23.12.08

Exhomologesis. La necesaria confesión de los pecados

En continuidad con mi escrito anterior “Confesión” y para precisar más algunos aspectos, ofrezco ahora otra respuesta a una consulta recibida sobre el sacramento de la Penitencia. Por otra parte, hay que dejar claro que para los fieles católicos, los pronunciamientos definitivos de la Iglesia sobre temas de “fe y costumbres” no se discuten. Deben ser acatados por parte de todos…

Pregunta

¿Por qué la Iglesia insiste tanto en la confesión de los pecados en el sacramento de la Penitencia? ¿No cree que Dios no tiene ninguna necesidad y de la misma manera que sabe lo que nos conviene antes de que le pidamos también sabe, e incluso mejor que nosotros, nuestros pecados? ¿No habría bastante con una acusación genérica de los pecados, reconocerse pecador y evitar la vergüenza de decir a otro los pecados?

Respuesta

El Santo padre Juan Pablo II en la Carta Apostólica en forma de Motu Propio “Misericordia Dei” abordaba y respondía a las preguntas que me formula. Por lo tanto, la primera recomendación para una adecuada respuesta es una lectura atenta de este documento que recoge y actualiza la doctrina de la Iglesia sobre el Sacramento de la Penitencia. Tenemos que servir a Dios no como a nosotros nos gustaría sino cómo Él lo desea. Con respecto al Sacramento de la Penitencia creo que las disposiciones de Jesucristo tal como las interpreta auténticamente la Iglesia son bastantes claras. La Tradición nos dice que hay tres elementos constitutivos del sacramento de la penitencia: la contrición, la confesión y la satisfacción. El segundo elemento, la confesión, se llama en griego “exomologesis". Se trata de una palabra compleja y rica en significados. No es una pura manifestación externa. Creo que la podríamos traducir así: “Sacar hacia fuera una dificultad íntima mediante la reflexión y la palabra".
En este proceso de discernimiento necesario para la conversión hace falta una luz especial del Espíritu Santo. Santa Teresa de Jesús recomienda antes de hacer el examen pedir la luz del Espíritu Santo. Sin esta luz no es fácil reconocer el pecado. Esta luz la encontramos confrontándonos con el Evangelio, Palabra de Dios por excelencia. También ayuda el diálogo con el confesor sobre todo si es juicioso y experimentado. Dado el panorama actual no sería superfluo por parte de la autoridad eclesiástica competente una prudente administración de las facultades para confesar que se conceden a los sacerdotes. Deberían denegarse tales licencias a todos aquellos que no están dispuestos a administrar el Sacramento según las disposiciones de la Iglesia.

En esta perspectiva de verdadera conversión y de posible reparación la confesión no es ninguna vergüenza; más bien es un proceso liberador. ¿Quién no recuerda algunos salmos que cantan la experiencia de libertad cuando el pecador reconoce y manifiesta la culpa cometida que reseca su corazón? La “vergüenza” de mostrar las llagas al médico que nos cura es una vergüenza altamente saludable y positiva. Se dice que el demonio nos quita la vergüenza a la hora de pecar y nos la devuelve al ir a confesar. Este proceso es constitutivo del sacramento y lo será siempre. El Concilio de Trento afirmó: “… entendió siempre la Iglesia Universal que fue también instituida por Jesucristo la confesión íntegra de los pecados, y que es necesario por derecho divino a todos los caídos después del bautismo … Claro está que los sacerdotes (vicarios de Jesucristo) no podrían ejercer este juicio sin conocer la causa, ni tendrían equidad en la imposición de las penas si los fieles declararan sus pecados sólo de manera general, y no específicamente, uno a uno, después de un diligente examen de conciencia…". Es claro que hablamos de pecados mortales y no de faltas veniales o cotidianas. A menudo se precisa de ayuda para discernir la realidad del pecado aunque ordinariamente una conciencia saludable advierte de manera bastante clara la gravedad de los pecados. Ésta es la doctrina que ha recordado Juan Pablo II. Hay que afirmar que las absoluciones de pecados mortales sin confesión específica son un gravísimo abuso, constituyen un gran engaño al penitente y manifiestan una irresponsabilidad y ligereza alarmantes por parte de los ministros que las imparten.

