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9.10.20

La línea de sombra de Conrad

          «Sin viento». Obra de John Conrad Berkey (1932-2008).

 

 
 
«Uno avanza y el tiempo avanza también. Hasta que uno descubre ante sí una línea de sombra que le advierte de que la región de la primera juventud también debe ser dejada atrás». 
 
Joseph Conrad. La línea de sombra
 
  
«Tan ocioso como un barco pintado, 
sobre un océano pintado».
 
Samuel Taylor Coleridge. Rima de un anciano marinero
 
 
 
En estos tiempos relativistas que vivimos, la influencia de la cultura en la comprensión del arte todavía es una verdad compartida, aceptada con poca discusión por la mayoría de nosotros. Los códigos implícitos, los simbolismos, las alusiones, las correspondencias, las relaciones intertextuales, todo un entramado de comunicación tácita se nos revela decisivo para entender aquello que el artista hace y que resulta fundamental para poder disfrutarlo y amarlo. Pero todo eso, en lo que los críticos se detienen con frecuencia y que valoran de forma, a veces, exagerada, se pierde hoy, y con ello se esfuma el mensaje mismo de aquello que el artista trata de decir. Las nuevas generaciones crecen en una tierra baldía, huérfana de significados, amputada de símbolos, desacralizada y descristianizada, y junto con ello, aislada del mundo clásico. Estos nuevos bárbaros ignoran los códigos secretos que por todas partes les rodean, emboscados en los monumentos, las estatuas, los cuadros, la música y, cómo no, los libros. Y así pasan la vida, anodinamente, en una especie de existencia vegetativa, flotando en un vacío espiritual, en lugar de mantenerse atentos y expectantes, los músculos tensos, los ojos bien abiertos, atónitos y fascinados, como corresponde a su naturaleza.
 
Un ejemplo de ello es la obra de la que voy a hablarles, La línea de sombra (1916), una novela corta y abiertamente autobiográfica escrita por Joseph Conrad. No es la obra de un cristiano, pero está escrita en la tradición de la cultura cristiana, en un mundo que comenzaba a descomponerse, pero en el que la Cristiandad todavía conservaba su hegemonía cultural, y que, por esa misma razón, no puede ser verdaderamente entendida si no se lee bajo esa clave. 
 
La historia es fascinante, aunque hoy nos suene remota. Su escenario se remonta a los últimos días de los grandes veleros y está magníficamente escrita. Conrad era un estilista que pensaba que el honor de un escritor estribaba en «cuidar las frases como la tripulación baldea y cuida la cubierta, sin esperar más recompensa que el respeto silencioso de sus iguales». Y a fe que aquí puso ese empeño.
 
La primera capa de la historia, la más superficial, no se capta en su totalidad sin un mínimo conocimiento sobre la crudeza y masculinidad de ese mundo del mar, hoy perdido. Un mundo incomprensible sin la percepción de esos detalles de fondo que nos ilustran sobre cómo eran aquellos hombres. ¿Qué vida es esa del marino, entre foques, nudos y velas, olas y tormentas? ¿Cómo comprender la asunción de ese riesgo y sufrimiento, de ese alejarse de la seguridad y comodidades reconfortantes de nuestro mundo moderno? ¿Qué significa que la vida de un hombre dependa permanentemente de aquellos que le rodean? ¿Cómo situarse en ese punto inicial del relato si casi ignoramos cómo los congelados de nuestros frigoríficos fueron una vez fascinantes seres de una vitalidad intrigante que lucharon, junto con los elementos, contra un hombre que trató de doblegarlos?  
 
La novela es una historia de mar y, a su vez una historia sobre el fin de la inocencia, contada en una prosa concisa y clara para lo que es el estilo complejo de Conrad. Alguien ha llegado a decir sobre ella: «Parte Coleridge, parte Kafka, parte Melville, parte Henry James. Una dosis concentrada de infierno mezclado con comedia negra y con el espectro colonial que atormenta a Occidente de fondo. Corto, formidable». 
 
