¿Fariseos o esenios?

En su blog Fides et Ratio, Isaac García Expósito ha escrito un excelente artículo titulado “Tiempos nuevos”. En el mismo, y después de hacer una breve descripción de algunos de los tremendos desafíos que enfrenta hoy la Iglesia Católica en su relación con una sociedad “re-paganizada”, dice así:


“… ante las escasas posibilidades de construir o fermentar la civilización moderna, lo único que cabe preguntarse es si será necesario segregarse para poder vivir”.


El autor se pregunta también si existe alguna “analogía histórica” que nos ayude a “explicar las coordenadas sociales” de nuestro tiempo. Y concluye que la analogía con la “antigüedad pagana” es insuficiente por varias razones.


Entonces surge la pregunta: ¿hay o no hay algún momento de la historia que pueda brindarnos una mayor luz para leer los signos de nuestro tiempo? O, mejor formulada: ¿alguna otra vez experimentó tan fuertemente el Pueblo de Dios que carecía, prácticamente, de “posibilidades de construir o fermentar la civilización”?


Para intentar una respuesta, analicemos brevemente cómo era la situación del Pueblo de Israel “cuando llegó la plenitud de los tiempos”, es decir, al momento de la Venida de Nuestro Señor Jesucristo.


La historia de Israel tuvo un claro punto de inflexión con la caída de la monarquía y el exilio a Babilonia. Hasta ese momento, la identidad propia del miembro del Pueblo de la Alianza se manifestaba – y se transmitía, también, casi por ósmosis – a través de lo que podemos llamar cuatro “estructuras visibles” fundamentales: la Ley, el Templo, la Tierra, y la monarquía (la dinastía davídica). El exilio a Babilonia significó la destrucción del Templo, la pérdida de la Tierra, y el (aparente) fin de la monarquía davídica. En Babilonia, un lugar del todo hostil, el Pueblo de Israel conservó su identidad, y se afianzó en torno a lo único que le quedaba: la Ley. Ante la pregunta: “¿por qué Dios nos entregó en las manos de nuestros enemigos?”, la respuesta del Pueblo – ayudado por el recuerdo de la predicación de los Profetas pre-exílicos – era la siguiente: “Porque hemos quebrantado la Alianza”, es decir: “no hemos cumplido la Ley”.


Los Profetas del exilio tuvieron un tono distinto al de los anteriores. Antes del exilio, los Profetas se caracterizaron por sus fuertes invectivas y amenazas contra un Pueblo de dura cerviz, que honraba a Dios de la boca para afuera, pero que tenía muy lejos de Dios su corazón. Durante la dura prueba del exilio, Dios envió a Sus profetas con un mensaje esperanzador:


Dice el Profeta Zacarías, de parte de Dios: “Yo he vuelto a Sión, y habitaré en medio de Jerusalén. Jerusalén será llamada ‘Ciudad de Fidelidad’, y la montaña del Señor de los ejércitos, ‘Montaña Santa’. Así habla el Señor de los ejércitos: Los ancianos y las ancianas se sentarán de nuevo en las plazas de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano, a causa de sus muchos años”.


Eran tales las expectativas de los israelitas que volvieron del destierro, que la desilusión de muchos fue grande cuando descubrieron que la Tierra estaba devastada, y que los pueblos vecinos no veían con buenos ojos su retorno y estaban dispuestos a hacerles la vida más difícil. Prueba de esto son los libros de Esdras y Nehemías.


El Pueblo reconstruyó el Templo, pero ya no volvió a tener una independencia política absoluta, y así estaban las cosas cuando, muchos años después, tuvo lugar la confrontación con el helenismo. La cultura griega se extendía por todas las naciones, y en muchísimos aspectos era absolutamente incompatible con la fe judía. Israel, con lo aprendido durante y después del exilio, estaba armado para la resistencia. Había que luchar para no contaminarse.


Es en esta época de los Macabeos – y con más fuerza aún después de la resistencia armada – cuando se cristalizan dos posturas, dos modos de vida, dos formas de posicionarse ante la realidad que ya habían comenzado a formarse en la época del exilio en Babilonia. Nos referimos a la corriente farisea y a la corriente apocalíptica.


