y el Zorro. Pero sobre todo, esta representación de la maldad está personificada en el hombrecito que les conduce al País de los juguetes, melifluo corruptor, como Satán, que de forma inquietante siempre permanece atento a hacer el mal:

«Todos duermen de noche, más yo no duermo nunca».

La obra se ocupa también del perturbador tema del mal interior. Pinocho siempre acaba eligiendo mal (abandona la escuela por el guiñol, la casa por el campo de los milagros con el gato y el zorro, y al Hada por el país de los juguetes), representando de esta manera a un ser herido por un pecado original que le impulsa a obrar erróneamente («no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero», Romanos, 7; 19).

Y, finalmente, encontramos en la historia el problema del libre albedrío; Pinocho permanece casi todo el relato como lo que aparenta ser: un juguete sujeto a hilos invisibles que determinan sus decisiones y hacen ilusoria su libertad, representados por sus apetitos y pasiones y por las tentaciones del mundo y de seres maléficos que le rondan para llevarlo a la perdición. Únicamente la consciencia de tener un padre le devuelve la libertad para llegar a ser quien estaba destinado a ser: hijo de su creador.

Como ven, todo un panorama de ideas católicas del que es difícil librarse. No obstante, se intenta, claro. Y así nos encontramos con esa reciente película, ya comentada. También contribuye a ello la difusión de esas lecturas ideológicas de las que les he hablado; e igualmente incide en esa labor de destrucción un nuevo enfoque del libro como una obra únicamente para adultos y que, según el New York Times of Books, «dramatiza un pesimismo irreverente y escéptico». Lo que hay que oír (o leer).

Pero, no hagan caso. Fíense ustedes de sus recuerdos infantiles. Pinocho es, como saben, un encuentro entre lo maravilloso y lo cotidiano que nuestros hijos no se deben perder. Porque, volviendo a monseñor Biffi, se trata de «un magnífico catecismo, apto tanto para niños como para adultos. Es la verdad católica que irrumpe disfrazada de cuento de hadas».

De 12 años en adelante.

4.01.23

Autoayuda en forma de libros (que no libros de autoayuda)

                      «El libro ilustrado». Obra de Eugenio Zampighi (1859-1944).

   

  

    

«En todo lo que se puede llamar arte hay una cualidad de redención».

 

Raymond Chandler

  

   

    

Hace unos días leía unos comentarios muy perspicaces sobre qué tipo de cosa es esto que estamos viviendo todos hoy. Creo que algunos se habían apercibido, hace ya algún tiempo, de que aquello a lo que parecemos asistir es, ni más ni menos, que a la debacle y derrumbe de lo que venía siendo llamado civilización occidental.

Porque lo cierto es que hace ya cierto tiempo que asistimos, asombrados, temerosos e inquietos unos pocos, y entusiasmados, embelesados y fascinados todos los demás, al ataque frontal que un desesperanzador nihilismo ha desatado contra esta, nuestra civilización. Esta última palabra, nihilismo, parece ya antigua y nos hace pensar en anarquistas decimonónicos tirando pequeñas bombas esféricas a monarcas desubicados. De hecho, la palabra nihilismo fue acuñada por Iván Turguénev en 1862, en su famosa novela Padres e hijos. Pero su significado, como «cualquier ideología o acción tendente a una destructividad indiscriminada», está muy de actualidad y excede de unos anarquistas trasnochados. No otra cosa es el ataque frontal de la modernidad contra la fe y la moral cristiana en estos últimos tiempos, a las que se trata de exterminar. Y este ataque llega de todas partes, no solo del poder político y de los medios de comunicación. También muchas universidades y gran parte de los académicos se han rendido a esa locura en la que la negación se convierte en un fin en sí misma.

Y el objetivo de ese furibundo ataque es esta nuestra cultura, la de nuestros padres y ancestros, una cultura que, por cierto, antaño solía denominarse cristiana. Y, por supuesto, el adjetivo cristiano que la acompaña no es casual. Porque es precisamente la parte cristiana de esa cultura aquello que quiere destruirse. Ocurre que esa obsesión anticristiana impide ver que, precisamente, los cimientos de nuestra civilización están ahí, en ese cristianismo que pretende hacerse desparecer. Lo cual convierte el proceso en un cúmulo de impulsos suicidas.

Y, precisamente, sobre cuáles son las características definitorias de estos impulsos contraculturales suicidas iban esos comentarios de los que les hablo. Y en medio de ellos, dos adjetivos destacaban sobre los demás: Fisiofobia, misofisia y, lo que Platón llamó, misología. Esto es, al parecer, lo que constituye el meollo de este movimiento, que es ya más que eso, que es quizá ya el espíritu de los tiempos.

