Ciudadanos de segunda rechazados por la sociedad y familias

Enfermos mentales en República Democrática de Congo

Según el Programa Mundial de Acción en Salud Mental, más de 15 millones de congoleños tienen enfermedades mentales en un país que carece de los recursos necesarios para atajar esta realidad. La mayoría de las familias no puede costear los tratamientos y tan solo reciben ayuda de congregaciones como los Hermanos de la Caridad o de ONG como Médicos sin Fronteras que contrarrestan la falta de apoyo estatal.

(Patrick Meinhardt/Mundo Negro/InfoCatólica) Por encima de todas estas dificultades prevalece la concepción que muchos congoleños tienen de las enfermedades mentales, muy vinculada a las posesiones demoniacas y a la brujería, conceptos muy arraigados en la tradición y la cultura de un país que se encontraba en 2013 en los últimos puestos del Índice de Desarrollo Humano. Los curanderos y las casas de oración son las primeras opciones para la población, dejando a centros especializados en enfermedades mentales, como el que dirigen los Hermanos de la Caridad en Kivu Norte como último recurso.

Esta provincia de la República Democrática de Congo, con una población de 6 millones de habitantes y que dobla a Bélgica en tamaño, solo cuenta con esta institución psiquiátrica. La falta de información, así como el recelo hacia la medicina moderna, dificultan el tratamiento de estas enfermedades, creando un serio problema de salud pública.

Kivu Norte sigue siendo víctima de ataques indiscriminados por parte de milicias rebeldes, muchas de ellas nacidas en la década de los 90 del siglo pasado y alimentadas durante las dos guerras de Congo (1996-98 y 1998-2002). La misión de la ONU en este país (MONUSCO) se ha convertido en la más cara y duradera de su historia. Tal es la envergadura del conflicto que en marzo de 2013 la ONU creó una brigada de intervención que, por primera vez en la historia de Naciones Unidas, tiene un mandato de ataque y no solo de defensa.

El Gobierno y los cascos azules prosiguen con su empeño para pacificar una zona en la que muy poco se ha hecho para tratar a personas que han sufrido toda clase de barbaries: heridas, amputaciones, violaciones, ejecuciones de seres queridos, destrucción de poblados enteros... La gente se ha visto –y todavía se ve– obligada a huir y acaba en campos de refugiados, en los que las condiciones de vida rozan la miseria.

El contexto del dolor

Como muchos Estados africanos, el colonialismo dejó una herencia que a día de hoy sigue pesando en la sociedad congoleña. Una herencia marcada por pillajes y matanzas que acabaron configurando la mentalidad de muchos dirigentes y que les llevaron a plasmarlo en su forma de gobernar. Herencia de todo ello, el país ha vivido el conflicto más mortífero desde la II Guerra Mundial.

El rey Leopoldo II de Bélgica puso la primera piedra con la ayuda del explorador británico Henry Morton Stanley en la Conferencia de Berlín en 1885, cuando se adueñó de esta vasta extensión a la que bautizaría, con cierta ironía, con el nombre de Estado Independiente de Congo. La libertad brilló por su ausencia durante sus años de mandato en los que se estima quemurieron más de 10 millones de congoleños. Su intento de genocidio salió a la luz y en 1909 se vio obligado a ceder «su» colonia al Estado belga, el cual siguió con la práctica de torturas y ejecuciones mientras saqueaba los innumerables recursos que ofrecía el país.

El año 1960 trajo consigo la independencia y la esperanza de un porvenir mejor para la población. Pero, al igual que la gran mayoría de nuevas naciones africanas, la transición no fue pacífica. Movimientos secesionistas en el este, apoyados por Bélgica, más la injerencia de la antigua Unión Soviética –que no gustó a Estados Unidos– terminaron con el sueño en poco más de 5 años. Tras la muerte del primer ministro, Patrice Lumumba, asesinado en 1961, reinó el caos hasta que en 1965 Mobutu Sese Seko diera un golpe deEstado que desembocó en más de 30 años de férrea dictadura.

