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27.07.19

¡Relatos de ciencia-ficción!... ¿Seguro?

                     La guerra de los mundos, obra de José Segrelles (1885-1969).

 

  

«Todo lo que una persona pueda imaginar, otras podrán hacerlo realidad.»

 

Julio Verne

 

 

«—¿Quiere decir, libros antiguos?

—Narraciones de viajes espaciales, escritas antes de los viajes espaciales.

—¿Y cómo podía haber narraciones antes de…?

—Los escritores sabían.

—Pero, ¿en qué se fundaban?

En la imaginación».

 

Phillip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? 

 

  

Sobre el asunto de la ciencia-ficción literaria pululan por ahí un par de ideas muy extendidas que me interesa matizar: la primera, que se trata de un tipo de literatura alejada, pero que muy alejada, del ámbito cristiano, y la segunda, que la ciencia-ficción es una subcategoría de la ficción fantástica y por tanto una fantasía de segundo orden.

Empezando por la primera de las dos ideas señaladas, no voy a negar la existencia de una opinión generalizada que sostiene una natural oposición entre este género literario y el cristianismo. Quizá sea por el asolador acoso a que el cientificismo imperante nos somete y que nos hace sentir cierta hostilidad hacia la verdadera ciencia (cuando no debería ser), o por alguna otra razón no científica, pero esto es así. Sin embargo, si nos detenemos a mirar con más atención veremos que esta impresión es, en cierto modo, inexacta. Y si bien no se puede negar que un sector mayoritario de la literatura de ciencia-ficción presenta, no ya el cristianismo, sino el mismo hecho religioso de manera negativa, existen excepciones y que estas son tan excepcionales como brillantes. Un pequeño pero significativo numero de grandes nombres de la ciencia-ficción fueron cristianos y algunas de sus más grandes obras reflejan estas creencias. No es cuestión de extenderse, pero vienen a mi memoria títulos como Salomas del espacio (1968) o La tercera oportunidad (1968) de R. A. Lafferty; Catholics (1972) de Brian Moore (en español El abad rebelde); El señor del mundo (1907) de Robert Hugh Benson; las sagas de Gene Wolf; La Trilogía cósmica (1938-1945) de C. S. Lewis y el Cántico a Leibowitz (1959) de Walter M. Miller Jr., obras que, sin embargo, quizá exceden de la conveniencia infantil y juvenil. 

Algunos de estos títulos ––junto con otros de autores no cristianos, de los que ya he hablado en la entrada ¿Un mundo feliz?––, pertenecen a ese subgénero de la ciencia-ficción que es la distopía, donde el autor describe un mundo futuro en el que los poderes legítimamente instituidos están configurados para hacer que todo sea perfecto, cuando en realidad no hacen otra cosa que transformar ese mundo en una terrible pesadilla. Estas novelas nos advierten sobre la consecuencia de una vida sin religión donde el hombre sea la medida de todas las cosas; y esta no es otra que la identificación de la seductora idea del progreso con el horror.

Por lo que respecta a la segunda de las objeciones (su etiquetado como una categoría de segunda clase de la ficción fantástica), ya desde sus orígenes el género fue tildado como de baja estofa, arrinconado por intelectuales y críticos de salón, pero como señaló Lewis en su ensayo sobre el tema, titulado precisamente Sobre la ciencia-ficción

«Historias como las que estoy describiendo… nos refrescan… de ahí el desasosiego que despiertan en aquellos que, por cualquier razón, desean tenernos a todos presos del conflicto inmediato. Ese es quizá el motivo de que muchos lancen con tanta presteza la acusación de “escapismo". Nunca lo entendí del todo hasta que mi amigo, el profesor Tolkien, me hizo la siguiente y sencilla pregunta: “¿Qué clase de hombres esperaría usted que se preocuparan más por la idea de escapar y serían más hostiles a ella? Él mismo me dio la respuesta obvia: los carceleros».