El fariseísmo, en su concepción original y antes de su deformación, intentaba ser una respuesta a la situación en la que se encontraba el Pueblo. Israel se daba cuenta de que, en el contexto de las naciones, era muy pequeño, y que el Reino de Dios debía pasar por la actitud de brindarle a Él, cada día, en cada detalle, un lugar para que reine. “Cumplir la Ley”, sin preocuparse mucho por lo que sucede alrededor. El Reino de Dios es Su Reinado sobre aquellos que le obedecen. Los demás son “los de afuera”. Lamentablemente llegaron a despreciar a los de afuera, y la idea original del fariseísmo sufrió todas aquellas deformaciones que Jesús les reprochó duramente.


Por su parte, la corriente apocalíptica tenía su centro en la esperanza de una intervención divina. Esperanza que hunde sus raíces en los acontecimientos inmediatos al retorno del exilio, y que se fue tornando escatológica ante el continuo contacto con la realidad dura y hostil. Dios promete, y Dios cumple. Por los profetas, Dios ha prometido una salvación que tiene características de “definitiva”. Entonces la llevará a cabo, y eso con una intervención que hará que Israel ocupe su verdadero lugar entre las naciones. Esta postura apocalíptica, esparcida entre el Pueblo, fue radicalizada por los llamados “esenios”.


Las dos corrientes, farisea y apocalíptica, estaban ya definidas, y también algo deformadas, en tiempos de Jesús. Ambas implicaban una separación o segregación del resto de los mortales. Los fariseos habían multiplicado hasta el absurdo los preceptos en torno a la Ley, y su cerrazón era tan grande que, en su mayoría, no reconocieron que Jesús era el Hijo de Dios que venía a reinar; justamente lo que ellos más deseaban.


De los esenios no conocemos tanto. Pero algo es seguro: dedicaban su vida a la oración y a la penitencia, a la espera de la llegada del Reino. Vivían en comunidades, separados del resto del Pueblo. Pero incluso sin hacer mención de los esenios, encontramos en los relatos del Nuevo Testamento vestigios de la presencia de la expectativa apocalíptica entre el pueblo. Aquellas palabras de los discípulos poco antes de la Ascensión: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?” (Hech 1, 6) serían un eco de esta postura.


Es de notar que tanto los fariseos como los apocalípticos, con todo y sus expectativas, se vieron enormemente superados por Jesús. A tal punto, que ni unos ni otros llegaron a comprender plenamente que Cristo era “la respuesta de Dios” a la situación difícil en la que se encontraban.


Volvamos, ahora, al planteo del inicio: “…ante las escasas posibilidades de construir o fermentar la civilización moderna, lo único que cabe preguntarse es si será necesario segregarse para poder vivir”.


Los fariseos y los esenios nos ofrecen cada uno “sus propias respuestas”. Los primeros optaron por la fidelidad a Dios, sin tener tanto en cuenta la marcha de la historia. Los últimos se dedicaron más a una espera llena de esperanza, espera activa, en el sentido de orante y penitente.


En mi opinión, la situación que el mundo moderno plantea a los católicos, parece colocarnos ante una disyuntiva similar: ¿Fariseos o esenios? ¿Qué rumbo tomar?


Creo que la opción dependerá mucho de la personalidad de cada uno y, ¿por qué no?, del llamado de Dios a cada uno. Contamos, afortunadamente, con las correcciones que Jesús hizo a ambas posturas. Si a los fariseos tuvo que decirles e insistirles que Dios sí Se ocupa de la historia, y que Su Reino trasciende sus esquemas, a los más apocalípticos tuvo que recordarles que “no corresponde a vosotros conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con Su propia Autoridad” (Hech 1, 7). Es pues necesario, que tengamos en cuenta que “la respuesta es Cristo”, y que trascendió, trasciende y trascenderá nuestros posicionamientos personales como miembros de la Iglesia, Pueblo Suyo.


Para concluir, no creo que fariseos y apocalípticos tuvieran una relación del todo cordial al momento de la primera Venida de Cristo. Los fariseos pensarían que los apocalípticos eran del grupo de “los de afuera”, de los que no hacían nada por el Reino. Los apocalípticos, a su vez, pensarían que los fariseos habían olvidado que Dios interviene en la historia, y que éstos no hacían nada para acelerar el tiempo de su visita. Sea cual sea el posicionamiento de cada uno, no cometamos hoy aquellos errores.


El Señor “ya” está presente entre nosotros. Y el Señor “vendrá”. No olvidemos ninguna de estas dos verdades.


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