Muchos de los males que sufre el país en la actualidad encuentran su origen en esa época, en la que el presidente saqueó la nación con total impunidad. En 1984 su fortuna personal –estimada en unos 4.000 millones de dólares– podía sanear, casi por completo, la deuda externa del país. La organización anticorrupción Transparencia Internacional estima que durante sus 30 años de mandato Mobutu habría robado alrededor de 5.000 millones de dólares al país. Este saqueo se sumó a una férrea represión política.

El antiguo Zaire fue una dictadura de partido único hasta 1990. Para entender mejor sus años en el poder conviene recordar lo que le dijo a su Ejército cuando este le pidió una mejora salarial: «Tenéis armas, no necesitáis dinero».

En 1994 el genocidio ruandés marcó el principio del fin de uno de los dictadores más longevos del continente. La entrada masiva de refugiados del país vecino, entre los que se encontraban muchos de los que perpetraron las masacres, sentó las bases de las dos guerras que desangrarían al país entre 1996 y 2002. En 1997 un grupo rebelde del este, comandado por Laurent Desiré Kabila, apoyado por Ruanda, marchó sobre Kinshasa. Mobutu consiguió exiliarse en Marruecos pero falleció ese mismo año víctima de un cáncer de próstata.

La inestabilidad siguió acompañando a la recién bautizada República Democrática de Congo. En 2001 el presidente, Laurent Kabila, fue asesinado por uno de sus guardaespaldas. Su hijo, Joseph Kabila, tomó el control y en 2002 firmó en Pretoria la paz con Ruanda, poniendo fin a décadas de dolor. En el balance de esta época se incide en los muertos, heridos y desplazados, a la vez que se olvida a las víctimas silenciosas, los enfermos mentales, con dolencias nuevas o agravadas y a los que el Gobierno sigue ignorando a día de hoy.

Dolor añadido

Esta situación ha afectado a todos los sectores de la población: mujeres, hombres y niños sufren por igual esta lacra. A los traumas vividos por generaciones anteriores hay que añadir la realidad que viven, adiario, muchos jóvenes: la pobreza extrema y la falta de oportunidades empujan a la juventud al consumo de drogas y al alcoholismo. Se desconoce la tasa de desempleo en el país, pero ello no implica que la gente no trabaje. Los pocos trabajadores registrados son funcionarios y empleados públicos. La gran mayoría de la población vive en un limbo laboral en el que están exentos de cualquier prestación social. La gente no se puede permitir el lujo de quedarse en casa.

Venta de alimentos, recogida de basura o transporte de mercancía…, cualquier medio es bueno para ganar la cantidad necesaria para aguantar un día o una semana más. La tasa de violaciones de mujeres es la más alta del planeta, en un país al que tristemente se le ha bautizado como «capital mundial de la violación». El estrés y abandono que sufren estas y muchas otras mujeres degenera en el nacimiento de niños con discapacidades psíquicas y físicas.

El término biwelele (idiota o inútil, en suahili), es el nombre con el que se conoce a los niños con enfermedades mentales. Son ciudadanos de segunda rechazados por la sociedad e incluso por sus propias familias. Incapaces de trabajar o producir se convierten en un lastre. Una realidad que están intentando cambiar, con paciencia, los Hermanos de la Caridad.

Esta congregación, de origen belga, fue fundada en 1807 por el P. Peter Joseph Triest y desembarcó en Congo en 1911. Desde entonces, los religiosos han luchado sin cuartel contra las enfermedades mentales. El Centro Psiquiátrico Tulizo Letu (Nuestro Bienestar, en suahili), es pionero en Kivu Norte en este campo. A pesar de no contar con apoyo gubernamental tiene unas instalaciones envidiables y personal muy preparado, formado en Bélgica y Ruanda.

Todos los días llegan al centro nuevos casos y, cuando tienen oportunidad, los religiosos se trasladan a zonas del interior para ofrecer tratamiento a los que, de otro modo, nunca irían hasta la clínica. Sin embargo los medios son insuficientes y el seguimiento de pacientes, casi imposible. Enfermos de esquizofrenia u otras enfermedades son abandonados a su suerte una vez que la clínica móvil se tiene que trasladar a otro lugar.