Porque… vamos a ver, en este mundo postmoderno que nos esclaviza e inhumaniza sin que casi nos apercibamos y en el que desde las poltronas de los poderes imperantes hasta las tribunas y minaretes de la cultura dominante se nos conmina y coarta a permanecer dentro de las cárceles de lo políticamente correcto, ¿qué persona en su sano juicio no querría escapar? y ¿quién podría preocuparse seriamente de que lográsemos hacerlo?

Para contribuir a esta sana rebeldía, o al menos para facilitarla, paso a referir algunas obras de este género de la evasión futurista más apropiadas para los niños y los jóvenes, que puedan abrirles el apetito para acercarse a alguno de los títulos que les mencioné anteriormente. 

                             Distintas ediciones de las novelas de que estamos hablando.

Y comienzo por donde siempre ha de hacerse, por el principio, y en el principio encontramos a dos gigantes de la imaginación, como son Julio Verne y H. G. Wells. Probablemente son los maestros, los precursores; es famosa la frase de Ray Bradbury de que «todos somos, de una u otra manera, hijos de Julio Verne». Al respecto de ambos autores y de sus diferencias al abordar este género, J. L. Borges señaló: 

«Las ficciones de Verne trafican en cosas probables (un buque submarino, un buque más extenso que los de 1872, el descubrimiento del Polo Sur, la fotografía parlante, la travesía de África en globo, los cráteres de un volcán apagado que dan al centro de la tierra); las de Wells en meras posibilidades (un hombre invisible, una flor que devora a un hombre, un huevo de cristal que refleja los acontecimientos de Marte), cuando no en cosas imposibles: un hombre que regresa del porvenir con una flor futura, un hombre que regresa de la otra vida con el corazón a la derecha, porque lo han invertido íntegramente, igual que en un espejo».

Se trata de una disquisición acertada que nos sitúa en las dos opciones básicas del género: lo probable (ciencia) y lo imposible (ficción). Son aquellos relatos que abordan lo probable (y que más se aproximan a la parte científica), los que sufren un mayor riesgo de acabar desfasados y avejentados, el mayor mal que puede aquejar a un relato de este tipo. Sin embargo, creo que las obras que mencionaré a continuación no sufren de este mal.

Tratándose de Wells y de Verne, no resulta fácil elegir, dado el considerable número de novelas meritorias que guardan en sus alforjas. Haré un pequeño sacrificio y las reduciré a dos por cabeza.

Comenzaré por H. G. Wells y La máquina del tiempo (1895), donde el autor nos habla de un investigador que logra construir un artefacto que le permite sumergirse en las profundidades del tiempo, pasado o futuro, y con el que realiza una fabulosa exploración llena de extrañas aventuras. También es de resaltar La guerra de los mundos (1898), que relata con gran realismo una invasión extraterrestre sobre la tierra con unos inclementes marcianos que desprecian la vida humana. Para lectores de 14 años en adelante. 

En el caso de Verne, tenemos el Viaje al centro de la Tierra (1864), que narra como un profesor alemán y su sobrino descienden a través de un volcán islandés internándose en las entrañas terrestres para encontrar un mundo nuevo con océanos inmensos, árboles petrificados, hongos gigantes y criaturas ancestrales. Como segunda opción eligiría 20.000 leguas de viaje submarino (1869), de la que les hablé en la entrada titulada Va de capitanes. Recomendado a lectores de 12 años en adelante.

Además de estos grandes precursores hay algunos continuadores que, por cierto, no lo hicieron nada mal.

 

                                                 Edición de Salvat Anagrama.

La trilogía de los Trípodes ––compuesta por Las Montañas Blancas (1967), La ciudad de oro y plomo (1968), y El estanque de fuego (1968)–– del inglés John Christopher es una obra claramente inspirada en La guerra de los mundos y en cierto modo continuadora de esta. Christopher imagina un final alternativo y más pesimista que el elegido por Wells: el triunfo de los extraterrestres sobre la raza humana y el sometimiento de esta a su tiránico dominio. Pero siempre resta la esperanza, como así cree el joven protagonista Will Parker, quien junto con otros resistentes harán frente a la dominación de los Trípodes desde sus escondites en las Montañas Blancas. Para 12 años en adelante.