21.12.08

Confesión

Una buena confesión, es sin duda, uno de los actos más importantes para un católico para disponerse a recibir a Jesucristo en las próximas fiestas de Navidad. Muy a menudo recibo preguntas sobre el sacramento de la Penitencia. Una de ellas es la que sigue…

DUDAS SOBRE LA CONFESIÓN

Pregunta

Me gustaría que me aclarara algunas dudas que tengo sobre la confesión. En mi parroquia, antes de Navidad y Pascua, solemos celebrar comunitariamente el sacramento. En un momento determinado de la celebración, los fieles pasamos ante los sacerdotes que están en pié ante el altar y decimos: Padre, he pecado. Se nos da la absolución. También cuando voy a confesarme en mi parroquia, fuera de estas fechas, sólo digo que he pecado y el cura me da el perdón. Resulta que he estado unos días de vacaciones y fui a confesarme en una iglesia. Al decirle al sacerdote que había pecado me preguntó en qué y me pidió que concretara. Le dije que yo no me confesaba así y le explique cómo lo hacía en mi parroquia. El cura me dijo que las confesiones que no son concretas no valían para nada…

Respuesta

Resumo la consulta de una larga carta que me ha llegado. Hay que ver la confusión que se suscita en los fieles cuando no se hacen las cosas bien y no se administran los Sacramentos según las disposiciones de la Iglesia. Respondo a la consulta recordando la doctrina eclesiástica al respecto. La formuló muy sucintamente Juan Pablo II en la Carta Apostólica Misericordia Dei: “A fin de que el discernimiento sobre las disposiciones de los penitentes en orden a la absolución o no, y a la imposición de la penitencia oportuna por parte del ministro del Sacramento, hace falta que el fiel, además de la conciencia de los pecados cometidos, del dolor por ellos y de la voluntad de no recaer más, confiese sus pecados. En este sentido, el Concilio de Trento declaró que es necesario «de derecho divino confesar todos y cada uno de los pecados mortales». La Iglesia ha visto siempre un nexo esencial entre el juicio confiado a los sacerdotes en este Sacramento y la necesidad de que los penitentes manifiesten sus propios pecados, excepto en caso de imposibilidad. Por lo tanto, la confesión completa de los pecados graves, siendo por institución divina parte constitutiva del Sacramento, en modo alguno puede quedar confiada al libre juicio de los Pastores (dispensa, interpretación, costumbres locales, etc.)… Dado que «el fiel está obligado a confesar según su especie y número todos los pecados graves cometidos después del Bautismo y aún no perdonados por la potestad de las llaves de la Iglesia ni acusados en la confesión individual, de los cuales tenga conciencia después de un examen diligente», se reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación genérica o limitada a sólo uno o más pecados considerados más significativos”. Esto es lo que todos los sacerdotes debemos enseñar y administrar y flaco servicio presta a la Iglesia el que no lo hace.

16.12.08

Corta tu mano...

Pregunta
Hace poco releía el fragmento evangélico donde Jesús nos dice que debemos cortarnos la mano o el pié o sacarnos un ojo si son para nosotros causa de pecado. La verdad es que siempre me ha desconcertado este lenguaje tan duro y radical y no entiendo bien qué quiere decirnos Jesús.

Respuesta

Yo creo que no es tan difícil entender el mensaje que Jesús quiere comunicarnos con estas expresiones. A veces el Señor utiliza un lenguaje fuerte y muy expresivo para llamar nuestra atención y despertarnos del letargo moral y espiritual en el que andamos sumergidos. En primer lugar es evidente que el fragmento evangélico excluye su interpretación literal. Si así debiéramos hacerlo, nuestras asambleas estarían repletas de mancos, cojos, ciegos, tullidos y de todo tipo de mutilados… Jesús es consciente de nuestra debilidad, de la fuerza que ejerce la solicitud del mal sobre nosotros y de la enorme complicidad con el mismo por nuestra parte. Nos advierte que no podemos vivir escindidos queriendo ser fieles al Dios por una parte y flirteando con el mal por otra. Es aquella actitud típica del que quiere poner una vela a Dios y otra al diablo. La vida cristiana exige determinación y radicalidad lo cual no significa dureza ni intransigencia excepto con el pecado y el mal. Muchas personas no avanzan en la vida cristiana por su falta de determinación en cortar por lo sano con realidades que les hacen daño y les impiden crecer. Es difícil estar en el mundo sin ser del mundo y muy a menudo hay que nadar contracorriente. Hacemos malabarismo para sustentar componendas increíbles y nos escindimos interiormente. ¿Por qué olvidamos tan fácilmente el sentido de aquellas renuncias que en nuestro bautismo hicieron por nosotros nuestros padres y padrinos y luego hicimos nosotros mismos en nuestra confirmación? Es interesante constatar que antes de hacer la profesión de fe, se nos exige renunciar al mal, al pecado, al Maligno. El sentido de estas renuncias que forma parte de la más genuina tradición es muy profundo. Nos recuerda que vivir como cristianos no es compatible con vivir de cualquier manera y que la adhesión a Cristo implica renuncias que pueden ser tan dolorosas como cortarte una mano o arrancarte un ojo. A veces, romper con una persona que es causa de extravío, evitar un negocio fraudulento, arrancar una mala costumbre arraigada en nuestra naturaleza… es incluso más doloroso que cortarse un pie. Sin embargo es absolutamente necesario y posible con la gracia de Dios. Y no olvidemos, como recordaba hace poco, que, humana y cristianamente hablando, difícilmente podemos sacar lo mejor de nosotros mismos si no es pasando por el crisol del dolor.