El relato, inquietante, evoca una sensación de temor ambiguamente sobrenatural. Pero no deben pensar que se trata de una historia fantástica. Joseph Conrad, en su prefacio, rechazó la ficción paranormal, ya que para él «el mundo de los vivos contiene suficientes maravillas y misterios tal como es; maravillas y misterios que actúan sobre nuestras emociones e inteligencia en formas tan inexplicables que casi justificarían la concepción de la vida como un estado encantado. (…) no hay nada en ella [la historia], más allá de los confines de este mundo, que en toda conciencia contiene suficiente misterio y terror en sí mismo». 
 
El propio Conrad nos aclara cuál es el tema central del libro: «El objetivo principal de este escrito era la presentación de ciertos hechos que estaban asociados con el cambio de la etapa juvenil, libre de preocupaciones y ferviente, al período más consciente y más conmovedor de la vida madura». Y el autor desarrolla este tema con lo que mejor conoce, el mundo del mar, y con una historia sobre el primer mando de un inexperto capitán. Conrad envía a su joven y anónimo personaje central ––una figura autobiográfica–– a un peligroso viaje que escenifica la dramatización de una transición hacia la madurez a través de una experiencia del mundo. Una experiencia que, como se dice en la novela, «significa siempre algo desagradable en oposición al encanto y la inocencia de las ilusiones». Michael Oakeshott señala que «para la mayoría, existe lo que Conrad llamó la ‘línea de sombra’, que cuando la traspasamos, revela … un mundo habitado por otros además de nosotros mismos, otros que no pueden reducirse a meros reflejos de nuestras emociones». 
 
                                  Cuatro ediciones de la novela.
 
El inmaduro protagonista se hace con el mando de un mercante llamado Oriente, un barco sobre el que se cierne la sombra de su anterior capitán, fallecido tras perder la razón. El viaje se desenvuelve sobre un mar desesperadamente inmóvil a causa de la falta de viento («quietud, gran espejo ¡de mi desesperación!», que diría Baudelaire) y con una tripulación exhausta por la fiebre pero fiel a su capitán, sumida en la esperanza de un viento esquivo que pueda llevarlos a puerto rompiendo el hechizo que parece condenar al barco. El joven capitán, acosado por la ansiedad y el temor causados por su inexperiencia, logra con la ayuda del viejo cocinero del barco y, a pesar de las dificultades, llevar la nave a su destino y mantener con vida a la tripulación. Tras esta dura experiencia, el protagonista decide volver a partir de nuevo con el barco, esta vez solo, sin  ayuda de nadie más, pero también sin sus ilusiones de juventud, convertido ya en un hombre adulto. No creo que a sus hijos les resulte excesivamente difícil identificarse con el adolescente capitán y la aventura de su esforzada travesía.
 
Pero la parte más profunda de la historia, su significado hondo y trascendente, se encuentra más alejado aún de muchos de los jóvenes de hoy de lo que pudiera estar el relato de aventuras marinas. Gran parte de esta juventud, no tanto atea o agnóstica como intrascendente, lamentablemente no podrá comprender a Conrad. 
 
El inexperto capitán de La línea de sombra comienza su narración reflexionando sobre el curso de las vidas humanas, a fin de poner en el lugar adecuado a su lector, fijándole una perspectiva que se revela imprescindible para entender la historia en toda su complejidad. Al comienzo de la vida, reflexiona, «uno cierra tras de sí la pequeña puerta de los simples niños y entra en un jardín encantado». Pero después de la «seducción» de los caminos de la juventud, nos dice que uno, inevitablemente, llega a una línea de sombra, el límite entre la juventud y la experiencia; y así,  «uno continúa. Y el tiempo también sigue, hasta que se percibe por delante una línea de sombra que advierte de que la región de la juventud temprana también debe ser dejada atrás». 
 