Las Crónicas Marcianas (1950) de Ray Bradbury son como una continuación de los viajes lunares de Verne, solo que un poco más allá, hasta el planeta rojo. Se trata una serie de relatos que, sin guardar una continuidad argumental o episódica, narran la llegada a Marte y su colonización por parte de los humanos. Un libro poético y crítico que trata de temas como la guerra y el impulso autodestructivo del hombre, el miedo a lo desconocido y la impotencia ante la naturaleza. Borges lo sintetiza del siguiente modo: «Con sus “Crónicas Marcianas”, Bradbury anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo, que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena». A partir de los 15 años. 

 

 

                                        Portadas de tres de las novelas comentadas.

Es una idea extendida entre los aficionados a este género que la ciencia-ficción se conserva mejor en pequeños frascos. Los relatos y cuentos son el recipiente adecuado para su preservación y las novelas largas sufren mucho más el deterioro del tiempo. Con Isaac Asimov pasa como con todos los demás autores. Sus relatos recogidos en el volumen titulado Yo robot de 1950 son fantásticos y pueden seguir disfrutándose a pesar de haber sido escritos hace casi 70 años. Se trata de una colección de historias que gravitan sobre las incidencias y tribulaciones que dimanan de las, por él denominadas, tres leyes de la robótica, compendio fijo e irreductible de moral aplicable a supuestos robots inteligentes y a sus relaciones con los humanos, consistentes básicamente en lo siguiente: 1) un robot no puede dañar a un ser humano o permitir que otro robot le haga daño; 2) un robot debe obedecer las instrucciones de los humanos a menos que sean instrucciones en conflicto con la ley nº 1; y 3) un robot debe protegerse a sí mismo a menos que hacerlo suponga un conflicto con las leyes nº 1 y/o nº 2. Una buena forma de que los niños se acerquen a estos relatos es a través de la selección publicada por Vicent Vives bajo el título de Robbie y otros relatos.

En la década de 1950, Isaac Asimov escribió también una serie de novelas cortas de suspense con un joven protagonista, David Lucky Starr, un space ranger novato, dirigidas especialmente al público juvenil y con una clara finalidad pedagógica al ofrecer a sus jóvenes lectores unos elementales rudimentos de física y astronomía. En España fueron editadas por Bruguera y Alamut. Para lectores de 12 o 13 años en adelante.

Por último, la obra de Madelaine L´Engle Una arruga en el tiempo (1962) tiene su prefiguración literaria en La maquina del tiempo de Wells, al retomar la noción de la cuarta dimensión usada por el autor inglés. La historia no es solo una aventura juvenil de ciencia-ficción, sino también una novela  sobre el bien y el mal. El libro combina fantasía, ciencia (las teorías de Albert Einstein y Max Planck y la mecánica cuántica) y teología, mientras los protagonistas viajan a través de la cuarta dimensión para enfrentarse a la entidad maligna que allí gobierna. Pero como L´Engle era cristiana, esto se deja notar en el relato. Y así, la historia nos recuerda algo que hoy casi hemos olvidado: no solo que el mal existe, sino que está personificado en un ser, que no es locura ni enfermedad, y que debemos combatirlo por todos los medios porque nos acosará hasta el final buscando nuestra perdición. Con ello L´Engle da actualidad a aquello que ya San Pablo en su Carta a los Efesios nos decía: «Porque para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espiíritus de la maldad en lo celestial» (Ef. 6, 12), y sobre lo que San Pedro también nos advertía en su primera carta: «Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (San Pedro 1, 5-8). De esto trata Una arruga en el tiempo, de esa lucha contra nuestro adversario y de que nuestra arma en esa batalla es el amor, todo ello envuelto en un clásico escenario de ciencia-ficción. De 12 años en adelante.

Como vemos, los temas abordados en todas estas historias no pueden ser más convenientes: llamadas de atención sobre cuestiones que afectan a la misma concepción del ser humano y su destino y las implicaciones que en el mismo juegan el correcto uso de la libertad y de la técnica. Porque toda buena historia de ciencia-ficción es una historia cautelar y precautoria.