Deo Kakule representa esta realidad. Diagnosticado con esquizofrenia, recibió el alta en 2006 pero, 8 años después, volvió al centro con los pies encadenados por quemar su casa. Esta medida, en ocasiones, se convierte en el último cartucho para familiares que son incapaces de controlar a seres queridos que se han convertido en una amenaza. Las zonas remotas del interior carecen de asistencia y la gente se ve obligada a convivir con esquizofrénicos que pueden llegar a poner en peligro sus vidas y la de quienes les rodean. Encadenarles o encerrarles es la manera que encuentran para garantizar su seguridad mientras los demás desempeñan las labores necesarias para poder vivir. Su madre Elizabeth le visita regularmente en el centro y se ocupa de él. Le trae ropa y prepara comida, junto a otros familiares, mientras recibe tratamiento.

Todos los martes Silvie, la psicóloga visita a los enfermos con un equipo multidisciplinar compuesto por médicos, enfermeros y trabajadores sociales. Cada uno evalúa la condición del enfermo y entre todos realizan oconfirman el diagnóstico. Sin embargo, todo esto puede quedar en nada una vez que el paciente abandona el centro. Casos como el de Deo requieren de mediación y chequeos constantes. Una situación difícil de gestionar para gente que convive con un conflicto en el que el ataque espontáneo por parte de los grupos armados hace casi imposible asentarse en un sitio. Sin embargo, la falta derecursos no es el único obstáculo al que hacen frente estos profesionales.

Brujería y vudú

La cultura congoleña se interpone muchas veces en el camino hacia la recuperación. La brujería y el vudú están muy presentes a la hora de buscar tratamiento. Curanderos y casas de oración se convierten en la primera opción para muchos congoleños que desconocen los usos médicos. Daniel Mugungwe es muy consciente de esta realidad. Tuvo que enfrentarse a la mujer de su primo y sacarle por la fuerza de una casa de oración para que este recibiera el tratamiento necesario contra la epilepsia que padecía.

La línea que separa estos dos mundos es muy fina e Isaac Rwanamiza es un buen ejemplo. Este curandero de la comunidad bakumu cobra 70 dólares por sesión. En principio puede tratar cualquier tipo de dolencia, ya sea física o mental. Isaac es uno de los muchos hechiceros que habitan en Goma, capital de Kivu Norte, ofreciendo métodos tradicionales a todo el que lo necesite.

A diferencia de las sociedades occidentales donde gente como Isaac opera en la sombra, el Ministerio de Sanidad califica a estos ritualistas como «toda persona reconocida por la comunidad y capacitada para tratar desequilibrios mentales, metafísicos o físicos a través de actos rituales basados en danzas». Reciben un título y la bendición de las autoridades.

La otra cara de la moneda la encontramos en Moïse Munyuabumba, un pastor pentecostalista que dirige la denominada Iglesia Galilaya. Esta, a diferencia de los curanderos rituales, no está reconocida por el Gobierno. Su casa de oración reúne todos los sábados a decenas de fieles que buscan curación divina. Con el simple uso de las manos y la fe de los pacientes, este pastor protestante convertido en profeta no conoce límites. Sus fieles afirman que no hay enfermedad que se le resista: esquizofrenia, cáncer, infertilidad…

Tulizo Letu tiene que hacer frente a estas alternativas. Muchos pacientes acuden al centro como último recurso, cuando los medios tradicionales han fallado. Enfermedades relativamente tratables se pueden complicar en exceso por diagnósticos tardíos.

En julio de 2014 se cumplieron 12 años de la firma de los acuerdos de Pretoria que pusieron fin a uno de los conflictos más largos del continente. Sin embargo, sus consecuencias persisten a día de hoy en el este. Decenas de grupos armados siguen atacando indiscriminadamente a la población civil a la vez que saquean los recursos de la zona. Mientras, los supervivientes siguen almacenando recuerdos que les marcarán de por vida y que en muchos casos desembocarán en depresiones, esquizofrenias u otras patologías que este país no está preparado para afrontar. Estas cicatrices mentales llevan asolando esta nación desde 1994, fecha en la que el genocidio de Ruanda marcó el inicio de dos décadas de matanzas y de las que, desgraciadamente, no se atisba un final cercano.

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