Mientras leemos esto, nuestras asociaciones culturales con la inocencia y la madurez deberían activarse inmediatamente. Así sucedió con generaciones de lectores desde que Conrad escribió su libro. Seamos o no cristianos, la mayoría de nosotros deberíamos pensar en el Jardín del Edén cuando el narrador menciona un «jardín encantado»; y en Adán y Eva y su pecado cuando menciona la seducción y la advertencia; y en la expulsión y el exilio del Paraíso cuando imaginamos el cruce de la línea de sombra, dejando atrás la región de la juventud temprana. Las pocas y muy simples ideas de la novela (juventud versus experiencia, pecado versus expiación) solo adquieren un patrón coherente y universal bajo la óptica de la cultura cristiana. Algunos de nosotros podemos hacer esas asociaciones y llegar a esos significados, en parte porque somos lectores entrenados en la vieja tradición cultural de la Cristiandad, preparados para el salto imaginativo. Pero también, porque Conrad es un artista consumado, criado en nuestra misma cultura cristiana (aunque no profesara la fe), que sabía que la mayor parte de sus lectores contemporáneos, como miembros de esa misma tradición y cultura, responderían a su aparentemente casual alusión. Sin embargo, hoy muchos no van a poder hacerlo, sobre todo numerosos jóvenes. La mayoría de ellos pasarán por esas páginas sin penetrar en el fondo del mensaje, sin conocer al autor, su arte y su palabra.  
 
El poeta T. S. Eliot escribió que él prefería una literatura que fuera «inconscientemente cristiana» antes que una «deliberadamente cristiana». Sin embargo, una literatura cristiana que no tiene conciencia de sí misma, normalmente solo puede funcionar cuando, como acabamos de ver, autor y lector comparten creencias comunes (aun cuando sean basales y de fondo, como es la creencia en la existencia de lo sobrenatural), lo cual no ha sido el caso del siglo pasado ni tampoco de lo que llevamos de este. La razón la esboza el mismo Eliot cuando observa que «toda la literatura moderna está corrompida por el secularismo, (…) simplemente no es consciente, no puede entender el significado de la primacía de lo sobrenatural». Esto sitúa a los autores cristianos en una difícil situación: esa literatura pura, de inconsciencia cristiana, que deseaba Eliot, que de forma natural fluye de un alma cristiana, no resulta ya posible, o si lo fuere, está destinada a la marginalidad. Por ello, el escritor cristiano que pretende hablar de lo sobrenatural a sus lectores ha sentido a menudo la necesidad de elegir sus métodos consciente y deliberadamente y de mostrar crudamente más que insinuar. Tal ha sido el enfoque de muchos de los más importantes escritores católicos de la segunda mitad del siglo pasado, como Graham Green, François Mauriac o Walker Percy.  
 
Quizá deba ser así, quizá sea una necesidad de los tiempos, algo pasajero y contingente, el precio que necesariamente hay que pagar para hacerse entender, pero no puedo dejar de entristecerme, porque esa forma cruda de contar historias, esa manera llamativa de despertar conciencias está, la mayoría de las veces, alejada de la belleza. Y mi duda es: ¿valdrá la pena? 
 
En todo caso, lo que si creo que merece un esfuerzo es educar, entrenar y acostumbrar las mentes y los corazones de nuestros hijos a ese lenguaje ya casi olvidado, a un  simbolismo y una música que les hará capaces de entender todo aquello que se forjó en la belleza y que allí les aguarda. Y la principal forma de hacerlo es, por supuesto, recibir una catequesis que les dé los pilares básicos de su formación religiosa. 
 
No obstante, al lado de esa labor primordial, como una pequeña parte de ese esfuerzo, está quizá la lectura de libros como este; se lo recomiendo a aquellos de ustedes que no lo hayan leído, y no solo como lectura para sus hijos adolescentes.