Que sus hijos tengan una buena lectura.

12.07.19

Robinson, el peregrino forzoso

                                             Robinson, óleo de N. C. Wyeth (1882-1945).

    

  

«Ningún hombre es una isla entera por sí mismo

John Doone

 

«¡Qué extraño encaje de la Providencia es la vida de un hombre!»

Daniel Defoe. Robinson Crusoe

  

«Esta es la excelencia de Defoe. Te conviertes en un hombre mientras lees.»

Samuel Taylor Coleridge

 

    

Decía Virginia Woolf que «de pequeños, a todos nosotros nos han leído en voz alta ‘Robinson Crusoe’ (…) y estábamos en la misma disposición anímica hacia Defoe y su historia que los griegos hacia Homero». Posiblemente sea cierto, aunque creo que mucho más en su caso que en el mío; pues, primero, yo leí la novela, no me la leyeron como le ocurrió a ella, y segundo, seguramente mi formación cultural y disposición anímica ––muy por debajo de la de la literata británica––, redujo el impacto en mí de la lectura. No obstante, eso fue hace mucho tiempo. Por el contrario, lo que sí es reciente es la lectura de la novela por parte de mi hija mayor L. (14 años). Quedó fascinada. Cierto es que lo de los naufragios y las islas desiertas no le era del todo desconocido (había leído ya bastante sobre el tema, desde La Isla del Tesoro de Stevenson hasta La Isla del Coral de Ballantynepasando por Dos años de vacaciones de Verne), pero, según ella, “Robinson es otra cosa”. Atrapada entre las tribulaciones y esperanzas del famoso náufrago, no se apartó del libro hasta terminarlo. “¡Vaya historia!”, fue su comentario final, mientras esbozaba una gran sonrisa de satisfacción. 

Ilustraciones para la novela de Elenore Plaisted Abbott (1875-1935) y de N. C. Wyeth (1882-1945).

Ciertamente, si lo comparamos con otras novelas de aventuras, Robinson Crusoe es “otra cosa”, porque, sin dejar de ser una apasionante y fascinadora historia, la novela es también mucho más que eso.

No me entretendré demasiado en un argumento conocido por todos y me limitaré a citar una vieja reseña anónima de una revista de principios del siglo pasado: «Robinson desobedece a sus padres y después de correr varias aventuras en sus viajes naufraga en una isla desierta, y durante veintisiete años tiene que valerse por sí mismo para poder vivir. Enseña el valor y la resignación ante la adversidad».    

La novela, realmente titulada Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, escritas por él mismo, fue publicada por Daniel Defoe en 1719 y, según se dice, su inspiración podría provenir de las la historias reales de los naufragios del marinero escocés Alexander Selkirk y del capitán español Pedro Serrano. Sobre su significado e implicaciones hay toneladas de páginas escritas por los más famosos y los más sabios. Por ejemplo, Ítalo Calvino en su Por qué leer a los clásicos (1997), nos dice: «Por su empeño y placer de referir las técnicas de Robinson, Defoe ha llegado hasta nosotros como el poeta de la paciente lucha del hombre con la materia, de la humildad, dificultad y grandeza del hacer, de la alegría de ver nacer las cosas de nuestras manos. Desde Rousseau hasta Hemingway, todos los que nos han señalado como prueba del valor humano la capacidad de medirse, de lograr, de fracasar al «hacer» una cosa, pequeña o grande, pueden reconocer en Defoe a su primer maestro». Por su parte Chesterton, que admiraba la obra, comentó: «Puedo expresar esa otra sensación de la confortable intimidad del cosmos, refiriéndome a otro libro siempre leído en la infancia, ‘Robinson Crusoe’, que he releído más o menos recientemente y que debe su eterna frescura al hecho de que celebra la poesía de las limitaciones, y por consiguiente, el silvestre romanticismo de la prudencia». De Virginia Woolf ya hemos hablado y muchos recordamos la historia de Defoe como libro de cabecera, remedio de remedios y consejo de consejos de Gabriel Betteredge, el memorable mayordomo de La Piedra Lunar (1868) de Wilkie Collins (en donde mi hija mayor acaba de reencontrarse, con regocijo, con Robinson). Finalmente, muchos otros intelectuales han sacado provecho de esta obra (Joyce, Poe o Coetzee), e incluso Carlos Marx escribió sobre ella.