9.12.08

Mortificación

Indagando por los archivos de mi ordenador me encuentro con una reflexión que escribí hace algunos años dando respuesta a una pregunta sobre la mortificación. En unos momentos en que muchos rehuyen el camino del esfuerzo y la abnegación y no son pocos los que se hacen un cristianismo a la carta sin sacrificio y sin cruz, me ha parecido un tema interesante para reflexionar.

MORTIFICACIÓN

Pregunta

Viendo en la televisión la vida de Santa Rosa de Lima, impresionó mucho a mi señora que esta Santa se azotara para mortificarse. Esto lo he visto también en otros santos y en los pastorcitos de Fátima. Puedo comprender el ayuno y ofrecérselo al Señor pero ¿es conveniente que castigue mi cuerpo? No lo acabo de entender. Mi mente no lo ve claro pero mi corazón me dice que ése es el camino de muchos santos y siento deseos de imitarlo.

Respuesta

La pregunta me llega desde Santiago de Chile. Mortificarse significa dar muerte a todo aquello que nos separa de Cristo y nos impide crecer en la caridad. Usted alude a ciertas mortificaciones corporales que hoy no están muy de moda. El Papa Juan Pablo II lo lamentaba en una hermosa carta que escribió con ocasión del centenario de la muerte de San Juan María Vianney: “Cuántas cruces se le presentaron al Cura de Ars en su ministerio: calumnias de la gente, incomprensiones de un vicario coadjutor o de otros sacerdotes, contradicciones, una lucha misteriosa contra los poderes del infierno y, a veces, incluso la tentación de la desesperanza en la noche espiritual del alma. No obstante, no se contentó con aceptar estas pruebas sin quejarse; salía al encuentro de la mortificación imponiéndose ayunos continuos, así como otras rigurosas maneras de «reducir su cuerpo a servidumbre», como dice San Pablo. Mas, lo que hay que ver en estas formas de penitencia a las que, por desgracia, nuestro tiempo no está acostumbrado son sus motivaciones: el amor a Dios y la conversión de los pecadores. Así interpela a un hermano sacerdote desanimado: ¿Ha rezado? . . . ¿ha gemido? . . . pero ¿ha ayunado, ha pasado noches en vela?. Es la evocación de aquella admonición de Jesús a los Apóstoles: Esta raza no puede ser lanzada sino por la oración y el ayuno”. (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo de 1986).

La práctica constante y meritoria del bien en una historia y en una humanidad heridas por el pecado es siempre dificultosa. Como San Pablo todos experimentamos en nosotros una tendencia al mal que es motivo de lucha constante. En nuestra naturaleza anidan pasiones rebeldes y deseos desordenados que hay que controlar con ayuda de la gracia y la cooperación de nuestro esfuerzo. Aquél que quiera seguir fielmente a Cristo le tendrá que acompañar llevando la Santa Cruz. Sin llegar de entrada a grandes mortificaciones corporales, hay que iniciarse en las mortificaciones ordinarias. Ser puntual, delicado, soportar con una sonrisa las impertinencias (que nunca faltan) del prójimo, combatir un mal deseo, privarse de ciertas comodidades, ser generoso,morderse la lengua en algunas ocasiones o hablar sin tapujos en otras…son buenas mortificaciones que nos ayudan a asociarnos al misterio de la Cruz del Señor. Estos pequeños combates nos preparan para otros mayores. Perdonar a los enemigos,devolver bien por mal, rezar por aquellos que nos detestan son ya grandes mortificaciones.

