Pío XI: un Papa grande y fuerte

 

Al recordarse el 70º aniversario de la muerte del Papa Pío XI, ofrecemos nuestra traducción del editorial que ha publicado L’Osservatore Romano.

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En la madrugada del 10 de febrero de 1939, setenta años atrás, moría Pío XI. La fibra de este Papa fuerte y grande cedió finalmente a una enfermedad que el Pontífice combatió hasta el final, también porque al día siguiente habría querido celebrar con solemnidad, ante todo el episcopado italiano convocado en el Vaticano, los diez años de los Pactos Lateranenses entre Italia y la Santa Sede, firmados precisamente el 11 de febrero de 1929. A causa de las leyes raciales queridas por Mussolini, la tensión con el régimen fascista se había agravado hasta tal punto que se difundió el temor de que Pío XI habría aprovechado el solemne aniversario para criticar al Duce.


Se explica, en este contexto, el rumor de que el jefe del fascismo habría logrado hacer asesinar al Papa, enfermo desde hacía muchos meses. Veinte años después, en 1959, haciendo publicar uno de los discursos inconclusos escritos para la ocasión por el moribundo Pontífice, fue Juan XXIII quien eliminó la base de estas representaciones romancescas (pero, a veces, trasladadas a la historiografía) recurrentes e infundadas, como la supuesta voluntad papal de denunciar el Concordato con Italia, o como la contraposición entre Pío XI y su secretario de Estado Eugenio Pacelli, que lo sucedería con el nombre de Pío XII.


Nacido en el corazón de la Brianza, en Desio, el 31 de mayo de 1857, Achille Ratti fue ordenado sacerdote en 1879 en Roma – y gracias a una sólida formación intelectual y al enérgico sentido práctico – dirigió, sucesivamente y con creciente prestigio, dos de las mayores instituciones culturales del mundo, las bibliotecas Ambrosiana y Vaticana. Desde alí, por sorpresa, en 1918 fue enviado como representante pontificio a Varsovia, donde un año después fue nombrado nuncio y consagrado arzobispo. La misión diplomática y pastoral se reveló difícil entre guerra y nacionalismos, en las fronteras de la agitación bolchevique. Revestido de la púrpura romana en 1921, fue arzobispo de Milán sólo por pocos meses, casi predestinado a su lema, bíblico, raptim transit: en el cónclave de 1922, el 6 de febrero, era elegido sucesor de Benedicto XV.


Comenzaba así uno de los pontificados más difíciles del siglo XX, que con un valiente, sufrido y necesario realismo – gracias también a una amplia política concordataria, sostenida por dos grandes secretarios de Estado como Pietro Gasparri y, desde 1930, Pacelli – hizo frente a grandes totalitarismos europeos (comunismo, fascismo, nazismo). Afrontando también el nuevo antisemitismo, la gran crisis económica, la tragedia de la guerra de España y las otras persecuciones contra los cristianos, desde la Rusia soviética a México.


Y frente a la propaganda de los regímenes totalitarios y del paganismo moderno, Pío XI reaccionó gobernando con vigor a la Iglesia, mirando con ojos nuevos las misiones y el enraizamiento cristiano más allá de Europa, afrontando la cuestión de la sexualidad humana, reforzando el compromiso y la cultura de los católicos. Pero también multiplicando beatificaciones, canonizaciones (entre otros, Teresa de Lisieux, don Bosco y Tomás Moro), devociones, jubileos, celebraciones. E introduciendo el uso del medio radiofónico, que por primera vez permitió al Romano Pontífice hacer oír su voz en todo el mundo.


Desde el comienzo del pontificado, asomándose a la loggia de San Pedro para la bendición urbi et orbi por primera vez después de muchas décadas, Pío XI dio a entender que habría sido el Pontífice de la Conciliación. Ésta llegó con los Pactos lateranenses, pronto saludados con júbilo por Angelo Giuseppe Roncalli (el futuro Juan XXIII), con clarividente realismo por Alcide de Gasperi, y con algo de amargura por Giovanni Battista Montini, que ya como cardenal y luego como Pablo VI modificaría su juicio en sentido positivo.


Con el Tratado, el Concordato, y el Acuerdo financiero entre Italia y la Santa Sede era cerrada la cuestión romana y nacía el Estado Vaticano, base territorial casi simbólica y, sin embargo, real de la independencia de la Santa Sede. Todo esto no impidió crisis y tensiones, ya en 1931 por la ofensiva fascista contra las organizaciones católicas y en 1938 a causa de las leyes raciales. El bien total de la paz religiosa fue, sin embargo, reconocido en 1947 por la misma asamblea constituyente que introdujo, con una mayoría mucho más amplia que la necesaria, los Pactos lateranenses en la Constitución de la República italiana.


El mismo acuerdo positivo entre Estado y Iglesia, a pesar de las diversidades naturales y algunos puntos de divergencia, sigue siendo sólido precisamente porque está radicado en la historia italiana, con el objetivo del bien de todos y dirigida a la dignidad de toda persona humana. De este modo, esta voluntad común de amistad ha inspirado el acuerdo de revisión de 1984 y, más en general, ha caracterizado en los años y caracteriza hoy las relaciones entre Italia y la Santa Sede, tan buenas que pueden ser consideradas como ejemplares. Gracias al esfuerzo común y a la colaboración de muchos, creyentes y no creyentes. Y sin duda, en su origen, gracias al clarividente valor de Pío XI.


g.m.v.

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Texto original: L’Osservatore Romano

Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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1 comentario

  
Uno
Ya que se loa a Pío XI, a ver si se le sigue más, porque entre el clero es muy difícil encontrar a quien recuerde el significado originario de la festividad de Cristo Rey, instituida ppor este Papa en la 'Quas Prima'.
10/02/09 6:44 PM

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