                              Robinson en su isla, obra de Zdenek Burian (1905-1981).

Por mi parte, poco aportaré más allá de ese “Robinson es otra cosa” de mi hija L.. Porque, efectivamente es una gran y entretenida novela, pero también es “otra cosa”. Quienes han leído la versión íntegra saben que Crusoe es más que una historia de aventuras; entre otras cosas ––y quizá sobre todo––, es el relato de una conversión religiosa (lo que por cierto casa con la vida privada de Defoe y con los escritos cautelares y sobre moral y costumbres que publicó); una historia que cuenta cómo un hombre aislado reconstruye la cristiandad a partir de los pocos restos que conserva de la civilización y de su corazón arrepentido. De esta manera, quizá la imagen de Robinson sea, para nuestro tiempo de desolación, un símbolo de aquello que hay que hacer: recoger los pedazos del naufragio y empezar de nuevo. 

En todo caso, esta no es una interpretación forzada del libro. El vocablo Dios aparece cientos de veces en la novela (160), teniendo también mucha relevancia las palabras Providencia (56) y Cristo (11), al menos en la edición integral (cuidado con las adaptaciones). Robinson aprende a ver en las calamidades que le asolan la “obra de la Providencia” y a discernir la mano de Dios en cada momento de su vida.

Pero sin duda hay otras lecturas del Robinson. La más accesible a los niños es la del escape, la libertad y la aventura en una isla desierta, recogida, limitada y manejable. Chesterton resalta este confortable escenario y esa mezcla de salvajismo y control tan deseado por los niños: 

«Sostengo, por paradójico que pueda parecer, que para el niño (…) cuando desea ir a otros lugares, lo deseado siguen siendo parajes en los que nadie haya estado nunca. (…). Pero está claro que el niño está enamorado de los límites. Utiliza su imaginación para inventar límites imaginarios (…). El encanto de ‘Robinson Crusoe’ no está en que logre encontrar el camino hasta una remota isla, sino en que no pueda encontrar el modo de salir de ella. Eso es lo que dota de interés y emoción a todas sus posesiones en la isla: el hacha, el loro, las armas y el pequeño almacén de grano (…). Este juego de ponerse límites es uno de los placeres secretos de la vida».

Y existe otro registro, también accesible a los chicos, el del joven que busca su identidad a través de un viaje iniciático, por medio de una peregrinación involuntaria y forzada. Robinson Crusoe es el hijo menor, el tercer hijo de los cuentos de hadas y cuentos populares, el Iván de los cuentos rusos, que huye de su casa y de sus padres para buscar fortuna, una fortuna que le llegará en forma de redención, como al hijo pródigo del Evangelio. 

Es un libro edificante e instructivo, amén de fascinante. Como diría mi hija mayor: “¡Vaya historia!”.

Edición íntegra de EDHASA y la de Valdemar con las fabulosas ilustraciones de N. C. Wyeth.

Y terminaré citando lo que decía Coleridge al respecto: «Compare el despectivo Swift con el despreciado Defoe, y cuán superior será este último (…). Me eleva hacia el hombre universal. Esta es la excelencia de Defoe. Te conviertes en un hombre mientras lees». Espero que así ocurra con sus hijos y que leer este clásico de la literatura universal les ayude, aunque sea solo un poco, a convertirse en hombres.

2.07.19

La mirada limpia y los buenos y grandes libros

Retrato de niño desnudo, óleo de José María Fenollera Ibañez (1851-1918).

 

  

 

«La lámpara del cuerpo es el ojo: si tu ojo está sano, todo tu cuerpo gozará de la luz; pero si tu ojo está inservible, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Luego, si la luz que hay en ti es tiniebla, ¿las tinieblas mismas, cuan grandes serán?»


Mateo 6, 22-23.