En cuanto a las mortificaciones corporales (presentes en la mayoría de Santos) como son ayunos fuertes, disciplinas y cilicios hay que ser prudentes. Estas mortificaciones no deben darse nunca sin las ordinarias antes mencionadas y sin el consejo de un buen director espiritual. Dios las suscita en el corazón de los santos a su debido momento y siempre bajo la supervisión de una persona avanzada en el camino espiritual. Podríamos iniciarnos con algunas más sencillas: moderar la calefacción en invierno y el aire acondicionado en verano, utilizar más a menudo el agua fría… Tenga en cuenta que, por otra parte, hoy muchas personas hacen enormes sacrificios para ciertos objetivos que se proponen y nunca aceptarían hacer tales cosas por penitencia.

La mortificación no deja de ser como la sal de la vida cristiana, la medida de nuestro amor y sacrificio. Nulla dies sine cruce. Ningún día sin cruz, pues la alegría cristiana tiene raíces en forma de cruz y cuando uno quiere dar lo mejor de sí mismo a Dios y a los hombres, la cruz aparece con naturalidad y es vivida con alegría.

6.12.08

Educar el corazón

Pregunta

¿Qué podemos hacer para educar a nuestros hijos en una visión más humana y cristiana de la sexualidad? La verdad es que estamos bastante desanimados. El mensaje con que les bombardean constantemente es éste: mientras se eviten embarazos no deseados y enfermedades, vía libre; además de poner a su alcance anticonceptivos, píldoras abortivas y, en breve por lo que sabemos, “formación y asesoramiento” al margen de los padres…

Respuesta

El reto, efectivamente, está en educar. En introducir a los hijos a la realidad vivida desde un sentido pleno, el sentido de Cristo. Estoy convencido que el primer paso de esta educación cuyos protagonistas principales sois los padres, es el testimonio callado del ejemplo, de la vivencia por vuestra parte de este sentido que pretendéis transmitir. Esto vale para todo, incluida la educación en la afectividad y sexualidad. Después de esto y junto a esto, la palabra razonada y convincente. Vuestros hijos son más razonables de lo que creéis. Hay que ayudarles con argumentos sólidos a contrarrestar esta nefasta contraeducación que reciben del poder de este mundo. Hay que hablar con ellos y con la máxima claridad. Muchos padres esperan y esperan y no afrontan la cuestión, y cuando lo hacen ya es bastante tarde. Hoy más que nunca debemos proclamar el evangelio gozoso de la familia y de la vida, de la sexualidad según el designio de Dios. Un primer asunto que deberíamos dejar claro es que en las relaciones sexuales no sólo intervienen los órganos genitales. El centro es siempre (si hablamos de una sexualidad humana y no simplemente animal) el corazón. Entiendo por corazón el centro de la afectividad. Y es precisamente el corazón el que recibe más destrozos en una relación sexual prematura, superficial e irresponsable. Superar una enfermedad y asumirla es difícil pero posible, asumir un embarazo no deseado es más que viable pero recomponer un corazón roto es harto laborioso y casi nunca se logra del todo. Muchos chicos y chicas inician su edad adulta con un corazón destrozado como consecuencias de la vivencia de una sexualidad desenfrenada. Arrastran en su interior grandes heridas que, a menudo, les imposibilitan de vivir con éxito un compromiso maduro como es el matrimonio. Y esto no hay preservativo que lo evite. El ser humano es cuerpo y espíritu en una unidad sin fisuras. La sexualidad es camino de amor y éste tiende a ser exclusivo. Esto implica la continencia y la guarda del corazón. Sólo podrá darse el que sabe poseerse. Hace poco, Josep Miró Ardevol escribía estas sabias palabras: “Potenciar la fidelidad, la responsabilidad en la relación sexual y su retraso hasta la madurez del sujeto es algo de puro sentido común. El que coincida con buena parte de lo que enseña la Iglesia refrenda la sabiduría mutua”. La educación afectiva y sexual, como parte de una preparación remota al matrimonio, es una de las más grandes urgencias educativas y pastorales de hoy.