La fisiofobia hace referencia etimológicamente, al miedo patológico, al pavor enfermizo a la naturaleza, es decir, a aquello que es, a lo que existe, a la realidad manifestada especialmente en la esencia o naturaleza de las cosas, encontrando como objetivo principal de esos temores y rechazos, sobre todo y especialmente, la naturaleza del hombre. A su vez, misofisia significa literalmente odio a la naturaleza, un odio muy vivo hoy en día, precisamente en los mismos sectores donde la fisiofobia es más endémica, que son cada vez más. El espíritu de estos tiempos es pues fisiofobo y misofico, es decir, hostil a los límites que establece en las cosas la naturaleza de las mismas. De ahí esa obsesión por borrar de una vez para siempre la naturaleza del hombre que se encuentra detrás del trasnhumanismo, la ideología de género y demás doctrinas perniciosas.

Por su parte, misología es un término filosófico introducido en su día por Platón a raíz de su enfrentamiento con los sofistas, con el cual el filósofo griego describía el desprecio hacia los razonamientos.

No me digan que no son acertados los adjetivos.

Además, se trata de dos posiciones que curiosamente se retroalimentan, pero que, al mismo tiempo y por la misma razón, se fagocitan y autodestruyen. Aunque, quizá el objetivo final que se persigue no sea otro que la destrucción. ¿No?

Así, la fisiofobia y la misofisia dificultan y rechazan el pensamiento racional, impidiendo cualquier incursión razonable sobre la realidad. Y, a su vez, la misología entorpece la percepción de la naturaleza y la realidad en general, ya que, dejando de lado a la razón, no podemos construir una concepción intelectual sobre el mundo, ni tampoco expresarla o comunicarla.

Y, aunque pueda sorprender a alguno, en medio de esta guerra (muy desigual para el cristiano, hay que decirlo), la literatura y en concreto, aquella que atañe a los niños y los jóvenes, adquiere una gran relevancia, tanto para unos (los agresores) como para los otros (los defensores). Pues a nadie se le escapa que estos niños y jóvenes de hoy serán los hombres del mañana, aquellos que más directamente tendrán que lidiar con esta decadencia. Y así, la formación y educación que reciban afectará decisivamente a sus vidas y al mundo en que vivan. Por esta razón, lo que sea su educación será uno de los campos de batalla de esta guerra, como de hecho lo es ya.

Por este motivo, algunos, como yo, creemos que la lectura de las buenas historias, relatos y poemas ayudará, aunque solo sea un poco, a tratar de defender y reconquistar esa, maltrecha y olvidada cultura cristiana.

La lectura de los buenos y grandes libros podría operar así como antídoto contra esas dos características disolventes de la modernidad a que acabo de referirme: la fisofobia, la misofisia y la misología.

¿Puede haber algo más conveniente para constatar la existencia de una constante e inmutable naturaleza humana, que ver en esas obras poéticas retratada, una y otra vez, con deleite goce unas veces o espeluznante inquietud otras, las virtudes y los vicios, los amores y los desamores, las esperanzas y los desesperos de tantos y tantos personajes?

¿Y qué puede haber más adecuado para desarrollar y ejercitar esa facultad tan especialmente nuestra como es la razón, que vernos, forzados inevitablemente unas veces, invitados graciosamente otras, a comprender lo leído o a reflexionar sobre ello, a fin de encajarlo en ese marco racional común en el que nos movemos?

O, ¿qué mejor estímulo puede haber para poner en marcha nuestra razón que vernos impulsados a contar a los demás, sean las excelencias, sean las deficiencias, de lo encontrado en los libros, llevándonos a reconstruir así, por medio de síntesis y crítica, lo que nos ha sido comunicado, para comunicarlo a su vez a otros, en una cadena de relaciones regidas por un discurso racional?

¿Qué es la literatura, y en especial la poesía, si no un fruto delicioso del espíritu humano, que trata de imitar, sea consciente o inconscientemente, aquello de lo que es imagen?

Escuchen lo que tiene que decir al cardenal Newman en su obra, Una idea de la Universidad (1852):

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia, y la sabiduría perpetuada, (…), si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Así que ya lo saben, en estos días de obsequios y presentes, y más teniendo muy cerca el día de Reyes, regalen, regalen libros, que son muy, pero que muy necesarios… Pero, no se limiten a regalarlos únicamente a los niños.