 

 

«Cuando Tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían».


San Juan de la Cruz

 

  

 

En la antigüedad, aquellos que estudiaban “las cosas de la visión” (ta optica) a lo que realmente prestaban atención era a los rayos que, según decían, se originaban en el ojo. La óptica antigua se ocupaba de lo que hacemos con nuestros rayos oculares y por ello era inherentemente moral. Y así, mientras la mirada fue considerada como una acción intencional, fue sujeta a decisiones morales, y tan capaz de entrenamiento como el hablar o el oír. Ya para Euclides, el estudio de la opsis (visión) no era una simple actividad intelectual, sino una disciplina que fundamentaba una conducta moral apropiada: ¿a qué miramos?, ¿dónde depositamos esa radiación nuestra? Esa era la cuestión.

Romano Guardini, en su libro Los sentidos y el conocimiento religioso (1922), comentando un pasaje de San Pablo de la primera Carta a los Romanos (1, 19-20), dice que en todo lo creado hay un algo originario, peculiar y propio de todas y cada una de las cosas que se encuentra detrás de su realidad concreta y singular, y que eso es «el poder creador de Dios. Más exactamente aún: es el hecho de que las cosas han sido creadas». Y según él, este hecho se ve. Y así, nuestro ojo al mirar las cosas dice: «veo el misterio; veo la condición de criatura».

Como señala Guardini, «debemos confiar en nuestro ojo y concederle toda la potencialidad que tiene», pero advierte: «no podemos dejarlo a la fantasía, o al sentimiento, o a la mera lógica». Por su parte, Pavel Florenski, en su maravilloso ensayo La perspectiva invertida (nacido de unas clases impartidas entre 1923 y 1926), afirma con rotundidad que, en realidad, los hombres no vemos en perspectiva, pero llevamos casi medio milenio siendo educados para contemplar y representar el mundo de esa manera artificial. Para Florenski, la perspectiva es una mera forma simbólica. Siendo esto así, ¿cuántas visiones sesgadas, tamizadas o distorsionadas contaminan nuestra percepción de la realidad?

No obstante, aquello a lo que se refieren tanto los antiguos como Guardini y Florenski no es a la visión física. Víctor Hugo nos lo aclara con unos certeros versos:

«¿Qué valor tiene el ojo carnal

Al lado del ojo del alma?» 

Porque ver con los ojos de la mente, con los ojos del alma, no es un ver cualquiera. Es acercarse y ascender hacia la Luz. Se trata de un concepto común en los Padres. Sus obras están llenas de exhortaciones para usar el oculi mentis en lugar del oculi carnis, (por ejemplo, Quintiliano y San Agustín), pero es incluso más antiguo y puede rastrearse en Sócrates, Platón y más tarde en Cicerón. Orígenes, por ejemplo, nos dice que, en un principio, Adán y Eva habrían tenido cerrados los ojos sensibles, para que las distracciones no les impidieran ver con el ojo del alma; pero que luego, «por su pecado, se les cerraron los ojos del alma, que hasta ese momento habían tenido abiertos gozándose en Dios y en el Paraíso».

Por eso, como decían los antiguos, el ojo carnal, a lo menos ha de ser guiado y entrenado, o posiblemente hoy día, más que entrenado, desentrenado, liberado de esa pastosa y virtual realidad que nos rodea, para que libre de ataduras y condicionantes (sin perspectiva, directamente, como diría Florenski), poder captar con asombro, sincronizándose con el ojo del alma, esa realidad primera de las cosas. Pues el ojo, y con él el hombre, está creado para poder hacerlo («lo que de Dios se puede conocer está en ellos [los hombres] manifiesto, Dios se lo manifestó»). Y ello aunque esa mirada ––como la del niño retratado que encabeza esta entrada––, deje traslucir un poso de tristeza, una nostalgia por algo que no está ni estará nunca en el pasado, porque como dice el poeta, el final «será llegar donde comenzamos y conocer el lugar por vez primera» 

 

                               San Jerónimo. Obra de Caravaggio (1571-1610).

 

Pero… ¿alguien se ocupa hoy de ese tipo de educación? ¿alguien se preocupa de que los jóvenes adquieran un tinte moral y de discernimiento sobre aquello que ven, sobre aquello que, forzadamente, se les obliga a mirar? ¿a alguien le inquieta que conserven limpia la mirada? No, la respuesta es, lastimosamente, no. Y sin embargo, este cuidado es imperioso y necesario: la original, lúcida y pura mirada del niño se empaña hoy en niños cada vez más pequeños, esos ojos, según Chesterton, tan «grandes y brillantes que parecen contener en su admiración a todas las estrellas», se apagan hoy, enturbiándose al ritmo vertiginoso de una precocidad feroz. Hace no mucho les he hablado de esta prístina mirada y de su importancia (El niño y el poeta).

Ya, pero, ¿cómo hacer que esa mirada, distraída y seducida hoy por lo virtual, se fije, se eche sobre lo que de verdad merece atención? La respuesta es la respuesta a todo: también aquí interviene el amor.

«El mirar de Dios es amar», dijo San Juan de la Cruz. El amor atrae nuestra mirada hacia el objeto, «ubi amor ibi oculus» (allí donde hay amor, hay visión), nos dijo el monje Ricardo de San Víctor. De esta manera, este ojo, atraído, guiado por el amor, genera un círculo virtuoso: mayor amor lleva a mejor conocimiento, y mejor conocimiento engendra mayor amor en una espiral de excelencia. Así que tenemos que esforzarnos por hacer germinar en los pequeños corazones de los niños amor a las cosas, a la naturaleza creada y a lo que el hombre, con arte y maravilla, subcrea ––como diría Tolkien––, y entre estas cosas están los buenos y grandes libros. Y debemos ponernos a ello movidos por el amor.

 

                          Niños bretones leyendo. Obra de Émile Vernon (1872-1919).

 

En realidad, poco esfuerzo hay que hacer para saltar desde ese observar maravillado al acto de leer, donde la mirada se fija en un objeto neutro en lo que se refiere a las formas (una combinación de signos gráficos), pero que nos revela un secreto escondido. «Cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa», dejo dicho, en hermoso y enigmático verso, la malograda poeta argentina Alejandra Pizarnik. San Juan de Cruz lo expresa mejor con otro verso hermoso y evocador: «todo es símbolo, todo es lo que es y algo más».

Porque el leer es una de las actividades donde representa un papel esencial esa perspectiva moral de la visión y su ideal: una mirada limpia y clara que observa algo bello, bueno y verdadero. Y así, en los libros que nuestros hijos lean debe haber una «luz que brille a través de las páginas», como decía otro monje, otro San Víctor, Hugo. Sin embargo, aunque los buenos y los grandes libros son importantes, no actúan por sí solos. No son entes transformadores que por arte de magia trasmutan las almas y las hacen nacer de nuevo, puras y brillantes. Allá por el año 1131 el citado Hugo de San Víctor, escribía en su libro Didascalicon de studio legendi (Afán por el estudio), que imaginaba a sus ojos con una doble función: como ventanas que dejaban pasar la luz que brillaba a través de las páginas, y como una fuente de iluminación que hacía que las palabras en la página relumbrasen.

Esa es la razón por la que los buenos libros no son suficientes. Precisan de una mirada limpia para germinar, y ahí, en esa enseñanza, o quizá en ese desbroce, en esa limpieza, en la recuperación de esa pureza en el mirar de nuestros niños y jóvenes, también tenemos los padres una ardua labor. Ayudémosles a purificar su mirada, a conservarla clara y lúcida, hagámosles mirar hacia esos buenos y bellos libros, hagamos que nos miren cuando estemos leyéndolos, leámoslos con ellos, y así atraigámoslos con fuerza para que se admiren, y admirando amen, y amando se acerquen a la Verdad.

Y aunque en en el fondo solo hay una mirada y una sola persona a quién mirar, quizá este camino de los libros bellos, por pequeño que sea su destello, les ayude a ver, ya que, «una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto» (Benedicto XVI) ¿no creen?